domingo, 18 de marzo de 2007

Diario de Cerro Azul Por Enrique Verástegui


I

En vez de haber apartado libros, cuadernos y notas para ir a meterme en el único cine de este pequeño puerto perdido de la costa pe ruana, -cosa que, de todos modos, haré más tarde cuando me vaya a ver un video con Al Pacino, que están pasando esta semana en el hotel, o bien me meta en un bar a probar un poco de cerveza helada bajo la luna- voy a continuar estas acotaciones como una relación de hechos tan parecidos a relámpagos que iluminan mi pensamiento, que me acontecen en el instante aquel donde ya no puedo diferenciar la realidad de mi trabajo con las alucinaciones que me transportan lejos del marco geográfico. Oh musa permíteme aquellas cosas que ni acontecieron antes ni ocurrirán en lo sucesivo: Plutarco, Banquete de los 7 sabios. Tal vez debiera haber empezado esta página con una .descripción muy rápida de este paisaje del mar Pacífico (una tranquila aldea de pescadores levantada al borde de una ensenada, bastante romántica cuando hay luna, como ahora, y un poco salvaje bajo el sol cuando sus olas -inmensas como colinas de jade- se elevan para reventar contra las rocas, o rodar, haciendo espuma, en la arena de la playa) trasladando a la prosa -que he querido escribir más bien musical, según la tesis de Baudelaire- el método que emplearon invariablemente los poetas provenzales cuando acometían un nuevo poema: la descripción en dos, tres o cuatro versos (a veces en sólo un verso magistral) del paisaje en que el acontecimiento va a poetizarse, de la escenografía en que las personas de la gramática van a desarrollar su acción como una introducción más que versificada, metafórica del relato en que los provenzales quisieron escribir. Quienes quieran objetar este principio por considerarlo poco nacional -la nación la vamos construyendo con la cultura cuyo ser es la humanidad que la produce en su conjunto- deberán recordar de todos modos que el endecasílabo castellano, por ejemplo, fue una traslación creativa (el subrayado es mío) que hizo Garcilaso a la elite española cuando nuestro poeta combatía con Venus y con Marte por tierras italianas. Curioso no por Garcilaso, pero sí por nosotros: cada vez que se apela a lo nacional —por lo menos a lo nacional en poesía más que en literatura, o en otra cosa igualmente importante- se recurre siempre a citar la métrica y la versificación española como si no recordáramos que nuestra poesía escrita en lengua quechua tiene también, porque debe tenerla -como, por lo demás, lo tiene el sistema pentafónico de su música-, sus propias leyes internas: en el alfabeto. Que aún no hayamos avanzado en el estudio de ello: eso es otra cuestión. Y en vista de lo dicho me seduce también (y esto exactamente funciona como el reverso de Baudelaire) la idea más bien extraña del romanticismo desplazado inglés de escribir la poesía con versos concisos y precisos -tan bien escrita como la prosa, según la tesis de Ezra Pound-. Dije, que esta idea pertenecía al romanticismo desplazado inglés, pero es menos impreciso decir que ello se ha concretizado en todo el espacio de la tradición moderna inglesa (aunque igualmente desplazada desde Shakespeare) que escribió en versos blancos. Esto es: en versos versificados entre el endecasílabo y la cuaderna vía pero que permitieron (como en Gonzalo de Berceo) una, dicción amplia y sostenida, una mejor expresión de los sentimientos que un poeta como hombre de su tiempo refleja siempre. A lo largo de este espacio, algunos de los traductores al inglés lograron acometer la idea: Golding entre ellos (cf. El ABC de la lectura de Pound) y en pocos pero bellos versos Coleridge del que su Kubla Kan y aquel otro del anciano marino han tenido más de una consecuencia, o más de un efecto (operado quizá siempre por reflejo indirecto de otros textos) en la poesía contemporánea. Como lo han tenido los de William Blake, con su misterioso desvelamiento del deseo profundo en los mares de fuego del inconciente, con esa búsqueda del absoluto a través de la trasgresión de la realidad que revelan la riqueza del cuerpo -del cuerpo hoy reivindicado como una categoría filosófica y política-. También Wordsworth escribió los versos precisos (como una forma de relación amorosa con la naturaleza: bosques y ríos que el murmullo de la lengua ya contenía en su trasfondo) y Robert Browning agregó a la precisión el tema de lo económico como soporte, que aprendió estudiando tanto la poesía provenzal (a Sordell sobre todo) como leyendo amarga y ácidamente -según corresponde a un hombre de su tiempo que tiene que alimentarse y vestirse- las páginas de economía de los periódicos. Sin embargo, no sólo Browning meditó desde la poesía sobre lo económico, sino también, y por la misma época, en otro país y otra lengua, el romántico Novalis, y desde una perspectiva políticamente clara: Heine. En nuestra lengua Clemente Althaus y Juan de Arona -lo mismo que nuestro gran y hermoso poeta patriota Melgar- tradujeron con verso clásico a Ovidio: algunos fragmentos del Arte de amar, y fundamentalmente a Lucrecio: ciertamente prefiero al Lucrecio traducido al estilo peruano quizá más por su viveza y su agilidad que aquel que buenamente nos brinda, aunque en los pesados versos del neoclasicismo del XVIII, el siempre aventurero abate Marchena.

II

Estas notas debieran conducirme a "desarmar" para volver a armarlo nuevamente -como en un taller de mecánica- el motor de mi escritura (poemas, ensayos y prosa) en el deseo que tengo de afilar aún más mis garras y mi técnica, de poder realizar un mayor ajuste al método múltiple que he tratado de emplear (y que de hecho he empleado) en mis escritos. La palabra "múltiple" me seduce (ahora cuando mi tesis vital es la multiplicación de micro-estructuras críticas en la sociedad más todavía y sobre todo después de haberme puesto a estudiar a Leonardo). La palabra "método" me seduce ciertamente -aunque habría que precisarlo como un sueño- porque aún cuando el método existe bajo su forma social (la forma de un proceso expresado en su producto) funciona más bien como realidad personal y, en este sentido, el método sólo puede existir bajo la forma, de un cambio incesante.

Siendo la realidad cambiante, el método que la crítica se adecua -luego de haberse producido una nueva situación- a ese cambio.

Así pues las tesis vanguardistas de que un cambio de método ha de conducir a un cambio en el yo -sólo expresa una verdad histórica, -la de que las fuerzas productivas, en el nivel de la escritura, han transformado ya un código estético obsoleto. Este cambio de yo -yo es otro, como dice Rimbaud- sólo puede producir un desarrollo en la sensibilidad así como la poda de los frutales al concluir el invierno posibilita nuevas ramas frescas y abundantemente cargadas de frutas en verano.

La metáfora de la flora es perfecta (y tiene una relación profunda con la poesía) en este escrito -los muchos estudios previos a La Comedia que realizó Dante en su vagabundear por Italia así lo prueban. La Comedia no es sino la aplicación hasta el exceso de lo que el joven Dante supo al frecuentar a Brunetto Lattini, su maestro, y a otros amigos no menos lujuriosos que él: Guido Cavalcanti por ejemplo, hoy en el infierno. La Comedia; tratado de versificación y retórica poética pero, también, algo más que eso: una forma de accesis de aquella época. Es cierto: La Comedia es una selva llena de pantanos y panteras, que hay que leer con sumo cuidado porque de lo contrario podríamos caer al abismo y no ver a Beatriz (ni copular al menos al modo provenzal con ella, o con nuestra propia Beatriz, como sería saludable) Entonces Dante escribió sus cuadernos sobre el amor, la lengua, la versificación, la política y la teología más que como una preparación de La Comedia como un amplio y profundo estudio de su época (resumida luego precisamente en su vasto poema teológico). ¿Preparamos ya un trabajo de tanta envergadura como éste (una Comedia que refleje la época del renacimiento del hombre)?

Creo -contra la opinión de Ezra Pound, para quien el mundo se había complejizado tanto que era imposible escribir una Comedia- que sólo un cambio en la forma puede obtener un reflejo total del mundo y que ese cambio en la forma es precisamente la nueva Comedia.

El reflejo de un instante en un lugar preciso.

Totalizar eso a través de un mito.

Sólo existen secuencias dialécticas a través de una lógica de acciones. Al transformar esas acciones en escritura se produce el gran poema. Un poema que ha podido reflejar a su época.

¿Qué es la época? -la época (que no es sino la suma de dos elementos básicos: política, economía) es el marco teórico/vital de nuestros escritos. Los escritos de Ray Bradbury lo prueban así como también, por ejemplo, los personajes de Ribeyro que atraen, porque en ellos uno puede vislumbrar la época en que ellos viven (no así Luis Loayza que sólo logra una nostalgia de prosa, aunque precisamente por esto, uno de los más bellos textos de la prosa peruana no pasa de mil palabras nostálgicas y bellamente elaboradas: aquel en que se permite retratar a Garcilaso Inca de la Vega).

Un método múltiple entonces sólo puede existir a condición de lograr una escritura sintética.

O la escritura, sintética es el producto de un método múltiple.

La escritura debe sintetizar las contradicciones del mundo.

Un mundo en el marco de la revolución científico-tecnológica, y teniendo a las fuerzas productivas -la escritura es una síntesis perfecta de lo que significa, una fuerza productiva- como el motor de su desarrollo (en el plano ideológico la plasmación de esta escritura es una nueva revolución humanista, aunque se nos diga nihilistas). La escritura entonces es un proceso. El final del proceso es un cambio de dirección en el proceso pero ese cambio de dirección es un producto.

Un producto sintético -como todo lo que el hombre debe utilizar en sociedades industrializadas o en sociedades interconectadas por la industria-. Sin esta verdad concreta no puede haber nueva escritura.

Una escritura es una máquina.
Una construcción.
Una verdad.
Existe como conciencia de su época.
Y como visión. Como norma de pureza.

III

El primer poeta (o trovador, dirá el erudito) que escribió de política concreta, referida a su época se llamó Bertran de Born. Pero el primer poeta que al escribir de amor no pudo eludir la política pudo llamarse Catulo, Propercio, Ovidio, o Góngora. (Siempre hay muchos primeros poetas: los primeros poetas provenzales y, antes de ellos, los primeros poetas griegos y también nuestros poetas quechuas). Sin embargo, los primeros poetas somos nosotros y los que aún no hemos leído (aquellos perdidos entre códices del pasado) serán siempre los más recientes, los que abren nuevas luces no sólo respecto de su época -cuestión que constituye el modo de ser de la poesía- sino fundamentalmente de los versos que esta misma noche puede estar escribiendo algún muchacho abstraído y solitario. Como quien esto escribe: un joven que se ha venido a refugiar en Cerro Azul para pensar -para escribir- el proceso de lo que ocurre en el mundo. Sobre todo el proceso de la lucha, entre diversas escuelas, entre lo nuevo y lo antiguo. Un elemento fundamental para el proceso creativo es la concepción de tiempo desarrollado en esta lucha. Se concibe al tiempo:

1. como elemento inmutable y, por esto, inexistente,
2. como elemento de un proceso, como forma de ser del movimiento.

El tiempo es un marco de referencia y aun cuando implica la propia vida de la materia significa también que a través de él se realiza el poema.

La concepción del tiempo como proceso niega la eternidad del presente, pero afirma que la eternidad es su propio proceso, donde lo relativo es lo absoluto y lo absoluto el proceso materializado en historia (y en este sentido, también en poesfa). El tiempo de este modo se encuentra referido por el futuro.

En cambio, en la concepción idealista, todo futuro se haya recluido en el pasado: esto podría ser una afirmación de un erudito que por las condiciones de su trabajo (su existencia) no vive sino en función de un fin menos social que desconocido. Pero es también una afirmación política y quizá hasta una regla que funciona válidamente dentro de un orden considerado inmutable como el tiempo: noción y reglas políticas que existen porque deben ser pulverizados, destruidos como la imagen de un espejo al quebrarse. Se trata, entonces, de dos elementos que debemos leer con más cuidado que el requerido por la resolución de una partida de ajedrez o de una ecuación físico-química: el tiempo, el espejo. El trabajo de la poesía exige en nosotros, que hemos tenido la impostergable vanidad de agregar unas páginas más a los ya muchos (e ilegibles a veces) catálogos literarios la otra impostergable verdad de conocer los mecanismos que nos inspiran. ¿Pero los mecanismos que nos inspiran son aquellos (menos precisos) que nos impulsan a escribir.

Si no supiéramos que la inspiración forma parte del proceso llegaríamos a la concepción de que no es necesario escribir. Sin embargo, escribir es una cuestión material de la inspiración.

El tiempo se ha presentado, casi siempre, como una noción inmutable. Cada sociedad, cada modo de producción ha tenido su noción muy particular de tiempo, pero en esa diversidad de nociones encontré siempre una ley que totalizó el tiempo y para esta ley el tiempo fue inmutable. Incluso el tiempo del cristianismo no acaba en el juicio final, sino que este es sólo un punto de partida para un tiempo perpetuo. Después del juicio final empezará el tiempo del infierno, o del cielo: no habrá ya poder que cambie esta ley de la divinidad cristiana. Tiempo inmutable, infinito. El tiempo actual no se diferencia de este tiempo divino: el infierno queda en las afueras de la ciudad, en los arrabales, en los suburbios, pero en cuanto realidad abstracta, en cuanto realidad filosófica -si es que podemos llamar filosofía a la concepción de lo que agita la vida- queda dentro de la fábrica, donde el obrero no es sino el fantasma de un hombre, porque no tiene dominio sobre la producción y ha sido reducido a una vida tan miserable como el salario que lo ha mercantilizado. El cielo se encuentra vacío, desde que Dante tuvo la genial intuición de escribir que nadie habitaba el cielo salvo unos cuantos poderosos de la pobreza de sus vidas pasadas: unos pocos santos. El infierno de Dante lo constituyen todos los habitantes de Florencia, y el cielo actual -un cielo igualmente inhumano que mediocre- todos los pocos dueños de la economía del mundo. Contra esta noción de tiempo inmutable existe una realidad paródica a veces y a veces deslumbrante, pero siempre crítica, siempre implacable y, muy pocas veces, oblicua: la metáfora. La metáfora (es decir, todos los modos en que la metáfora asume su crítica): que es una realidad desviada de la imagen de realidad que la sociedad se ha dado. La metáfora no existe, es cierto, sin una especie de ritmo, de marca de tiempo en el espacio de la página como este ritmo nos marca en la metáfora. La metáfora del ritmo se adecua al ritmo de la metáfora y para el lenguaje que llamamos poesía aquello se constituye como un fin.

Al tiempo inmutable de la sociedad (cuya presencia maldita se llama Estado: un Estado hecho para ser eterno) se suma, la noción de espejo en sus relaciones, digamos que legales con los posibles miembros conformantes de la sociedad. El espejo supone un determinado marco ideológico, precisamente aquel que (funcionando como espejo) confirma lo inmutable del tiempo, que es la sociedad inmutable. El espejo no hace, sino devolver la imagen de esta realidad histórica, y nada que quede fuera del espejo es permitido por el espejo de la sociedad. La poesía de Góngora, desmesurada en su trabajo crítico/metafórico, quedó de este modo clausurada para la sociedad. El espejo, entonces, no se corresponde con la concepción del tiempo como proceso y la ideología que refracta -pero no hace ningún tipo de transformación de la realidad- es una forma de ser del idealismo. Por esto al espejo no puede, sino oponerse el movimiento, y ese movimiento es la imagen. La imagen se formula a través de la expresividad del tiempo como proceso: la metáfora, en cambio, ni es otra cosa que una geometrización del espacio.

Cuando la metáfora y la imagen -que es una construcción superior a la metáfora- se unen adecuadamente en el espacio del texto literario el lenguaje de la poesía llega a uno de sus puntos fulgurantes.

IV

La poesía es un trabajo que ulteriormente se transforma en arte: esta transformación del trabajo en arte corresponde a un valor que no entrega el autor, sino al lector que al encontrarse con la página valoriza el trabajo de la página, aunque a su vez y precedentemente esta página (inscrita ya, de todos modos, en una “tradición”) creó y preparó su lector, que leyéndola confirmará el valor de esta página. El trabajo de la poesía -que es algo más que el arte de la composición, ese oficio de construir que no necesariamente se realiza si es que faltare la calidad de su energía en el producto- se me ocurre no menos agotador, en tanto, que desgaste físico y energético, que un trabajo de minero y acaso existe entre este y el poeta una bastante profunda correspondencia. El minero excava, punza, explora, desnuda y abre a veces con las uñas (otras manejando el pico y el taladro) el interior de la tierra, aquello que subyace en un paisaje de sol y cedros: carbón o metal, todo lo que está bajo el follaje, lo que está bajo nuestras raíces. Mientras el poeta excava también la roca de su realidad y hace de partero: saca a luz el mineral del saber. Ese saber es el producto de un método que empieza también por la redacción de páginas como éstas -este es un diario que escribo en Cerro Azul, frente al mar al que contemplo eternamente fluido mientras, a la vez, bebo una cerveza-, donde el pensamiento, ese producto del ser, es el lugar de la energía de la naturaleza que, hecha arte, se eterniza.

(Inédito)

3 comentarios:

d.b dijo...

este blog "seduce"...
espero agregarte pronto a mi blog:
www.lapollaenverso.blogspot.com

paul guillen dijo...

Gracias por tu comentario David he puesto un link de tu blog. Saludos

Anónimo dijo...

www.entrevisiones.blogspot.com

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