FUGA
Anoche soñé que pintaba con Carl Jung.
Lo peor de pasar una tarde con Carl es que reirá mientras
lanza
una mano sobre tu cabello, rompiendo tu concentración,
empañando con carmín alizarina tu frente
como con perdigones de sudor,
y cuando ríe, desde el fondo de su esófago,
puedes oír su teoría sobre el inconsciente colectivo,
justo al salpicar de su lengua,
justo al adherirse a tu autorretrato,
manchando los finos trazos con un alquitrán profundo
que comienza en el centro, escurriéndose, empapando
todo el lienzo,
una cacofonía de sonidos desde el interior del hueco,
alargándose hacia afuera, semejando en algo la marcha
fúnebre
del segundo movimiento de la Heroica de Beethoven,
y, sin que importe el nunca haberla oído,
tú conoces el sonido del negro medianoche corroyendo la
abertura
que perfora la caricia llana del blanco titanio,
la pintura paralela a tu pupila mientras las vibraciones
sacuden la cáscara de huevo alrededor de tu cerebro,
retardando el aroma de la canción que se torna espesa
como un jarabe demasiado dulce,
filtrándose desde el centro,
llegando a una habitación de tonos rosados,
no del todo carne humana, más como la piel de una fruta,
no del todo una manzana,
tal vez una ciruela convirtiéndose en durazno,
donde convergen líneas invisibles,
donde el inconsciente colectivo de Jung
te dice que algo espera en la densa pintura negra,
y en el resto de la habitación,
una orquesta llena el morado Van Dyke,
ya desvaneciéndose en granate, casi sillas;
la orquesta está ordenada en filas de músicos sin rostro,
y Jung se para detrás de ellos con confianza,
y tú apenas reparas en él mientras cada músico alza su
instrumento,
monstruosas combinaciones de cuerdas y latón,
húmedas cañas y teclas de marfil;
nadie tiene suficientes bocas o dedos para su equipo,
y puedes escuchar, a través del colectivo,
que nadie está tocando nada con sentido por si mismo,
mientras intentas enfocarte en un sonido a la vez,
notas que cada miembro de la orquesta está tocando
su propia pieza diminuta de la sinfonía de Beethoven,
cada uno tocando esa pieza de manera algo incorrecta,
y juntos crean música que se está despedazando;
cada pieza amplificada por la siguiente,
los sonidos pulsan a medida que tus oídos sangran,
pero Jung te entregará un pañuelo para tus oídos
y admitirá que el colectivo existe
en las partes más tranquilas del cerebro
y, solo una que otra vez, trata de hablar directamente,
tal como lo hace regularmente para una persona tan
enferma,
y señalará tu retrato.
Él se pondrá serio y dirá,
así es como suena ser ultrajado por el universo.
DEPRESIÓN (O) CURA PARA LA EMOCIÓN
Te diré algo que ayuda:
Coge una manta, de al menos 2-3 cms de grosor, y
dóblala por la mitad.
Debe ser grande, tenlo presente,
diría de uno a dos metros.
Lo siguiente que debes hacer es encontrar el dolor.
Para mí, generalmente es en el estómago, pero digamos
que esta vez
está en algún lugar de tu cerebro, tal vez esté justo donde
este se divide en dos, a lo largo del pliegue,
donde los vasos sanguíneos se dan de puñetazos por falta
de comunicación.
Luego, envuelve dicha manta alrededor del pliegue
cerebral,
la cabeza puede ser mas manejable. Cubre la herida.
Envuélvela una o dos veces y mantenla apretada.
Sigue apretando. Sigue apretando hasta que tu cabeza se
sienta mareada
y tus dedos queden esculpidos en el sitio,
sosteniendo la manta, hasta que tu cerebro deje de
funcionar,
hasta que sientas la herida luchando por salir,
pero sostienes esa manta mas allá del punto de salud,
sostienes esa manta hasta que tus brazos
se desprenden y no puedes sentir ya nada en absoluto.
Sostienes esa manta hasta que no hay mas manta o
pliegue
en el cerebro o la cabeza o en ti y nunca más tendrás que
sostener
nada ni sentir nada otra vez,
y mucho menos un dolor en tu cabeza.
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¿SOY DEL BRONX?
Si el Bronx es una pendiente de historias de amor
contadas en lenguas diferentes,
entonces South Riverdale y Kingsbridge eran
donde aquellas lenguas se envolvieron a mi alrededor.
Pero Riverdale no es el Bronx, dice él.
Kingsbridge es una bachata que irrumpe
por tu ventana a las 2AM.
Policías morenos llorando en el espacio
entre su corazón y su cadera.
Muchachos morenos que traen cuchillos a la escuela
porque los matones odian a los maricas.
Un tipo flaco y gris acechando bajo la sombra de ladrillos
tostados,
ofreciéndome paquetitos de cocaína.
A los 15, yo comprándole a un desamparado cocaína por
10$.
Es el depravado que sigue a esa niña de 12 años,
silbándole suavemente a su trasero.
Es un coquito frío en un caluroso día de verano.
Alargadas cuadras de familias que se mezclan,
cantando y bailando toda la noche a pesar de las canaletas,
debido a las canaletas.
Canaletas que se llenan con el agua de los grifos de
incendio
para trocar un lugar de dolor en un parque acuático.
Son los niños, las mamás y las titis
quienes no lo llamarían un lugar de dolor.
Crecí al fondo de Riverdale,
en la cima de la colina que se derrite en Kingsbridge.
Crecí en parques blancos,
con noches silenciosas envueltas por familias judías
cada vez más enojadas con aquellas madres morenas
como la mía que allí se mudan,
donde la gente de Kingsbridge trabajó duro
para que sus hijos crecieran,
preguntándole a mi mejor amigo
por qué no me dejaba visitar su casa,
observando a los rabinos hablar con desprecio a los
judíos
demasiado pobres como para pagar la membresía de la
comunidad.
Quizás Riverdale ya no sea el Bronx,
pero he pasado noches bailando al compás de esa bachata
de las 2 AM
retumbando desde un automóvil estacionado.
He probado la dulzura de esos coquitos
y las lágrimas de agua salada
de las madres que rezan de noche a un Dios indiferente,
secretamente estadounidense
quien mantiene cerradas las puertas del puente.
Quizás no soy del Bronx,
tal vez soy el hijo involuntario
de un acto de amor cultural
tan lleno de violación y cariño, que me permite marcar las
líneas
de dónde termina mi Bronx y de dónde comienza.
PALADAR IMPOSTOR
Hace 15,000 años, año más año menos,
mi familia puede o no haber cargado arroz
sobre sus espaldas en hielo, lodo y piedra
para llegar a campos sin sangre
para empujar aquellas pequeñas semillas
al fondo por debajo del aliento de la tierra
para comerse su botín durante 15,000 años,
año más año menos.
Mi profesor de color se refirió a mí
como estudiante de color una vez y
yo no estaba seguro de qué hacer con este título.
La primera generación en mí quiso brotar una lágrima,
pero sabía que me estaba otorgando un honor
que no podría ostentar.
Yo sabía que no era así.
Sabía que mi bisabuelo fue lo suficientemente inteligente
y afortunado para dejar su vida, familia atrás.
Llevar el peso de su linaje muerto, sus padres,
un yunque en su espalda,
tinta negra quemada sobre brazos
ya incapaces de alcanzarse unos a otros.
Pero no los brazos del hombre cuyo nombre no me he
ganado.
Corrió veloz con fantasmas
de la roja Rumania al rojizo Perú
y conoció a una hija de caminantes de arroz.
Mezclaron su sangre, jodieron la mía,
confundieron mis lenguas.
Los rumanos comen papas y pan.
Su nieta se escapó de casa.
Se llevó una mochila azul de nilón repleta
de ropa y sueños a Jerusalén.
Allí conoció a otro velocista, blanco con rizos de oro.
Los argentinos son los europeos de América Latina.
Su gente también corrió.
Por qué la pareja corrió junta a la tierra de la esperanza
rota,
de la metralla de expectativas empapadas de sangre
caliente
mohicana, japonesa, y pronto latina-
Yo no puedo ser de color con piel pálida,
sangre colonizada, refugiada y mas blanca que morena,
castellano que me cuesta.
Yo no soy de color porque 15,000 años de color
viven en el arroz que no como,
año mas año menos.
Sasha Reiter nació en la ciudad de Nueva York en 1996. Creció en el Bronx, donde como hijo de padre argentino y madre peruana, experimentó en carme propia la otredad metafórica de ser latino y judío al mismo tiempo. Recibió su Bachillerato en Literatura Inglesa y Creación Literaria en Binghamton University (2018). Pasó un semestre en Londres estudiando historia y cultura de Inglaterra. Ha publicado los libros de poemas: Choreographed in Uniform Distress/Coreografiados en uniforme zozobra (Nueva York: Artepoética Press, 2018; y Lima: Grupo Editorial Amotape, 2a edición, 2018) y Sensory Overload/Sobrecarga sensorial (New York Poetry Press, 2020).
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