La Flor —eterno
y exquisito símbolo de la poesía— es el leitmotiv
con que arranca la inspiración de Juan de la Fuente en Vide cor tuum para llevarnos —a través de 628 versos compactos— por
los caminos de un viaje poético y metafísico que nos recuerda —en su actitud
extensa— creaciones como Piedra de sol
de Octavio Paz en el ámbito latinoamericano y —entre nosotros— Nudo Borromeo de Rodolfo Hinostroza.
En efecto, desde los orígenes de todo lo que existe, el poeta transita
por diversos estadios Donde dos seres
completamente sucios / Ofrecen un sueño al
viento. Entendemos que es la suciedad figurada de la existencia,
es decir el resultado de la experiencia humana e histórica que a todos nos
contamina; pero pese a ello, dichos seres presentan su sueño: la esperanza, la utopía que —de todos modos— alberga nuestro corazón.
Como no podía dejar de ser, los hechos ocurren en la ciudad —ese estado mental
del que habla Simmel— y he aquí el amor. Nos enteramos que La flor que nació contigo está en ti en tu casa. Hay un tú entonces
a quien está dirigido el poema.
Descubrimos que se trata de una intensa declaración de amor. Y así como
el amor la poesía es eterna, y quedará escrita en el firmamento; pero no es
fácil porque el poeta en su búsqueda y lucha por el amor habitará un reino que
no le pertenece y la flor escapará para volver a aparecer como una provocación
que nos desafía a poseerla. Porque amar —el amor erótico— es también una forma
de retornar al origen: Entro como una
herida dulce / A través de nuestros cuerpos / Para atravesar el instante / De
regreso a todo.
La realidad nos ataca inmisericorde. Y carece de sentido ganar o perder
en este absurdo tránsito. Porque aún la belleza implica dolor, caos, y es tan
extraño que ni las lágrimas pueden ser o expresar tristeza;
y así nos preguntamos angustiados: En qué
palabra / Habita nuestra sangre / Nuestro primer latido. Obviamente jamás
obtendremos una respuesta cabal que pueda satisfacernos. Sin embargo, seguimos
escribiendo, insistiendo en esa palabra que se pierde, se niega, o se reniega
pero que vuelve otra vez a las paredes o a nuestros cuadernos deshojados.
Verdad y locura nos obseden. Persiguen el desvelo en el que una noche
podemos encontrar Sobre la cama una estrella encerrada en un cuerpo
lascivo. Y en el coloquio amoroso la relación adquiere matices
destructivos: Devuélveme mis ojos para no
poder mirarte. Ceguera de una pasión maldita que se raya en su extremismo
infinito: La flor que te di aún sigue
ardiendo. Y lo más loco es que —al final— no tenemos ni idea de nuestra
propia existencia: Sigo tratando de
recordar por qué vine qué hago aquí.
Este el meollo central del poema: el hondón ontológico del estupor de vivir.
Y entonces el deseo de recomenzar todo de nuevo Y tal vez una piedra que me devuelva a la semilla, a pesar de la
permanente negación nihilista que campea a lo largo de todo el poema, pero no
es muerte ni quietud sino La flor entra
en la flor y se despierta, vale decir, poesía en estado puro o consistencia
de explosión atómica: El fuego ya no es
fuego es agua que se transforma en el sorprendente oxímoron conceptual: En la violencia hay música mucha música.
Canción y danza que nos deja lelos. En la línea de Westphalen y Eielson cuya
impronta —asimilada con sapiencia— percibimos aquí, este solitario y revelador
texto coloca a su autor en un lugar de preeminencia en el paisaje de la poesía
actual en el Perú.
Roger Santiváñez
[orillas del río
Cooper, New Jersey South, before summer 2017]
Imagen de portada: Ale Wendorff