jueves, 5 de junio de 2014

La memoria y sus moradas. Homenaje a Octavio Paz [Testimonio de Roger Santiváñez]

La primera vez que supe sobre Octavio Paz fue a través del nombre de la columna dominical Las peras del olmo que el crítico José Miguel Oviedo tenía en el diario El Comercio de Lima. Esto ha sido circa 1972 cuando yo estaba en el último año de la secundaria en mi natal Piura. Poco después llegó a mis manos la famosa antología de la poesía hispanoamericana contemporánea de José Olivio Jiménez, en la que descubrí la poesía del gran mexicano. En efecto, quedé deslumbrado por la magia verbal y la profundidad humana de Piedra de sol, varias de cuyas estancias aparecían en dicho libro. Hasta hoy recuerdo que subrayé estos versos: “los dos se desnudaron y se amaron / por defender nuestra porción eterna, / nuestra ración de tiempo y paraíso”. Y estos otros: “no hay ni tú ni yo, mañana, ayer ni nombres, / verdad de dos en sólo un cuerpo y alma, /oh ser total”.

       A partir de entonces me di a la búsqueda de cuanto material o texto de Paz pudiera conseguir. Se convirtió en una especie de guía spiritual para mí. En un ejemplar de la revista Textual que por esa época publicaba el Instituto Nacional de Cultura del Perú, encontré una foto del poeta y la puse en la cabecera de mi solitario cuarto de poeta adolescente. Esos fueron –como se dice– años maravillosos. Paz era citado –en mi país– frecuentemente por lo mejor de su intelligentsia, ya fuera Julio Ortega –brillante poeta y crítico–, Enrique Verástegui –notable joven poeta– o Rodolfo Hinostroza, quien acababa de ganar –con su libro Contra Natura– el premio internacional de poesía Maldoror convocado por Barral Editores de Barcelona, con un jurado presidido justamente por Octavio Paz.

       Los más jovencitos poetas de aquellos días –entre ellos mi amigo Armando Arteaga– eran devotos del autor de Salamandra y con ellos aprendí a amarlo cuando llegué a Lima en el ardiente verano de 1974. Recuerdo que en la casa de Luis La Hoz –adonde llegué guiado por Arteaga– leíamos en grupo Renga el famoso libro colectivo de Paz. Igualmente Juan Carlos Lázaro –no sé cómo– se consiguió unos poemas del gran Octavio cuando era adolescente y los publicó en la carátula de su revista Cronopio 1, en julio de 1974. Armando Arteaga citaba todo el tiempo Los signos en rotación y yo recién pude encontrar esta recopilación de artículos pacianos en 1976 y fue mi biblia durante –por lo menos– tres inolvidables años. Pero antes –en 1975– había hallado en la librería ‘Época’ de Lima Las peras del olmo, donde ahondé mi conocimiento de la poesía mexicana iniciado con la lectura de algunos de los “Contemporáneos” que figuran en el libro de Olivio Jiménez. Y –of course– proseguida en Poesía en movimiento. México, 1915-1966 debida a Paz, Alí Chumacero, Homero Aridjis y José Emilio Pacheco, insuperada muestra del proceso de la poesía mexicana durante gran parte del siglo XX.

       Cuando ingresé a la Universidad de San Marcos en 1975 me tocó el increíble azar de ser estudiante de Antonio Cisneros, catedrático de poesía hispanoamericana. El gran Toño –como a él le gustaba que lo llamáramos– dedicó una clase completa al estudio y análisis de Piedra de sol de Octavio Paz, sobre el cual trazó un diagrama concéntrico en la pizarra del Repertorio Bibliográfico, escenario de aquellas horas irrepetibles. Hacia 1977-78 se generó una fértil amistad poética entre los jóvenes poetas de San Marcos y de la Universidad Católica, dando origen al grupo-revista La Sagrada Familia. Para el segundo número de nuestro vocero –cuando ya nos habíamos declarado marxistas– escogimos un verso de Octavio Paz como emblema: ‘Algo se prepara’ aludiendo a la inminencia de la Revolución para los pueblos de América Latina.

       Por los días del Movimiento Kloaka (1982-1984) colectivo de neo-vanguardia que contribuí a fundar junto a Mariela Dreyfus, me hice de un libro paciano que me acompañaba por bares, playas y parques donde realizábamos los aquelarres kloakistas. Se trataba de La centena (Poemas: 1935-1968), editado por Barral en 1972. Una preciosa antología –preparada por el propio Paz– donde descubrí textos tan intensos e importantes como Noche en claro notable re-creación de una reunión nocturna de nuestro poeta con André Bretón y Benjamín Peret en París. Es un poema que principia con un tono conversacional: “A las diez de la noche en el Café de Inglaterra / Salvo nosotros tres / No había nadie / Se oía afuera el paso húmedo del otoño” y que prosigue: “Una prostituta bella como una papisa / Cruzó la calle y desapareció en un muro verdusco” para desarrollar luego una reflexión metafísica: “Nadie tenía sangre nadie tenía nombre / No teníamos cuerpo ni espíritu / No teníamos cara / El tiempo daba vueltas y vueltas y no pasaba / No pasaba nada sino el tiempo que pasa y regresa y no pasa”. Y también otros como Viento entero que hasta hoy mismo no deja de estremecerme cuando lo leo en voz alta: “El presente es perpetuo / Los montes son de hueso y son de nieve”. ¡Qué tal música! Me digo para mis adentros. Y luego: “El presente es perpetuo / 21 de junio / Hoy comienza el verano / Dos o tres pájaros / Inventan un jardín / Tú lees y comes un durazno / Sobre la colcha roja / Desnuda / Como el vino en el cántaro de vidrio”. Maestría del ritmo y de la elipsis.

       Un libro de Paz que no puedo dejar de mencionar es Versiones y diversiones que –extrañamente–  llegó al páramo cultural que era mi ciudad natal Piura en la desértica costa norte del Perú. Dulce verano juvenil de 1974. Allí descubrí a Pessoa, Hart Crane, William Carlos Williams, leí por vez primera un Canto de Pound, el extra-ordinario soneto de Nerval El desdichado y poesía nórdica, china y japonesa. Un absoluto deleite. También quisiera recordar que –por 1975– todos los meses entraba a ‘Época’ sita junto al Wony –el café bar de los poetas en la Lima de los 70s– para comprar Plural –sin duda la mejor revista cultural del mundo hispánico cuando la dirigía su fundador: Octavio Paz. Después Vuelta llegaba intermitentemente.

       En 2001 me trasladé a los Estados Unidos. Luego de un tiempo hube de releer El arco y la lira y Los hijos del limo para los exámenes del doctorado, libros que configuraron nuevas revelaciones para mí. Y en uno de mis cumpleaños aquí mi esposa Kathy tuvo la feliz idea de sorprenderme con el obsequio de A draft of shadows con versiones into English de Elizabeth Bishop y Mark Strand editado por New Directions, el famoso sello de la mejor poesía gringa. Pero me gustaría cerrar este testimonio de mi amor y adhesión por la poesía paciana con una historia reciente: Un día chateando en Facebook con mi amigo el poeta mexicano Víctor Toledo, no sé cómo llegamos a hablar de Paz. Y él me cita Árbol adentro. Yo le respondo: “Ese libro de Octavio no lo he leído”. “Ah, tienes que leerlo”, me replica Víctor. Al día siguiente lo encontré en la biblioteca de Temple University y me entregué durante dos días a paladearlo. Recordé que cuando aquel libro llegó a Lima, lo vi en librerías; pero mi vida era demasiado salvaje en esa temporada en el infierno. Así que no pude leerlo hasta la primavera pasada en Temple. Y fue una suerte de re-encuentro con la grandeza del genio mexicano: En un cuaderno moleskine que tengo, leo lo que apunté: “Y fui por un instante diáfano / viento que se detiene / gira sobre sí mismo y se disipa”. Para qué más.


[Roger Santiváñez, 24 de abril de 20014. A 100 años del Nacimiento. New Jersey South]

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