2.- La única condición para la reescritura es que la voz que reescribe sea de una potencia contundente. Una voz de esta contundencia. La reescritura es un síntoma. Síntoma de qué? De agotamiento. De agotamiento de qué? De la no-reescritura. O sea: de la práctica constante de escritura original. Cabría preguntarse: ¿desde cuando no está agotada la pretensión de una escritura original? Literalmente, la escritura original es la que tiene origen, o, siendo un poco más tolerante, la que reconoce un origen en la literatura. Dónde ubicar ese origen? Relativamente fácil: en el lugar donde los que defienden la literatura de “los orígenes” deben ir a buscar. Pero no van. Van más cerca. Van sólo un paso atrás en el mito de que “los orígenes” viven en el pasado, son el pasado: van allí al momento antes, al instante antes, un segundo antes de que comenzara para la poesía la temible perturbación. La temible perturbación para la poesía es ese momento cuando la poesía empieza su tan temido desvarío que consiste o bien en autoproclamarse a los cuatro vientos que es precisamente eso: poesía, o bien en decirse que eso que es, poesía, no es poesía, no es más poesía, en decir que, en lo que le es relativo, ya fue. Eso, y la paradoja teórica de seguirse haciendo, es lo que los “herederos presentes de los orígenes” simplemente no pueden tolerar. Respuesta: ya que los herederos de los orígenes no van a buscar a los orígenes la fresca poesía entonces sobreviene la reescritura. ¿Qué es la reescritura? No el eterno retorno del origen sino el origen ubicado allí, en el presente del texto. En el presente del texto, no en el texto anterior: para un concepto de reescritura poética toda anterioridad es presente. De lo que se trata, finalmente, es de acortar el pasado, reducirlo a un presente más ancho, espacioso. A nadie se le ocurre –hasta donde sé y hasta este momento- reescribir “Coplas por la muerte de su padre” de Jorge Manrique. Tal vez porque se lo ha dado por bueno así. Esto es: es un clásico, tiene pasado y, como tiene pasado, tiene un lugar en la duración. O porque es una obra cerrada que no admite reescritura. Finalmente, algo debe haber en la obra que se reescribe que permite la reescritura, algo no acabado, incierto de arte incierto, o sea, “que podría ser de otra manera”. Algo así como la utopía: no sólo un no-lugar postergado por una acción ética que lo persigue sin encontrarlo sino la ubicación de un momento de “posibilidad”. O, en su punto opuesto, algo así como una invasión –lo que los Estados Unidos llamaban, cuando la invasión a Irak, “oportunidades” (“Bush: “Es posible que no hayan armas de destrucción masiva pero pueden surgir oportunidades”) y ahora Obama o Hillary Clinton insisten en llamar “oportunidades” (“hay que ver esta crisis como la “crisis” de las oportunidades”, dijo Clinton, porque, finalmente, nunca hay nada que esté, desde Lavoisier a Mao, perdido para siempre). Salvo el amor. Pero no el amor. Está claro.
3.- Se crea un riesgo: una escritura producto de variables. O un retorno brutal, negador, sediento de sedimento inamovible, de la recepción a una noción de literatura de “una vez y para siempre”, que prometa estabilidad, esa estabilidad que otorga precisamente ya no estar allí. Venga como venga, algunos poetas se cansaron de esperar que algo retorne más allá que el lamento que la gran mayoría celebra por apartarlos del “maldito presente”, como llamaría a este tiempo-en su defensa ante quienes lo maldicen o huyen de él- Carlos Martínez Rivas. Admirable en su valentía la escritura de Héctor Hernández Montecinos practica su propio ritual de tiempo, fénix de sí mismo.
Fuente: ACHEACHE
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