Una de las vertientes centrales del discurso poético consiste en poner en escena un juego tenso y dramático entre el dolor y el placer, la presencia del cuerpo y del deseo frente a su recuerdo. Un gesto de la memoria, un rapto de lucidez y de asombro nos conduce a un espacio donde la certeza cobra una dimensión de conocimiento y esa dimensión es el espectáculo íntimo de la soledad, que encuentra en la escritura bien algún alivio, o bien expresar la desazón por la imposibilidad de alcanzarlo. De manera que la llamada poesía amorosa es bastante más que el normal significado de la etiqueta, bastante más que una simple descripción temática. Latitud de fuego, reciente libro de Andrea Cabel, lo demuestra fehacientemente.
En la superficie de este libro, nos hallamos frente a un lenguaje sensual y brillante; en el fondo, nos conmueve una atrevida exposición que combina, precisamente, el placer de la memoria y el dolor ante la ausencia.Las palabras se yerguen así como el conjuro de este juego: “por ti visto mis manos de soledad y esperanza, por ti mi cuerpo es el color rojo, por ti mi vida se escapa y descansa. He decidido hoy, como todos los días, alimentar tu lenguaje de vacío, y dejarlo secar al sol” (“Lágrima en la arena”), advierte a su interlocutor el hablante.
Los poemas de este libro de Andrea Cabel nos invitan a asistir a un tránsito que va de la desesperación, de la crispación interior ante la soledad y el feroz destino de los solitarios, a una serenidad que toma la forma de una invocación, en las últimas líneas del poema que cierra el conjunto: “no tengas miedo del tiempo o de la velocidad de los coches/ estamos dormidas, llévame a cualquier lugar,/ produce un silencio ocioso, santifica unas rejas blancas, extiende mi destino,/ apóyate en mi corazón que jadea y se despierta/ escucho a la luna, cada martes, muy lejos de cualquier piano/ muy lejos de mis dedos consumidos por la profundidad” (“Lima, hoy”).
Sin embargo, pese a la claridad de estas revelaciones que el lenguaje va desnudando con lentitud y prolijidad a lo largo de Latitud de fuego, queda siempre un lado oculto, envuelto en brumas y al que solo es posible acceder después de traspasar el umbral del secreto.
Ese y no otro es el reto del lector que se enfrente a estas páginas, que son una reflexión sobre muchas cosas, desde la vida cotidiana trasegada por la intimidad hasta la desolación de la amante que practica una catarsis, logra aproximarse a un estado de autoconocimiento, pero no desdeña el retorno del cuerpo del Otro. Esa melancolía, ese abatimiento y la angustia que lo acompaña, es lo que mejor iluminan los versos de Latitud de Fuego.
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