Aún no sé bien
porque extraña razón o vigencia de algún pacto secreto me ha tocado el duro
oficio de hablar, una vez más, a pesar de mis reticencias, sobre los poetas de
la Generación del 60. Créanme si les digo que no es una tarea fácil, sin
embargo alguien debe asumir este desafío y, al parecer, tan sólo por el
privilegio de haber disfrutado de sus amistades o haber compartido con algunos
de ellos el oscuro esplendor de alguna sucia madrugada, tengo una suerte de
responsabilidad ineludible y debo hacerlo, a sabiendas de que Javier Heraud,
César Calvo, Luis Hernández, Antonio Cisneros, Hernando Núñez, Juan Ojeda y,
acaso, yo mismo, no están o no estamos
más en el reino de este mundo.
I saw the best minds of my generation destroyed
by madness…,
así empieza “Howl” / Aúllido, aquel
impresionante poema de Allen Ginsberg, Y qué mejor ocasión para decirlo con la
misma furia de los poetas beat: “He visto
las mejores mentes de mi generación destruidos por la locura… (Yo he visto)” A
quienes pasaron por las universidades con ojos radiantes y frescos…A quienes
fueron expulsados de las academias por locos, por publicar odas obscenas… A
quienes comieron fuego en hoteles coloreados o bebieron trementina…A quienes se
encadenaron a sí mismos a los subterráneos para el viaje infinito…A quienes
estudiaron a Plotino, Poe, San Juan de la Cruz…A quienes caminaron toda la
noche con sus zapatos llenos de sangre… A quienes condujeron una visión para
encontrar la eternidad…”.
Me he tomado la
licencia de compartir con ustedes algunos versos de Ginsberg porque su
desolación vehemente, bien lo sé, era la
misma que la de Juan Ojeda, poeta que hoy, gracias al libro de Javier Morales
Mena, estoy tratando, como lo hizo Vallejo
con su héroe miliciano, de restituirlo a la vida, a su vida y a su destino de
hacedor de una escritura que nos ilumina en estos tiempos sombríos.
Bien visto, el
discurso expresionista de Ojeda no tiene precedentes visibles en la poesía
contemporánea de nuestro país, como bien señalan en sus tesis universitarias
Rafael Dávila-Franco Cavero, Javier Gálvez y, recientemente, Javier Morales
Mena, a quienes, con la mayor dedicación posible puse en las manos de cada uno
de ellos, toda la papelería de textos éditos e inéditos que aún conservo y
también mis apreciaciones personales que compartí con algunos estudiosos de la poesía peruana como
Alberto Escobar, Edmundo Bendezú,
Ricardo González Vigil, Carlos López Degregori, entre otros, quienes han
estudiado la obra lírica del autor de Ardiente
sombra.
A mi modo de
ver, sus raíces y zapatos para caminar por este mundo están, por encima de “este
horrible viento que baja de las colinas próximas / arrastrando el hedor de los
muertos” en la poesía atormentada y en las visiones estremecedoras de
William Blake, así mismo en la soledad y el silencio y la conmovedora
autodestrucción de George Trakl y en el escándalo que producía el autor de “Sebastián y otros poemas” y sobre todo
en ese aire profético que emanaba de sus versos claveteados de dolor por un
amor imposible, versos que tan sólo compiten en lo sombrío y aterrador con la
poesía del Conde de Lautréamont, pues, Isodore Lucien Ducasse y sus Cantos de Maldoror, eran textos que
producían una rara delectación en Ojeda, pues,
advierten nuestra vertiginosa deshumanización y se duelen por el deterioro irremediable de la condición
humana. La tierra dura y no la The waste
land es de donde emana la poesía de Ojeda.
Todo su quehacer lírico viene del humus de Blake, Trakl, Lautréamont,
Kafka, Camus y si se trata de mencionar a alguien cercano a nosotros, diría que
de la mismidad de Martín Adán.
Esos aires
metafísicos que ahora se señalan como rasgo distintivo de la poesía de Ojeda,
están ligados, pues, a la resonancia de
aquellos dioses, que, lo decimos sin temor, fueron sus pares, sus iguales.
Recuerdo que alguna vez, bajo el cielo mezquino de Lima, vi que en el parque
universitario, a mi costado izquierdo, caminaban dos sombras luminosas
conversando de la manera más animada después de haber estado silenciosos,
huraños, lejanos toda la noche uno
frente al otro en una taberna de media mampara. Vi que una sombra, sepultada
por un sobretodo oscuro coronado por un sombrero ya sin color definido, le
decía con una voz que venía de los rompe muelles barranquinos: “Dime, Johann, dime, qué piensas de José de
la Riva Agüero?” y de inmediato escuché que la otra sombra le respondía con
una voz de vidrios rotos y más hiriente aun: “Ah, Martinica, Martinica, ya te lo he dicho: poesía no dice nada,
poesía se está callada”. Y las dos sombras, entremezclando sus manos, se
perdían, radiantes, en las calles confusas de Lima.
Martín Adán disfrutaba
diciéndole Johann a Juan Ojeda. No le decía Juan, le decía Johann y éste,
halagado hasta el delirio por el autor de Escrito
a ciegas, le decía solemnemente Martinica, nada menos que a Martín Adán. No
sé bien qué sombra era la más joven, la más irreverente, la más iconoclasta, la
más santa. Lo que sí sé es que los dos compartieron más de una vez la orfandad
y la libertad inefables como una
cotidiana dosis de misticismo y mortalidad muy suyas.
Juan Ojeda. Poesía metafísica,
de Javier Morales Mena, edición que aparece ahora con el sello de la Academia
Peruana de la Lengua al alimón con la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de
nuestra universidad, es un libro que todos-as debemos celebrar porque su
rigurosa y meridiana exposición recrea y
perfila la poética de Juan Ojeda, a partir de una lectura inteligente que sabe
analizar, interpretar y valorar, más allá de los “oscuros promontorios” y los “cráneos
vacíos”, la palabra redentora de un poeta que supo soportar una “implacable soledad” y “un mundo ajeno a los sentidos”.
Gracias, Lima, 04 de octubre, 2013.
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