LAS VIÑAS DE MORO
I
Campesinos de Puno caminaron hacia Tacna o Arequipa o
ingresaron por la ceja de la montaña —oh alta estrella de la noche: he caminado
tocando tu pecho—, brillan las barriadas de Lima como retorcidas flores de la
arena: las puertas de las chozas están abiertas y afuera corren sus entrañas,
los niños —báñame con tu acero blanco, he tocado tus cuerdas en el agua—, oh casas
manchadas por cáscaras de fruta y espuma de ron, de pronto se despiertan los
perros en la medianoche, en los bares del camino los choferes beben té con
pisco.
“¡Si no vienen las
lluvias iremos al mar!”.
Se reunieron en la oscuridad
susurrando: aprisa entre la maleza hacia el arenal —y mi madre cercó un morro
cubierto de yerba dura, sentada bajo el sol esperaba—, alzarán sus palos y
alzarán esteras, murmurando, y banderas peruanas para que la policía no los
desaloje por temor a quebrarlas —y el domingo en la mañana los pobladores
formaron un comité.
“Con nuestras vasijas
recién cocidas,
llevando a nuestras
mujeres y a los mayorcitos
entre los hijos, para
que sepan,
bajaremos la quebrada de
día
y de noche el arenal”.
¡Pero que nadie golpee estos
hombros! Y en Chimbote sólo las mujeres alzaban sus puños, brillando en sus
trajes de percal floreado, frente a la guardia civil, confiadas en ser torpes y
madres: que los hombres no salgan, decían, a nosotras no nos matarán —y sentí
el indefenso calor de sus cuerpos cuando me rodearon, cuenta lo que has visto,
gritaban— y mi madre dijo que el comité las defendería.
“¡Llevando vasijas hasta
el mar!
Oh boda del mar y la
montaña,
pártanse, nubes, cuando
volquemos
el agua salada en el
pico más alto.
Cantemos como la cebada
madura
aquí nos mojará la
lluvia”.
Brilla estrella de la noche: en la
Estación del Ferrocarril a Huallanca grandes bultos derraman sus propiedades y
propietarios, oh tierra vencida en este mundo, aquí cae el ala del mar, aquí la
luz de la ciudad oscila como un pálido sol del enigma —y mi padre hablaba de
volver algún día a los huertos de Yaután, a las viñas de Moro que conocieron el
peso de su cuerpo, en su pequeña bodega elogiaba la rapidez con que viven los
vinos—, lejos está la tierra agotada como un buey sin memoria, los hermanos que
murieron en sus brazos con los pómulos pelados, lejos los parientes que
buscaron en las haciendas, donde beben alcohol, las otras invasiones de la vida
perdida —Buenavista Alta y Buenavista Baja, Casma, Quillo, Huanchuy,
Cochabamba: gente de sombrero blanco, en el hondón de frutas, pequeños
comerciantes de los árboles, pueblos donde anduvo mi padre en un caballo joven.
“Nuestros padres
esperaron a la lluvia
que silba de noche en
sus huesos.
Los árboles conocieron a
los abuelos,
el dios de la cruz no
disputa con el cerro,
nadie muere aquí sin que
sea enterrado”.
Dejaron a sus padres atizando el
último fuego, disputándose la piedad de los muertos, empalidecen viajando
—viajando en el tren, la vida es como de pan que se va deglutiendo y el corazón
dormita como un pájaro aferrado al ronquido del motor, este ruido habrá de
apagarse, de pronto en Lima dejaremos de bufar—, y de noche descansan, sus ojos
crecen, de pie en las orillas de las ciudades, entumecidos como la pelambre de
los caballos que acaban de nacer.
“Nuestros padres fueron
enterrados
bajo otras piedras,
lejos
aquí sólo niños y
mujeres
conocieron la
podredumbre.
Ya nadie lee nuestros
papeles,
los enemigos han comido
de estas tierras,
pero nadie deberá tocar
estas últimas piedras”.
Sus cuerpos son blancos en los
muelles, aguardan en las calurosas fábricas de harina de pescado, los llevan en
camiones negros y húmedos: en los mercados o los restaurantes, y los domingos
con sus pantalones azules se sientan en el malecón comiendo plátanos y
bizcochos, aquí están, y sus ojos en el otro extremo del día, o en la lejana
noche de los perros de la infancia —los he oído ladrar a todos ellos una noche
que los reunió como a los años—, en la última posibilidad de este mundo —un
pequeño campo donde se mueve la mano de mi madre, mi familia que me aguarda en
el viejo guante del frío: y el pan se parte y apenas es posible abrir los ojos
sobre sus cuerpo que resuenan hacia atrás, donde nacen ríos, donde empieza el
sol.
“De los árboles el sol
extrae pájaros.
La tierra ya no canta
para la lluvia,
vagan los espíritus por
sus pecados,
nuestros hijos nos
miraron con piedad.
Nuestros
hijos nos envían sus fotografías”.
Murmurando bajo las estrellas
bermejas, en los largos caminos por donde bufan los camiones, compran el pan de
molde o el pan de trigo y lo envían a sus padres que aman el pan salado de la
ciudad, el suave pan que penetran como una carne afortunada.
“Del polvo no se levanta la cebada,
requiere las manos del hombre sobre los canales del riego que hablan de noche
cuando el agua salta como un macho celoso, buscando la débil guarida de la
vida. Suben y descienden nuestros canales persiguiendo el nacimiento del agua.
Cruzando el cuello de los cerros, la boca y el pecho tierno de los animales”.
¡Oh venas que yacen deshechas por el
viento y el sol lento, quebradas como paja que la noche aleja de las manos! Y
el agua murmura más lejos, atada por otras bocas donde se agota como un pájaro
sin hijos.
¡Adiós bulla del agua en la noche
pesada de estrellas! ¡Adiós pájaro negro de los caminos, mosca de los caballos,
adiós animalitos!
Están viajando. Como los altos
canales que murmuraban encima de sus templos y sobre sus cuerpos, coronando a
sus hijos y mujeres.
El agua que va madurando y que
aguarda.
II
Nuestros cuerpos entre los suyos, que juran vivir. De
esta tierra hemos venido, del vientre de nuestras madres, de nuestros hogares:
este polvo nos acompaña buscando vivir en la semilla. No podemos perecer: lo
hemos dado todo. He aquí la nueva belleza, la certidumbre de beber juntos. Un
reino de tierra donde el agua hemos defendido, el corazón que requiere de la
tierra, aquí estamos volcados, de esta tierra el viento no podrá arrancarnos:
aquí vigilamos el agua de mañana.
Cantan los que dieron batalla. “Cuando veas correr
nuestra sangre, podrás pedirnos piedad”:
“Escúchanos, si
puedes abrir los ojos,
sé nuestro hijo,
atiéndenos”.
Es necesario desandar la noche y palpar los objetos abandonados por la prisa de huir: un vaso de agua que no se bebió, las máquinas oxidadas de los zapateros, los viejos libros que ya nadie comprará. No corren estos rostros por la calle, por las palabras no asomaría, no figuran en las historias. Pero sólo aquí las palabras tendrán el sol por origen, tu cuerpo sólo aquí será real, entre estos gritosy sus manos, un bosque que murmura y agoniza. Los que dieron batalla.
“Oh calles tan hermosas
y noches que la fiebre da luz,
aquí hemos corrido y caído,
si nos recoges tu sombra será roja.
Aquí, sobre nosotros
tu cuerpo no conoces
hasta dónde se escucha gritar,
cuánto dura la noche para el golpeado.
Dimos batalla: disfrazados
o escondidos, mil veces
hemos llorado al cerrar una puerta,
hemos comido murciélagos
en la oscuridad de las celdas.
No hemos hecho sangre para la piedad,
sé hijo nuestro,
la memoria está en la tierra”.
No hay silencio en el verano: hermosa y dura es la tierra. La recogen los ojos en el verano, como la mayor riqueza, semejante a los cuerpos o la luz, no conocen fin ni número. Caminando.
Zoon politikon. Y también comen pan los que se vendieron. Sus cuerpos ignoran el sol que los calcinará, el sol que les dará caza como a pequeños animales demasiado hábiles para una muerte sencilla. Aferrados a las viejas palabras que se resquebrajan como se astillaron ya los mitos que sustentan sus casas. Mientras se quema la grasa del orden viejo. Y no serán perdonados.
Caminando: otros arreos no conoce la razón fuera de sus preguntas y restas, en el cuerpo y en esta tierra, sólo la luz entra por los ojos. Oh suave arena de la razón, pequeño campo de batalla. Aquí daremos gobierno a los vientos oscuros y a los cálidos, aquí nuestras manos harán conocer el castigo o el llamado. Aquí los ojos son nuestra paz, son nuestra guerra: lo que está afuera y lo que está adentro se reúnen en la carne bañada por el verano. Si corren dos mundos sólo en uno viven, en el cuerpo y los cuerpos. Como las aguas de un río que se revuelven dominando las piedras según su peso que no descansa. Alta tierra del verano, profunda es la luz en los ojos.
Zoon politikon. Y la razón no conoce paz, no conoce mentiras. Como nuestros ojos, como la luz dentro de nuestros ojos. Entre los que viven, como la luz vive así, y también el amor vive como un río, y nadie vive fuera de sus aguas.
Zoon politikon. No aumentes la confusión, no inventes nuevos pedazos en el roto tiempo, en el mundo que mana por varias heridas. Astas de la destrucción: fuego y muerte extienden su sombra, aquí hay que salvar la luz penetrando los ojos.
Zoon politikon. Un reino de tierra donde el tiempo que vendrá hará llamear su fuego para purificar nuestras dudas en las calles, venciendo al tiempo de la confusión, al polvo que se levanta bajo el peso de las grandes maquinarias. Un reino de tierra bañado por los ríos que prendieron en el bosque jóvenes muertos a bala. Gente en las calles gritando en nombre del barro que hay que transformar, cada uno según sus manos: son pocos los nombres de la justicia. Aquí estamos, aquí recogemos la tierra.
Las muchachas fijamente miran. Que nunca sean quebradas sus venas, que el corazón no las ahogue; y tú, tiempo, preserva sus ojos, sus señales de viajar donde muerden la aventura de la luz.
Muchachos del dulce verano. Que sus frentes nunca sean pasto de llamas negras, que la codicia o el engaño no les roa la boca: presérvalos charlando sobre la Biblia o el mundo, dales de comer tu fuego cuando preguntan y ríen: que no tengan precio. Oh corazón que eres joven como el sol: no te alejes de sus manos que todo aguardan de un más sencillo modo de mirar.
Zoon politikon. Que ellos defiendan el barro, que ellos no teman a las calles. Tenga salud el amor en sus frentes. A ellos, ahora, caza debemos darles, sus pechos debemos ganar si nos leen, capturándoles el deseo de preguntar: haciéndolos sangrar como el verano en otra calle.
Y una jerarquía para los valores: el nuevo hombre, como un fantasma que bebe de nuestros pulmones. Lo busco en las mañanas, hurgando en mi infancia: los que viajan, los que soportan el auge de las industrias, los contadores públicos y maestros. En las familias: la lucha por la vida y el pálido amor propio. Y el amor propio que alza los ojos del pescador: el sentimiento de estar caminando juntos, riendo, nosotros que perseguimos al sol y este su reino, nosotros que creemos en nuestra falta de sueño y en la risa de las mujeres. Un reino de tierra, aquí, ofreciendo el orden nuevo del amor, el agua que mata toda sed acrecentándola en los remansos que funda, orillas de arena más rica que el oro, como llamas fijas del hogar. Por las más grandes necesidades. Por el hambre y la sed. Por todos los extravíos humanos: la acusación del cuerpo, la medida de la realidad, su gran fantasía.
El tiempo que vendrá: aquí aramos la tierra para sus árboles y muchachos, aquí tocamos nuestra sangre para golpear su corazón. Creo en este hombre que respira mi aire, creo en sus hijos.
Canción: buscan la mar
los ríos, se buscan, blancos,
en un reino azul; buscan
también las aves, cantando,
una estación. Y tú, ¿dónde
buscas calar y nacer?
A mí no te debes, anda
y toma tu vida, y cuéntame
si es razón mi fantasía,
porque mi sueño es tu acción
y sólo lo cierto es hermoso.
JULIO ORTEGA (Casma, Ancash, 1942).
Aunque es más conocida su faceta como ensayista, Ortega también ha publicado
novelas (Adiós Ayacucho, Habanera) y poesía (fue uno de los antologados en Los nuevos junto a Lauer,
Cisneros, Hinostroza, Martos y Henderson). Poemarios:
De este reino (Prólogo de Armando
Zubizarreta. Lima: Ediciones de La Rama Florida, 1964); Tiempo en dos (Lima: Ediciones de la Revista Ciempiés, 1966); Las viñas de Moro (Lima: Editorial
Universitaria, 1968); Rituales (Lima:
Mosca Azul Editores, 1976); Canto del
hablar materno (Caracas: Pequeña Venecia, 1991) y La vida emotiva (Lima: Eds. Los Olivos, 1996).