sus cabezas yacen vendadas sobre estas playas
1.
te he llamado tantas veces -cabeza- trepando por
los ríos para saber de mí. Cabeza doblada como un
plano detrás de las palabras. Respirando sin voz.
Logrando un golpe. Cabeza temblando sobre valles
y entre ramas ocultas de alhelíes. Rodando hacia la
niebla en cripta. Bolsa de boxeo. Cabeza detrás de
mi mirada como una cabra. Huyendo para saber de
ti. Durmiendo para saber de ti. Buscando sobre las
estrellas tu mano flotando como un caucho de pronto
enrojecido. El caucho que nos vuelve óxido e invernadero.
En fin: cabeza que no duerme en su cabeza
para sentirse viva.
2.
tantas veces -cabeza- te encontré buscando en
las estrellas tus dominios. En los cajones de arena.
En las semanas que se estrechan sobre los caballos.
Pero aún tú y yo no conocemos nada de este mundo:
esa pata vegetal que desespera en ríos más largos
que nuestro cuerpo. Ni nosotros nos conocemos.
Compañeros de túnel. No hemos oído el propio llanto,
visto el propio llanto, o llorado como los mastodontes
que vuelven sobre otras tierras y tocan
con sus hocicos los marfiles muertos. Debajo de mi
edad, sólo hay metal en llamas desplomando una
selva virgen. Encima, por supuesto, un cielo cromado
donde te arrojo —cabeza— para saber de mí. Para
encontrarme un nombre.
(...)
•
la primera palabra: una explosión. Surmenage puro.
Angustia donde sólo puedes ser tú emigrando
hacia glaciares detenidos. Las cosas empiezan a ordenarse
—arbitrariamente en torno a tus oídos interrumpidos
por la madera que cae entre la repetición
del punto y la saliva. Recuerdas las ventajas de
su destierro. Una piedra rodante esta palabra. La
fosa donde corres el riesgo de desvanecerte. Rodin
mira en su piedra a un hombre sentado. El sol no
anula su distancia: sucede en círculos. Rodin talla
la piedra. Hemos perdido el instante, pero qué amarillo
este tartamudeo con el que la naturaleza inicia
su corrosión. La primera palabra es siempre la más
dura. Las muelas se acomodan. Alistan su serrucho
contra el viento. Los códigos agitan sus plumas detrás
del eucalipto. Estás consciente de que todo lo
que nombres perecerá. Que serás culpable por desvanecer
tu mundo. La mirada ya no quiere eludir la
firmeza de la brisa que hace morder el polvo a las tachuelas
del Tiempo. Tú escribes —a pesar de que
hasta lo que parecía ser tu nombre empieza a convulsionarse,
empieza a despedazarse en esta casa
que es solamente eslabón de espejos. Sales a la calle.
Hundes estos salmos en tus zapatos de mimbre
bajo un sol de bijol que no habías visto nunca. El ojo
inicia su fraude para perfumar los días que llegarán
con fuerza.
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