Algunos suelen decir que la poesía peruana es la más importante de la lengua hispanoamericana. No voy a sumarme a ese coro chauvinista, pero sí reconocer que ocupa un lugar de privilegio. Su variedad es su mejor cualidad, aunque no ha sido fácil lograrlo en un escenario dominado por todas las adversidades imaginables.
Hagamos un crucigrama de fechas. Que la poesía peruana de este siglo nació más o menos puntualmente, en 1901, con el breve “Minúsculas”, de Manuel González Prada, es solo una convencionalidad académica. Podría empezar en realidad con el mismo autor, pero en 1935, cuando Luis Alberto Sánchez, exiliado en Chile, edita “Baladas peruanas”, escrito por su maestro antes de la guerra del Pacífico (1879-1883) y que se negó a publicar en vida. Luego podemos retroceder a 1906, cuando José Santos Chocano da a conocer “Alma América”.
Si el flashback funcionara en la historia, lo mismo que en las novelas, esta debió ser la inauguración lógica de la modernidad poética en el Perú. Es que “Alma América” y “Baladas peruanas” están vinculadas por el mismo signo que las diferencia: la construcción de un imaginario, de una identidad del colectivo Perú. El de Chocano tiene el rostro de un mestizaje de parada militar y el de González Prada de la peripecia que ha sido el tema dominante del siglo XX. Basta detenernos en algunos de sus personajes: Chocano: un indio emperador, conquistadores epopéyicos, momias de reyes, cóndores que dominan de un aletazo el horizonte ya poblado de trenes; GP: un nativo amazónico y una mujer andina huyendo de los blancos mientras los descendientes de los tiahuanaco, a quienes califica de “raza de gigantes”, se han transformado, por la ponzoña de un enano (el conquistador), en indolentes indiodolentes.
Antes que Brecht, GP sabía que la historia la construyen los pueblos, pero la escribe el poder. Incomprensiblemente, sin embargo, despojó a su libro del privilegio de haber sido el alegato formidable con que los disidentes hubieran deseado abrir las puertas del siglo XX, aportándonos con este error el mensaje de que aquí ni siquiera los libros se publican a su debido tiempo.
Seamos justos con él: sobre esa delicadeza de violines que derraman sus libros publicados, en 1911 Eguren introducirá sus pesadillas personales. “Minúsculas” y “Exóticas”, títulos de GP, hubieran sido ideales para la obra del barranquino (recuérdese su cámara fotográfica, sus acuarelas en granos de arroz), pero no por su discreción, sino por el reduccionismo de su estilo que colisiona con el grandílocuo Chocano.
Quizá ha sido el puneño Emilio Armaza el que mejor ha reparado en la perturbación anímica, los sobresaltos y la fractura de la racionalidad que producen los escenarios y personajes de Eguren. Una cierta locura germana, más amable, pero locura al fin, se instala como disidencia de la oratoria poética.
¿Qué terrores albergaban esas primeras décadas del siglo para que un alma bondadosa, como la de Eguren, que en nada disentía con la aristocracia republicana, diese cuerda a sus fantasmas, más que a su fantasía? Alberto Flores Galindo, ese escrutador de lo no escrito, afirmaba que en esos años el terror de los blancos era que un día los indios se sublevaran. El inconsciente colectivo peruano: a medias entre la esquizofrenia, el juego y la paranoia, frontera indefinida donde la imaginería feudal emerge de la niebla resistiéndose a los desafíos industriales, urbanos, capitalistas del siglo. Porque Eguren, nuestro primer gran poeta, no pudo salir de ese mundo privativo, tan privativo que uno de sus pares de clase, Ventura García Calderón, encargado por el dictador Benavides, el año 38, de dirigir la ambiciosa “Biblioteca de Cultura Peruana”, publicada en París, no lo incluyó en la primera antología completa. Tampoco, por supuesto, a Oquendo de Amat (que ya había muerto en España, luego de las torturas que le infligiera la policía de Benavides en una cárcel de Arequipa) y Vallejo, que estaba por morir.
Hasta esa primera década nada avizora la rebelión, sino la alabanza o el tono menor. Pero de algún modo ya se había puesto una pica en Flandes: la poesía peruana, que Riva Agüero lamentaba por su mimetismo con la española (1905), se va alejando de la mala junta. Se lo debemos a GP; por eso, si no hubiera escrito “Baladas peruanas”, su voluntad de traerse abajo la aduana española bastaría para ubicarlo como el fundador de los modos y las escrituras poéticas del siglo XX. Eguren y luego Vallejo nacen, uno de su poesía, y el otro de su radicalismo.
Cuando surge Valdelomar con sus aires de dandy iqueño, más en el estilo de Wilde que de Baudelaire, debe agregarse al cosmopolitismo de GP y Eguren, otro universo que abrirá posteriormente un cauce de sonoridad variada: el tema de la provincia, pero en su caso no necesariamente conflictivo, de siervo, sino de señor rural. Valdelomar no dejó libro de poesía, otra ausencia lamentable, pero alentó con sus poquísimos y notables poemas la primera producción de Vallejo, “Heraldos negros” (1918).
¿Qué decir de “Heraldos negros” que ya no se haya dicho? Una sola cosa: supongamos que Vallejo no hubiera escrito más que este libro, su nombre seguiría siendo inmenso. El le da, como dijo alguna vez Arguedas, carta de ciudadanía internacional al mundo andino, con atrevimientos agregados que jamás se hubieran permitido ni GP ni Eguren: incorpora el vedado lenguaje popular, hasta hoy bocado de crítico, funda un erotismo deshinbido y rebaja el paradigma de lo estético al nivel de una tabla de planchar. Eso era demasiado: Eguren, como hoy el buen Marco Aurelio Denegri, creía que había palabras no poéticas y jamás aceptó “poto de chicha”. Y ya sabemos la historia de Clemente Palma: su nombre ha cruzado el siglo más por lo que dijo contra Vallejo que por su breves (y decorosos) cuentos.
Entre el primer libro de Eguren y el de Vallejo surgen otros nombres: el arequipeño Percy Gibson y el huancaíno (por accidente) Parra del Riego. Con ellos definitivamente el dique se rompe: sus polirritmos (el polirritmo, por cierto, es otro logro de GP) nos acercan a la marea vanguardista que ya ha llegado a costas americanas. El fútbol, el box, las carreras hípicas (es decir los nuevos símbolos de las concentraciones urbanas) ingresan ruidosamente en los poemas de pesada solemnidad. De ahí al relajo no hay más que un paso. Como en Europa, nuestros vanguardistas sellarán el destino de toda la poesía del siglo XX.
Dato curioso: también como en Europa, las vanguardias estallan cuando las circunstancias sociopolíticas las propician: entre “Pan Grande” (apelativo de Guillermo Billinghurst), curioso aristócrata con devaneos anarquistas, que llega a presidente y es derrocado por su clase dos años después (1912-14), y Leguía, el dictador ilustrado de su segundo periodo (1919-30), pasan bajo el puente todas las libertades que podía permitirse una poesía incipiente, de escasa tradición y autonomía. En cambio, cuando las compuertas se cierran a bala y lodo (1930-56), la poesía vuelve al tono menor y formal. Ocurrirá lo mismo en los 70 con el velasquismo, cuando las oportunidades creativas se abren gracias a las reformas que liquidan de manera definitiva a la república aristocrática, como veremos más adelante.
En los 20 las provincias se sublevan, surgen grupos en Trujillo, Puno, Arequipa y Huancayo y los nombres se multiplican: los tres Alberto (Hidalgo, Guillén y Ureta), los hermanos Peralta, Alejandro y Arturo (Gamaliel Churata), los hermanos Bolaño (Serafín Delmar y Julián Petrovik), que eran de Tayacaja, en fin una familia extensa y desconocida entra a la fiesta de la palabra sin invitación ni traje.
Era lógico (aunque nada es lógico en poesía) que de esa multitud chonguera quedasen algunos nombres imborrables: Westphalen y Moro (léase también como una unidad), Oquendo de Amat, Martín Adán, Alejandro Peralta y Gamaliel Churata acompañarán desde entonces al selecto grupo de Eguren y Vallejo. Podría agregarse a Magda Portal para ponernos a tono con el discurso de género. Una antología reducida solo a estos nombres bastaría para revelar las enormes transformaciones que sufre la poesía peruana en apenas 30 años y para fundar una tradición. En adelante, todo lo que se haga, o no se haga, se hará en función de ellos. Eso es lo que se llama una tradición.
La profecía de Mariátegui se llega a cumplir: para que una poética sea nacional (a estas alturas tal obsesión ya no es importante) era necesario primero pasar por la falsa puerta del colonialismo y luego del cosmopolitismo. No había otra. Al fin y al cabo, la poesía peruana siempre se atraca en la pregunta hamletiana: el ser o no ser comienza por el legítimo alegato de quienes nos atribuyen una viejísima edad, con su poesía incluida, pero la historia escrita nos da otro inicio más reciente, como agrega, también legítimamente, su contraparte. Además desde Huamán Poma y Garcilaso escribimos en el idioma de nuestro segundo bautizo y por mucho que alcancemos la utopía de una escritura plural, al menos en las dos lenguas más numerosas después del español (quechua y aymara, como ha ocurrido), eso no modificará las reglas.
Más que ser o no ser, somos y no somos. Somos plurales, híbridos, diferentes, otros; no somos occidentales ni andinos en su versión original. Ser habitantes de la indefinición tiene sus beneficios, el más evidente y saludable: la poesía peruana goza de prestigio internacional merecido básicamente por su pluralidad.
Permitámonos aquí la herejía jurásica del genealogismo, tan menospreciada por los críticos académicos de hoy. El vanguardismo se acalla en los 30 pero no impide que los poetas correctos que aparecen después se sirvan todavía del banquete. Aunque los grandes ejes dicotómicos siguen siendo cosmopolitismo/nativismo, urbano/rural, mitológico/histórico, las variables escriturales pasan de un lado a otro. Westphalen y Moro eran surrealistas, como en gran parte lo era el grupo Orkopata, pero lo que más los diferencia es su fijación frente al uso de la palabra que arrastra una concepción ideológica (por procedencia, formación cultural, adhesión de clase). De los primeros surgen los llamados poetas puros de los 40-50 (Eielson, Sologuren, Varela); de los segundos, pero sobre todo de Vallejo, que en sus insuperables “Trilce”, “España, aparta de mí este cáliz” y “Poemas humanos” contiene todos los ismos, Mario Florián y el cholo Nieto, Efraín Miranda y los llamados poetas sociales (Romualdo, Rose, Valcárcel). Vallejo es también el referente de los puros, Belli y Eielson, por ejemplo.
Releyendo a los poetas del 50 uno descubre un hecho curioso: el tono menor y comedido de los puros (exceptuando a Eielson y Belli, quienes podrían ocupar un lugar entre los fundadores), es una escritura transicional que no servirá a los que vengan después. De hecho, y sorprendentemente, ocurre al revés. Serán los más jóvenes, ya en los 60 y 70, los que renueven al 50. Sologuren pasará a interesarse en la cultura peruana sólo después de los “Comentarios reales” de Antonio Cisneros y Wáshington Delgado incorpora al silencio de sus parques la avenida Abancay, mientras que Pablo Guevara publica su célebre “Hotel del Cusco” tres años después que Hora Zero ha hecho un proceso judicial a toda la poesía peruana. Mucho más adelante, Blanca Varela dotará a su poesía de un tono directo, personal, en el discurso de género y de cuerpo que ponen en escena María Emilia Cornejo y Carmen Ollé.
El 50 tarda en ponerse al día por la situación mundial de la guerra y local del cuarto de siglo más negro del siglo que les toca vivir entre Sánchez Cerro y Odría, época en que la nurocracia fascista nacional elaboró un index de libros prohibidos, entre ellos los de Vallejo y otros autores de la izquierda internacional que se estaba renovando después de la II Guerra Mundial. También, tal vez, por no renovar sus fuentes formativas: la poesía española, en buena cuenta, es la hermana menor de las vanguardias (con todo lo que supongan Aleixandre, Guillén y Salinas) y la francesa había cedido su protagonismo a lo que Paz llama la vanguardia del modernismo anglonorteamericano (Pound, Eliot, Williams).
Volvamos al crucigrama de fechas. El 60 no nace en los 60 sino en el 67, con la publicación de “Los nuevos”, la antología de Leonidas Cevallos. Más que una generación, en su caso hay un deseo generacional interrumpido por la muerte trágica de Javier Heraud (nuestro otro Oquendo de Amat). Será por eso que tras de ellos no hay, como ha advertido Ricardo González Vigil, un movimiento intelectual que los respalde (pintores, dramaturgos, narradores, científico-sociales), aunque poéticamente a veces deja la sensación de una vasta sociedad secreta, porque en Los Nuevos no están, por ejemplo, Luis Hernández, Juan Ojeda, Juan Cristóbal, Hildebrando Pérez, ni siquiera Calvo y Corcuera.
Esos años son claves porque con Cisneros, Hinostroza y Martos, se cuela también Manuel Morales, algunos de cuyos poemas, como “Al amigo que toca tambor”, “Requiem por Jack Quintanilla” y “Al napolitano que chupó conmigo”, publicados luego en su único “Poemas de entrecasa” (1969), aparecidos en 1968 en la legendaria revista Harawi, marcan de manera imborrable el tono que asumirá la poesía joven. Entre el 67 y el 70 aparecen “Estación reunida”, la revista sanmarquina con poemas de escándalo de José Rosas Ribeyro, que Mirko Lauer condena en el estilo de Eguren y Palma a Vallejo, y las revistas de la Villarreal “Gleba”, de Ricardo Falla, y “Hora Zero”.
Hora Zero se legitima como la vanguardia porque hay un marco sociopolítico que lo propicia. El velasquismo no sólo descostra a la vieja oligarquía agraria, también crea vacíos de control en el campo estético, ocasionando una crisis resuelta a medias a fin de siglo, no obstante una guerra que costó 70 mil vidas y el gobierno dictatorial más corrupto de nuestra historia.
Esta crisis tiene un componente social muy visible: la urbanización del país. Caótica o no, la migración produce una poética que borra definitivamente las fronteras de lo reconocible hasta los 60. Hora Zero (Pimentel, Ramírez Ruiz, Nájar, Ollé, Cerna, la lista es larga y abarca varios países) se encuentra en la calle con el fenómeno y se instala en él. Y como toda vanguardia que se respeta propone una poética, el “Poema Integral”, en el que formalmente cabe de todo, como en una caja de sastre: la prosa, el verso, el ensayo, el lenguaje de las mass-media. Pero "Integral" tenía un antecedente en la discusión programática del Perú de los años 20. Se hablaba entonces de un "Perú integral", conjunción salomónica del todo que debía reconocerse proporcionalmente en sus partes contrariadas.
Junto a HZ, para confirmar que la del 70 sí es una generación, surgen también numerosos nombres, la mayoría de ellos de provincia, como en los 20. A riesgo de quedar mal con muchos de ellos, solo destacaré el de José Watanabe, de Laredo, gran recreador de los temas de provincia, Aramayo y Ayala, de Puno, Cárdich, de Huánuco, Molina, de Ayacucho, Matayoshi y Ocampo, de Huancayo, Garrido, de Cerro de Pasco, Alvarez y Oré, de Ancash, Toro Montalvo, de Chiclayo, Cesáreo Martínez, de Arequipa, Burgos, de Pacasmayo, Cerna, de Chachapoyas, y los limeños José Rosas Ribeyro, Verástegui, Sánchez León, López Degregori, La Hoz, González Vigil, Sánchez Hernani, etc. El 70, por donde se lo mire, siempre tendrá una calidad voluminosa (solo en HZ hay más de 60 nombres), incluso superior a la vanguardia. Su otro gran aporte será la poesía escrita por mujeres, quienes publican en mancha, aunque algunas tardíamente: Rosina Valcárcel, Sonia Luz Carrillo, Otilia Navarrete, Ana María García, Carolina Ocampo, Marita Troiano, Patricia Alba, Tatiana Berger, Mariella Dreyfus hasta Roxana Crisólogo.
La nueva poesía peruana adquiere un rostro tan complejo e indefinible que llevará a autores de solvente formación, como Antonio Cornejo Polar y Wáshington Delgado, también a Oquendo y Lauer, a renunciar a su categorización.
Entre los 80 y este fin de siglo los jóvenes reemplazarán la tradición de la vanguardia por esta otra más reciente, que va de Eielson y Varela (50), pasa por Hinostroza y Hernández, tal vez también por Ojeda (60) y concluye, incluso negándolo, en HZ, o complementándolo con los aportes de Verástegui, Watanabe y Sánchez León (70).
La hibridez alcanza versiones curiosas, como José Carlos Yrigoyen, en cuyo “Libro de las señales” pueden reconocerse dicciones de Eielson, Hinostroza y HZ, o de Domingo de Ramos, quien al igual que Crisólogo y Miguel Ildefonso es un valioso referente del nuevo sector social ilustrado, el de los migrantes (en la tradición poética que funda Arguedas con su extraordinario “Katatay”, a comienzos de los 60) y que como parte del grupo Kloaka radicaliza (lumpeniza sería más correcto decir) el tono de HZ. Ese será también el tono de los grupos Neón y Noble Katerva. Otros jóvenes, en cambio, han preferido recrear la olvidada herencia barroca, no siguiendo a Martín Adán o a Lezama Lima, sino al rioplatense Néstor Perlongher y al cubano norteamericano José Kozer. Los caminos y discursos son felizmente numerosos y multicéntricos y van desde la ecopoesía y la perfopoesía hasta el neofeminismo y la poética con estructura de historieta o de videogames. La hegemonía del canon ha desaparecido porque los poetas, provincianos y limeños, se autoimponen sus propios códigos de lecturas y comentarios críticos gracias a medios más consistentes y nutridos en las redes sociales de internet. De esta pluralidad, aún no inventariada, quiero destacar a Jerónimo Pimentel. Su más reciente libro, “La muerte de un burgués” (2010), tiene una agudísima mirada de la calle, aprendizaje de los 70, pero en su caso no sólo desarrolla una narratividad con mucha solvencia formal, sino sobre todo con una inteligencia para revelarnos brillos, detalles, guiños, muecas, símbolos, recurrencias históricas escondidas en la opacidad urbana, convenientemente camuflada por la niebla limeña.
Para terminar solo agregaré que hemos atravesado el siglo XXI con un cuerpo poético constituido sólidamente. Y en esa tarea -citaré por milésima vez a Eliot quien expresaba que una tradición está constituida por sus picos altos y bajos- no se puede prescindir de ningún nombre.