jueves, 2 de agosto de 2007

Dialéctica del realismo psíquico por Gamaliel Churata

Gamaliel Churata y Aida Castro. Fotografía publicada en la revista Apumarka (cortesía de Pedro Pineda Aragón)

Ponemos a disposición la segunda conferencia dada por Churata en febrero de 1965, casi desconocida, con el título "Dialéctica del realismo psíquico". Hallada por Ricardo Badini entre los inéditos. Fue publicada recientemente con comentarios de José Luis Ayala y el mismo Badini.

Dos cuestiones previas. Mis buenos camaradas de Orko-pata me manifestaron ayer, después de mi primera conferencia, que a ellos más les habría complacido oírme discurrir sobre el tema de la Dialéctica del realismo psíquico, Alfabeto del incognoscible, que dar lectura de las treinta páginas de ella. Ciertamente, eso habría sido inclusive más placentero. Pero yo soy devoto contrito de toda norma disciplinaria. Y los Chaskis tienen establecido que toda conferencia en su seno debe ser previamente conocida por sus miembros directivos; sin que esto importe limitar la libertad de expresión del conferenciante. Esa es la razón por la que en esta misma operación de exégesis, yo me someto con agrado a la norma. Y otra, la más importante. Una dama hermosa y gentil se me allegó ayer y me dijo que, lamentablemente, ella no estuvo a la altura de los temas tratados, y que de la conferencia había entendido poco. Es necesario que yo exprese con todo afincamiento que reconozco tales temas abstrusos, y que darles expresión asequible al demos mayoritario, no es tarea propia y menos factible. Pero, es que aquí estamos frente a otra cuestión grave en suma medida. Los hechos -y yo pretendo discurrir con ellos y en su materia- no son discutibles: tienen que poseer la rotunda verticalidad de la vida y cuando no se entiende la fraseología dialéctica, el hombre que oye debe buscar si oye con el sentimiento. Es decir, si en la conciencia se le hace sensible la materia de la exposición.

Cuando digo los muertos no están muertos, he, reciamente, lanzado una proposición insólita. Y cómo lo demuestra usted, se me dice. La palabra humana no da para estas demostraciones. Entonces respondo: tienen que responder ellos –los muertos- ¿Y cómo? ¿Cómo? Hablando. Si están vivos pueden y deben hablar. Oímosles pero no con los oídos de la inteligencia, sino con los de la entraña. Si están en parte alguna, digo yo que es en nosotros donde están, porque es en nosotros que los sentimos. ¿Dónde nos duelen? ¿Dónde lloramos lo que fue nuestra adoración? En el corazón. ¿O no es en el corazón que sentimos la ausencia de nuestros muertos? Sí, en él es. Entonces, digo yo a la dignísima señora que me honró con su amable confidencia: de qué le serviría, señora, haberme entendido, si siente usted que es como yo afirmo, que es en su noble entraña donde los muertos se hacen manifiestos. Ya estamos acá frente a un problema gnoseológico subitáneo. El verdadero conocimiento de la realidad no puede venir de la inteligencia, sino del sentimiento, es decir de la capacidad sensorial de la naturaleza humana. Transportémonos a Alejandría, ese foco del África de donde parten las irradiaciones del misticismo cristiano, y vemos en los desiertos la tragedia del místico. Él se recluye en una cueva y en ella sufre las torturas del Demonio que le asedia en la figura del Súcubo, el alma torturada por las psicosis genitales, y ya es la hurí de floral epidermis, la niña desnuda que se le ofrece. Y el asceta concibe que son formas demoníacas del enemigo del alma que trata de sumirlo en los vertiginosos abismos del mal… Pero, allí hay un filósofo que siente el mismo asedio, y ve las mismas figuras infernales que ya le arrastran al delirio de la locura. Pero tiene la suficiente serenidad y objetivismo para comprender que esas naturalezas son individuos de un orden genético, y se aplica la medicina más grotesca, si se quiere pero la única acorde con la realidad sensorial: se yugula. Y las visiones y tormentos desaparecen. Esto entiendo yo por la Dialéctica del realismo psíquico. Proclo se llama ese filósofo, como el de la Tesalia se llama el famoso Antonio de cómo. Si San Antonio hubiese poseído el sentido realista del teólogo que fue Proclo habría curado de su mal como este lo logró.

Este hecho de la realidad está señalando que el verdadero conocimiento de la realidad íntima del mundo interior de la conciencia humana no puede ser abarcado por los inteligibles, puesto que estos son el idioma de entes enfermos que crean en la naturaleza conciencial del hombre, un mundo ficticio del cual se valen para dominar a prójimos ya como Súcubos o Incubes, y es lo mismo decir Demiurgos o Daimones. Revisar esto en centón de las teodiceas de todos los pueblos es encontrar en los símbolos de la demonología arábiga o helénica la confirmación de que la realidad del mundo interior humano está constituida por la presencia de los muertos en la sangre y la naturaleza medular de los vivos. Cuando tenga yo la suerte de lanzar al conocimiento de mis amigos el texto del libro Resurrección de los muertos, estoy seguro de que estas breves anticipaciones serán definitivamente comprendidas.

Pero, no sólo la hagiografía, esto es la biografía de los santos, nos revelará la realidad, sino el análisis de la Metafísica, y el análisis metafísico de la poesía de los hombres, demostrará que los muertos no sólo existen en nosotros, sino que se han estado expresando a través de los milenios sin que se llegase a entenderlos por no saber sentirlos. Entre esas expresiones recientes, tenemos que tomar en cuenta unas del filósofo francés Sastre, quien en su biografía, de la cual ha entregado ya una primera parte, manifiesta que él no morirá; mas permanecerá entre los hombres convertido en un corpúsculo magnético, un estallido microscópico de estrella, viviendo con ellos, dueño de una conciencia viva, actual, filosófica y política. Así es en efecto. Pero es que el ateo Sastre, materialista de cátedra, juzga que su Yo, su ego, es la forma en esencia de su materia, y no obstante repudiar las especulaciones místicas, que son de la misma índole, ignora que ese Yo, es sólo le genes, la semilla del hombre, como reveló Proclo sin haberlo entendido.

Es, pues, la simbología de El Pez de Oro nada más que la dramatización de ese individuo genital al que se ha dado el nombre de alma, y es el principio dinamogénico de la naturaleza germinal del Universo, y es su naturaleza de conciencia, de eternidad de fruto. El Pez de Oro es el genes del Hombre del Tawantinsuyu; la Sirena, su madre, el símbolo de la naturaleza germinal del agua; su padre, el Khori-Puma, la raíz animal del hombre. Y ya tengo que decir a ustedes que la abuela de El Pez de Oro es la Pacha-Mama, que nosotros los orkopatas llamamos, la Mama-Khamak, la tierra fecunda que constituye la gleba universal de la vida. Entonces se verá fácilmente que, desde los versículos del primer capítulo hasta las puntualizaciones de los restantes, hay sólo la dramática de la raíz animal del hombre que lucha por recuperar la semilla de su hijo El Pez de Oro, a quien la muerte intelectual le había amputado de la carne. Y si ese decurso se refiere no ya al problema universal e histórico del hombre, sino a los episodios del homicidio del Tawantinsuyu, se comprenderá que la batalla del Puma se dirige a levantar de la tumba el alma de la patria.

Es claro que las imágenes de los retablos del Laykhakuy no todas infieren a morfologías zoóticas, y algunos vemos que son meramente esqueletos homines; pero para la buena comprensión de sus formas se debe entender que allí donde aparece el hombre es porque está viviendo su naturaleza humana, y allí donde aparece humano está viviendo su naturaleza animal.

¿Esto se dirigirá, pues, a deprimir la dignidad del hombre? Nunca. No puede deprimir al hombre su realidad; porque es su realidad cuanto puede suministrarle salud orgánica y acuidad de conciencia; ya que pretender que el hombre sea sólo posible en una proposición silogística es borrarle del orden de la vida, la cual es en lo que es y no en lo que el alma enloquecida de los espíritus sostiene que sea.

Creo que con las puntualizaciones que he brindado ayer y las de ahora, ya el lector de El Pez de Oro se hallará en condiciones de entender las simbiologías de su dramática. Mas debo responder a la observación que se me ha formulado con mucha sindéresis. ¿Por qué –me dijeron nuevos amigos- pudiendo usted exponer la trama de su libro las cosas como ahora plantea, optó por dejar el acertijo para la fatiga de quienes se interesan por su obra?

Mi respuesta es simple, y creo que honesta. Porque El Pez de Oro es para mí también una experiencia, La experiencia de encontrar una escritura en el momento que está diciendo Yo, en el momento que está expresando su ego. Los temas que él trata no son nuevos, aunque sí muy viejos. Y su presentación simplemente dialéctica y sus conclusiones no habrían arribado sino a conclusiones silogísticas, felices en el mejor de los casos. Y hoy no se trata de la fortuna de un libro literariamente juzgado, sino de buscar demostraciones en la experiencia. No es esta un hazaña proselitista, ni vengo a buscar la formación de una capilla teúrgica; vengo a decirle al hombre, a descubrir en él la realidad de su conciencia, y conocer allí si los hechos pueden determinar la realidad de su naturaleza, o las ideas, esa creación espirita de la filosofía que acabó haciendo del hombre un ente de razón sin raíces en la biología y con un infierno en el corazón, en el cual fermentan todas las pasiones abyectas, lacerando la carne humana actual y ahogando en detrimento y vaciedad y odios a las conciencias nobles de nuestros muertos que sufren ese infierno.

Pero, hágaseme el honor de entenderme que esta planificación empírica de la realidad del subconsciente, que llamaba el psicólogo Yung, no se dirige a sectarismo alguno, ni pretende ponerse frente a las religiones y la fe de las gentes. Es un llamado, sin apostolado alguno, al hombre para que, por su cuenta, sin valerse ya de agentes condicionados, se resuelva a su conciencia, no responda a dinamogénicas teúrgicas, sino a leyes propias a todos los seres de la Naturaleza. Y enfrentado a ese problema responderán los hechos, aunque el Verbo de los inteligibles enmudezca para siempre…

Y ahora, soy todo oídos para responder al compromiso de la mesa redonda que inaugurará el señor secretario de los Chaskis, a quienes rindo mi más profundo agradecimiento por la oportunidad que me brindaron de hablar desde este altoplano del Titikaka, a los míos y al hombre, al hombre que vemos y al que nos vemos, aquel que desde nuestros ojos está mirando el decurso de este carromato desvencijado, que conduce el Diablo, y que se llama la Historia del Hombre.

Puno, febrero 1965

Tomado del libro: "Simbología de El Pez de Oro" (Badini-Churata-Ayala). Editorial san Marcos, 2006.

1 comentario:

Anónimo dijo...

estimado Paul, buena idea la de postear este valioso texto. Solo una cosa: ese "Yung" de que habla Churata debe ser el Jung que todos conocemos. Saludos.

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