Al padre le quedaba su única hija, Manuela, a quien llamaba cariñosamente Lita, quien tenía el esplendor y la vitalidad de los dieciséis años. Ella era el comienzo, el desarrollo y el fin de su vida, pues había quedado viudo hace cinco años. Y no quiso volver a juntarse con otra mujer. Con vivir junto a su hija, una morocha de un desarrollo prematuro, causaba miedo a su progenitor, con mezcla de orgullo y admiración. Su amor era genuino pero ese sentimiento estaba acompañado de la posesión, expresada en desasosiego y cólera contenidos, celos por la inocente voluptuosidad de su hija. Su belleza morena no podía pasar desapercibida en ninguna parte y, eso mismo, al padre le preocupaba y, de vez en cuando, lo consumía en insomnios.
Domingo Zalazar, más conocido como Mingo, un hombre pacífico, trabajador, solidario, que realiza tareas en la estancia cercana a su rancho; él había levantado su vivienda dentro del campo, con autorización de su patrón. El estanciero le tenía aprecio por su lealtad y por su dedicación en todo lo que sea su oficio de peón de campo. ‘Vos sos hombre de una sola pieza. Todo lo que se te ordena lo hacés mejor que muchos’; eso estimulaba su obediencia a aquél que le daba un lugar para tener su sustento. Ése es el acuerdo en Corrientes, la obediencia del paisano o el asalariado urbano, a su superior, al poderoso, empresario o caudillo político.
Mingo comienza a tomar conocimiento de una situación extraña. Lita lleva en un plato maíz, tabaco, chipá y miel a cierta distancia de la casa.
−Qué pa es lo que estás haciendo m’hijita?
−Le estoy convidando al Pombero, tata. Así nos trae güena suerte.
−Si lo tenemo de nuestro lao too tranquilo, Lita. Pero chaque que no se enoje. Tratalo bien pero hasta ahí nomá. –El hombre estaba tomando mate mientras hablaba y en eso le dice a su hija con cariñosa malicia−: ¿Quién es ése muchacho que anda por acá y conversa con vo, hija.
−Es del pueblo, tata. Esté tranquilo, e’ mi amigo. Trabaja en el almacén del Turco Azar.
−Cuidate, que che hija. No quiero que te pase nada. Vos co tené que casarte virgen, chamiga, como lo hizo tu santa madre conmigo.
−Querido, tata, cómo vá a pensá mal de mí.
−No, Lita, yo le prometí a tu madre que te cuidaría. Ella me lo rogó antes de irse al cielo. Y un criollo no rompe su promesa.
−Tata, nunca te viá a lastimá.
Pasan semanas, meses. Cada día Lita tiene que hacer su ofrenda al Pombero, tabaco, caña y maíz, todos los días sin excepción, como una prueba de fidelidad cumplida al pie de la letra. En una oportunidad, lo encontró espiándola, al día siguiente de haberle llevado los habituales obsequios, flores de jacarandá y lapacho en devolución de su ofrenda el duende le dijo ‘¡Pucha que sos linda!’. Ella río y pensó ‘Este pa no se estará enamorando de mí. Porque dicen que e’ calentón por demá este bicho de otro mundo’. En el momento se dijo ‘No, la verdá, puedo está tranquila. El cumple con la gente que le hace bien con regalo’.
De vez en cuando −la muchacha, montada el caballo que le regalara su padre− va al almacén del pueblo y compra las provisiones que no puede conseguir y no tiene a mano en los alrededores del rancho. Al hacer las compras se cruza vivamente con la mirada de Julián, el ayudante del almacenero. Ella se demora hasta su salida y ambos se pierden en el galpón del negocio y luego en alguna espesura. En el galpón el encuentro no es tan secreto y se escuchan los gritos de la muchacha atrapada y embriagada por el placer. Entre el yuyal, algún jinete sorprendido observa a mediana distancia cómo se revuelcan de gozo. ‘Es la hija de Mingo Zalazar’, va corriendo suave y corriente con viento a favor esa noticia, con el pendejo que trabaja como ayudante del Turco Azar. ‘Está linda, la guainita’ dice uno de los chismosos del pueblo. ‘No hay muchas hembras así por estos pago’, afirmó otro paisano acicateado por el deseo.
Esas cosas que castigan de improviso: la murmuración llegó a oídos de Mingo por el paisano amigo que los vio a los amantes en el yuyal. De improviso, Mingo sacó a relucir su cuchillo y el otro dijo ‘Epa, compagre, yo sólo quiero ayudarte’. ‘Tenés razón, Gringo’, vos sólo querías ayudarme y volvió a meter el arma blanca en la vaina que la tenía cruzada en la cintura.
Durante una siesta calurosa espera con inquietud la llegada de Julián, pensando ‘Seguro que el Turco no lo dejó salir y lo hizo quedar fuera de horario’ se dijo a sí misma Lita. Un silbido partió el cielo en dos, la muchacha tiene un mareo y cae boca arriba pero consciente. Una sombra cae sobre ella, ve la cara de un monstruo que tira lejos su sombrero de paja y siente que le va rompiendo a pedazos toda la ropa. Siente que le abre las piernas y que un sexo de tamaño desusado la penetra hasta enloquecerla de placer y entonces ella, presa del encantamiento, le suplica que continúe, sintiendo que ese detrás de ese monstruo subyace la belleza, el agua mansa y transparente de la laguna que se vuelve torbellino que asciende por aire, la claridad del sol y el azúcar de las plantas silvestre entran a moverse en una bailanta abarrotada de frenesí. No se sabe cuántas veces gritó pero sus gritos fueron de gozo y entrega total. Su cuerpo le pertenecía a ese extraño monstruo que ahora se convertía en un ángel de cabellos dorados y cara de niño y luego volvía a tener cara de viejo y pelo hirsuto y renegrido, varias veces le pareció que Julián y el monstruo le hacía el amor, la compartían sucesiva y simultáneamente. Hasta quedó en el umbral del sueño y el ensueño, despertando sudada y semidesnuda, dudando de que aquello no fuera realidad, faltando ya poco para el atardecer como un indicio de la urgencia del regreso. Muchas veces la cara de Julián era la del sátiro que la sacaba fuera de sí y otras veces aparecía el sátiro que se transformaba mientras gemía como un canto que la llevaba al límite y a la reanudación de esa contienda de los cuerpos arracimados en una desparramada caligrafía de movimientos. ¿Ella lo soñaba o lo vivía? ¿Ella despertaba a la vigilia o despertaba hacia un sueño? Ella sintió aquello que no se podía transmitir sino sólo para ser vivido como un peligroso y placentero milagro.
Hizo posible por llegar al racho antes que su padre se le adelantara. Se bañó con la palangana en el borde de la laguna y luego cocinó unas mandiocas con carne asada. La expectativa por la llegada de su padre le aguzó los sentidos, cuando él entró la cena ya estaba servida, iluminados por el farol a kerosene.
Mingo estaba serio y silencioso. La muchacha crecía en nervios intuyendo algún enojo de su padre.
−¿Algún problema, tata?
−No hija, sin novedá
−Comé, papi, antes que se enfríe.
El hombre cenó sin decir ninguna palabra y expresaba un sentimiento preocupante a Lita, pero acicateado por las veladuras del silencio. Ella sentía que el problema podría haber surgido por algún lado y que le arrimaran al oído, a su padre, los que pudieran saber algo de lo suyo, por eso prefirió callar. Masticaban en silencio, apenas mirándose entre sí. Fue un silencioso diálogo de sordos adivinos, que se escuchaban sin palabras. Lita se sentía que, con su padre, se interponía una gruesa pared invisible.
Empezó a tener más cuidado. Su padre ordenó que no llevara más ofrendas al personaje mágico de los montes. Le prohibió que fuera a hacer compras al pueblo. Cuando iba al campo, Zalazar llevaba los dos caballos, el negro de pelo lustrado y el de ella, un equino de tonos marrones con manchas blancas. Demás está decir que esto era un castigo más que una precaución; una represalia manifiesta de que el amor de su padre hacia ella se iba convirtiendo en paulatino pero irreversible ira y rechazo.
Pero Julián escapaba hacia el rancho cuando Lita estaba sola y se apareaban entre sí, amorosamente. Cuando aquél no se hacía presente, Lita escuchaba el silbido y el canto melódico de su amante sobrenatural e iba a entregar su cuerpo y su admiración por el goce ilimitado del cual era objeto por ese semental de leyenda, que seguía siendo más real de lo que ella imaginaba.
Zalazar iba cambiando cada vez más, pues su hija lo empezaba a temer y el temor se fue convirtiendo en un pánico tensionante que la inhibía hasta la mudez. Vivía como encajonada, escondiendo sus tristezas y sus alegrías. Julián, amor y pasión; el duende, el despertador sin límites de su sexualidad, que se transformaba en Deseo y en búsqueda urgente de satisfacción.
Pasa algo raro aquí, se decía Mingo, pues su preocupación se convertía en ansiedad y angustia, que se acrecentaban. La rareza de su hija, el llanto que escuchó algunas veces, su forma de evitarlo, como avergonzada, esquivándolo con temerosa prudencia. Ese gesto le despertó una curiosidad y un peso intolerables en las espaldas que lo llevaba a su trabajo y lo tenía encima cuando llegaba y permanecía en bajo su propio techo. Hasta el patrón le dijo que andaba como ido, que no estaba haciendo bien las cosas.
Un día se acerca a la laguna. Lita está lavando la ropa, alguien nota que tiene torpes movimientos, se la ve cansada y triste. Es el ojo de su padre, con una luz de alerta. La levanta bruscamente y ve el vientre dilatado que delata su embarazo. El padre la sacude con violencia mientras ella solloza.
−Fue el Pombero, papito. Me perseguía, me enloquecía por demá. Te pido perdón y no tengo motivo para se perdonada –suplicó la muchacha, mientras recibía fuertes bofetadas de su padre.
Mingo Zalazar, un rayo vivo de furia, abandonaba su casa desplazándose, montado en su caballo, a rebencazos en el paisaje a cielo abierto, en el que estalló un sapucái de guerra y venganza.
Un hombre al acecho, detrás del tronco de un árbol frondoso, armado con un machete bien afilado, a la espera de una silueta que en seguida reconoce. El amigo íntimo de su hija se está acercando.
No lejos de allí, la muchacha embarazada teme por lo que pueda hacer su padre y su miedo a perder ese hijo que anhela, como fruto de su amor. Vencida, se acuesta boca arriba en el catre, une sus manos y comienza a rezar invocando a la Virgen de Itatí, al tiempo que sus lágrimas se secan pero luego sus ojos negros se humedecen, con el rocío de una tristeza que brota en lágrimas, desconsolada al llanto, entregada probablemente a lo inexorable.
−¡Julián, parate dónde estás, hijo de puta! –gritó Mingo mientras la interrumpía el paso.
Julián enmudeció al tener al padre de Lita con el machete tomado del mango con las dos manos, y se deshizo en disculpas, en justificaciones, en ruegos.
En un lugar familiar, Lita llora desconsoladamente como leyendo en su pensamiento el recorrido de su padre y se aprieta con cariño la panza defendiendo algo que es vida más que pecado.
El silencio y los ruegos no pudieron impedir la huracanada fuerza del arma blanca que descabezó al joven que tomó conciencia que se le iba la vida, cuando ya su conciencia no era más que un una instantánea pesadilla. Tomó la cabeza todavía palpitante y lo metió en una bolsa de arpillera. Montó con rapidez y entró a galopar con furia hasta la profundidad del bosque. Se adentró a fuerza de un soplo vital enardecido, abriendo picadas a filo de machete. Cuando estuvo, en plena siesta al lado de la laguna, camuflado por la floresta, bajó de su montura escuchando un silbido y un canto familiar.
Estaba otra vez agazapado, entre plantas multicolores en que se filtraban apenas las luces del día por la cerrada fronda del paisaje. Entonces lo vio, el enano cabezón de sombrero de paja estaba orinando contra un árbol. La cólera −sin ningún freno− le proporcionó potencia y rapidez. Dos golpes de gracia, uno para despenar al que sería el padre de su hija, otro para hacerle volar la cabeza, no sin antes tener que hacer el aguante del grito del duende libidinoso, que intuyó a medias el relámpago de la muerte.
La hija de Mingo, en la soledad de su rancho, sumida en una infinita tristeza se acaricia el vientre combado a modo de consuelo, intuyendo una desgracia.
Metió dentro en la bolsa el pene y la cabeza como trofeo tras haber hecho justicia. Y galopó una dos horas y media para llegar al pueblo. Baja de su cabalgadura, la ata a un poste y saca las cabezas y camina por todas las calles del pueblo exhibiéndolas, sonriendo, en un estado de euforia. Arroja no dos sino tres las cabezas, dos de hombre y una de una mujer. Se desploma como si estuviera exhausto por la insolación el desgaste de la violencia, rodeado de su cruel botín en la calle de tierra, que le sacaba el hueso que tenía atravesado en la garganta. Antes de perder el conocimiento, percibió que un hueso más grande le crecía en el mismo lugar y le hacía un nudo imposible de desatar que le dilataba el cuello.
Abrió los ojos y se le dilataron las pupilas, sendas linternas le latigaban los ojos. Se apagan las linternas, él parpadea, reconoce al tipo que está sentado frente a él, calvo, cincuentón, de cabeza triangular y rasgos duros y con un espeso bigote.
−¿Qué te pasó, Mingo? Vos fuiste siempre tranquilo y según tu patrón y el Turco eras un tipo laburante que no molestaba a nadie.
−Casi no recuerdo naa, comisario.
−No te veo para nada bien, chamigo. Te tengo que contar la justa. Decapitaste a Julián, al pendejo que trabajaba con el Turco Azar; hiciste lo mismo con tu compañero de trabajo, el Gringo. –Al comisario, viejo lobo de mar, le empezó a doler lo que empezaría a decirle−: Mingo, también a tu propia hija. A tu propia hija –enfatizó, esperando una respuesta imposible−: Hay muchas evidencias para probar que te convertiste en un asesino –aseveró.
El indagado se cubrió el rostro con las manos y echo a llorar ruidosamente, comenzó a temblar, le llegaron convulsiones ante los ojos atónitos de quienes lo observaban; arrojó la silla lejos y empezó a revolcarse en el piso de ladrillo totalmente fuera de sí.
Una vez que lo redujeran a golpes y lo maniataran, el comisario preguntó:
−¡Qué puta es lo que te pasa, hombre?
−Tengo metido co al monstruo dentro de mi cuerpo –gritaba sin parar−. Me está comienzo la cabeza, me está comiendo por toda parte, me está matando… Dios manté me va a ayudar. ¡Sáquenme de adentro este bicho, por favor!
Una y otra vez, desde el calabozo de la comisaria y hacia todo el pueblo, se escuchaba un sapucái de llanto y tragedia. Esa letanía de Mingo Zalazar duró una noche entera, que parecía una eternidad.