En la superficie de este libro, nos hallamos frente a un lenguaje sensual y brillante; en el fondo, nos conmueve una atrevida exposición que combina, precisamente, el placer de la memoria y el dolor ante la ausencia.Las palabras se yerguen así como el conjuro de este juego: “por ti visto mis manos de soledad y esperanza, por ti mi cuerpo es el color rojo, por ti mi vida se escapa y descansa. He decidido hoy, como todos los días, alimentar tu lenguaje de vacío, y dejarlo secar al sol” (“Lágrima en la arena”), advierte a su interlocutor el hablante.
Los poemas de este libro de Andrea Cabel nos invitan a asistir a un tránsito que va de la desesperación, de la crispación interior ante la soledad y el feroz destino de los solitarios, a una serenidad que toma la forma de una invocación, en las últimas líneas del poema que cierra el conjunto: “no tengas miedo del tiempo o de la velocidad de los coches/ estamos dormidas, llévame a cualquier lugar,/ produce un silencio ocioso, santifica unas rejas blancas, extiende mi destino,/ apóyate en mi corazón que jadea y se despierta/ escucho a la luna, cada martes, muy lejos de cualquier piano/ muy lejos de mis dedos consumidos por la profundidad” (“Lima, hoy”).
Sin embargo, pese a la claridad de estas revelaciones que el lenguaje va desnudando con lentitud y prolijidad a lo largo de Latitud de fuego, queda siempre un lado oculto, envuelto en brumas y al que solo es posible acceder después de traspasar el umbral del secreto.
Ese y no otro es el reto del lector que se enfrente a estas páginas, que son una reflexión sobre muchas cosas, desde la vida cotidiana trasegada por la intimidad hasta la desolación de la amante que practica una catarsis, logra aproximarse a un estado de autoconocimiento, pero no desdeña el retorno del cuerpo del Otro. Esa melancolía, ese abatimiento y la angustia que lo acompaña, es lo que mejor iluminan los versos de Latitud de Fuego.
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