Spleen
salvaje
… la mujer que vive su vida
de acuerdo con ideales no materialistas es el monstruo rebelde y antisocial;
cuanto más declaradamente lo hace, más la odia todo el mundo.
K.A
Solo por esta vez romperé la norma: meterme con una mujer de cuidado, a la que por nada del mundo le gustaría leerse aquí, tal y como pienso escribirla y no como a ella le hubiera gustado. Por esta, y solo por esta vez, me permitiré ir contra la que debiera ser la norma: fastidiar a Kathy Acker, decirle que no tiene parangón con ningún otro escritor o escritora del mundo, ni siquiera con Patti Smith, con quien a menudo se le compara (porque, por fuerza, debemos parecernos a alguien), aunque suele comparársela también con otra incomparable: Gertrude Stein. Pero Kathy no se parece a nada ni a nadie. Decirle: Kathy, me enterneces más que darme miedo. Escritora única, cleptómana del lenguaje que roba un poquito de allá, otro poquito de acá y elabora una obra personalísima con base en variopintos retazos. Hay que decirlo, sin embargo, que el plagio es apenas un rasgo de estilo, de carácter autoral. Reconoce, sin embargo, estar muy influida por William Burroghs. Se le inscribe también dentro de una curiosa corriente de la que, al parecer, es la única exponente: la post-noveau-roman. Considerada ícono del feminismo, Kathy declara -¿en broma?- haber escuchado hablar del feminismo mucho después de perder la virginidad.
Solo por esta vez romperé la norma: meterme con una mujer de cuidado, a la que por nada del mundo le gustaría leerse aquí, tal y como pienso escribirla y no como a ella le hubiera gustado. Por esta, y solo por esta vez, me permitiré ir contra la que debiera ser la norma: fastidiar a Kathy Acker, decirle que no tiene parangón con ningún otro escritor o escritora del mundo, ni siquiera con Patti Smith, con quien a menudo se le compara (porque, por fuerza, debemos parecernos a alguien), aunque suele comparársela también con otra incomparable: Gertrude Stein. Pero Kathy no se parece a nada ni a nadie. Decirle: Kathy, me enterneces más que darme miedo. Escritora única, cleptómana del lenguaje que roba un poquito de allá, otro poquito de acá y elabora una obra personalísima con base en variopintos retazos. Hay que decirlo, sin embargo, que el plagio es apenas un rasgo de estilo, de carácter autoral. Reconoce, sin embargo, estar muy influida por William Burroghs. Se le inscribe también dentro de una curiosa corriente de la que, al parecer, es la única exponente: la post-noveau-roman. Considerada ícono del feminismo, Kathy declara -¿en broma?- haber escuchado hablar del feminismo mucho después de perder la virginidad.
Así, entonces, por esta vez no empezaré diciendo que Kathy Acker -grandes ojos rencorosos, corte de pelo militar-, se llamaba en realidad Karen Alexander –cosa que, presiento, consiguió olvidar, sobretodo porque desde siempre sus amigos se refirieron a ella como “Kathy”-, ni que nació en Nueva York el 18 de abril de 1947. El “Acker” lo tomó de un fugaz primer marido llamado Robert Acker. Menos, todavía, ahondaré, como suelo hacer, en su infancia, dolorosísima, que también consiguió olvidar. Pareciera mentira, pero la antisocial y antisemita Kathy nació en el seno de una rica familia judía. Su padre se suicidó siendo Kathy una niña. De la Kathy niña ha dicho: “Mis padres eran monstruos para mí. Eran horribles. Y yo fui una buena niña que tuvo coraje para oponerse a ellos. Solían decirme qué debía hacer y cómo, así que solo en mi habitación lograba sentirme libre: la escritura era lo único que me permitía hacer lo que quería sin que nadie me dijera cómo hacerlo.” Dejo para otra ocasión el dato de que Kathy terminó formando parte de una pandilla punk y montaba performances callejeros salpicados de sangre. Concentrémonos, por ahora, en su obra literaria, escuetamente traducida al español.
Don Quijote y Aborto en la escuela son sus
únicas novelas disponibles en nuestro idioma (N.e. también Ediciones Escalera ha publicado El imperio de los sinsentidos), así como una serie de relatos
dispersos en antologías. Con El Quijote, ha dicho que no existía una conciencia
feminista en su escritura, aunque sí la intención de encontrar una voz como
mujer. De interpretar la lectura original de Don Quijote como mujer: “(…) el
asunto del plagio, para mí, tiene más que ver con la esquizofrenia y la
identidad. La intención primera fue plagiar un texto que me resultó fascinante,
pero poco a poco se impuso la necesidad de construir una identidad a partir del
Quixote”, señala K.A en entrevista con Ellen G. Friedman.
Las dos palabras más frecuentadas en Aborto en la escuela son amor y salvaje. Casi siempre asociadas. Siempre malditas. Janey proclama sin pudor su necesidad de ser amada y protegida, y a continuación aclara que, para ella, su insoportable franqueza la pone del lado de los salvajes, es decir, los marginales (las putillas de 13 años, las adúlteras, las escritoras). En rigor, Janey no es un modelo de feminismo, pero su discurso, que muchos tildan de posfeminista, es feminista. No, claro, ortodoxo –nada en Acker lo es-, pero feminismos hay muchos, unos más subversivos que otros y Kathy representa, a través de un cuerpo de niña violentado, la estéril persecución de la aceptación masculina que se extiende a manera de cáncer por el cuerpo de Janey, que se odia a muerte por reflejo de la respuesta del mundo. Janey es una niña que nunca fue virgen y que nunca fue niña. Su tono es el de una mujer adulta desde que, al arrancar la historia, contando diez años, descubre que su padre, que también es su amante, se ha enamorado de una mujer adulta. Todo parece indicar que la niña está habituada a cohabitar sexualmente con el padre, desde antes de que muriera la madre, y por supuesto, el padre juega a placer con la hija, que es suya, sin que se insinúe, por un instante, que se trata de una circunstancia anómala. En el mundo de Kathy Acker, es común que las niñas sean juguetes sexuales de sus padres.
Y ahí está Janey, la más enferma de todos,
escribe y escribe. Escribiendo como lee, como jode: compulsivamente. Nunca ha
dicho, sin embargo, que el sexo le sea placentero. El sexo es el medio a través
del cual Janey finge sentirse amada, aunque sea tratándose de su carcelero, el
tratante de blancas, a quien escribe profusas cartas de amor y poemas. La
lectura y la escritura le son entrañables a la enfermedad que roe sus huesos:
“Pearl tiene cuatro años. Es de lo más salvaje. Salvaje en el sentido que tenía
para la sociedad puritana de Nueva Inglaterra sobre la que Hawthorne escribía,
significaba ser malvado, alguien que comete un crimen contra la sociedad.
Salvaje. Salvaje. Salvaje. Ir a donde te da la gana y hacer lo que te da la
gana y ni siquiera planteártelo así (…) Estos hombres que son los más
importantes del mundo deciden que tienen el deber de arrancar a la hija de los
brazos de su madre. Quieren quedarse con el hijo para enseñarle a que les mame
la polla. Eso es lo que suele llamarse educación (…)” (p.p 119 y 121).
Janey aborta. Penelope Mowlard aborta. Judías
(como Janey, como la propia Kathy antes de ser Acker), protestantes y
católicas, abortan. Janey se las topa a menudo en la antesala de aquella
habitación verde claro, y siempre que regresa se topa con neófitas que están
como si fueran a pasar con el dentista. Cinco minutos, les dice Janey, diez
años, consoladora, experimentada: es como si te jodieran: te acuestas y te
abres de piernas. Y ya está. Incluso te pueden anestesiar por solo 50 dólares.
El tono de Janey al relatar su experiencia abortiva resulta ambivalente. Casi
frívola. También indignada, porque detesta al médico que mata de 32 a 48 bebés
por día, embolsándose por ese solo hecho entre 1,600 y 2,400 dólares. Porque
así es como Janey lo quiere percibir: una matanza de bebés.
Pareciera, no obstante, que la niña encuentra acogedor el sitio, “(…) Me sentía más segura ahí que en la calle. Deseé un aborto permanente.” (p. 43). No se trata de un asunto moral, mucho menos estético, por magníficas que sean las líneas logradas por Kathy. Acaso una denuncia, no social sino del dolor propio: “(…) Describir mis abortos me parece la única forma real de hablar del dolor y del miedo… mi incontenible impulso de amor sexual me ha hecho conocer todo esto.” (p. 44). Abortar, entonces, pareciera tener para Janey un significado múltiple: matar, matarse, matar al padre: matar la vida. Pudiera encontrarse en la escena una alegoría de la guerra –todas esas muchachas muertas… bebés asesinados…-, aunque resulta difícil pensar que alguien con la apabullante franqueza de Acker, quien baña de obscenidades al presidente Carter, recurra a un símil para expresar algo. Por ello prefiero quedarme con lo que la propia Janey expresa: hablar de sus abortos es una manera de hablar de su dolor. Un dolor íntimo que no le da la gana anestesiar por cincuenta dólares y olvida apenas abandonar la habitación verde.
Entre los datos “ortodoxos” de la biografía de
Kathy, que los tiene, pudiéramos contar realizó dos años de postgrado en la
Universidad de Nueva York y que, entre otros empleos, fungió como archivista,
secretaria, stripper… y “artista porno”. Casada y divorciada. Divorciada y
casada. Se dice que fue abiertamente bisexual. En 1980 se trasladó a vivir a
Londres. A finales de los ochenta retornó a los Estados Unidos y se dedicó a
dar clases en diversas universidades, algunas de ellas tan prestigiadas como la
Universidad de California y la de Santa Bárbara. Según confesó en una
entrevista, la razón de su pasión por las motos no fue la velocidad, sino que
era la manera más efectiva de convertir en vibrador el pequeño anillo que
llevaba incrustado en el clítoris.
El hecho de que la escritora se trasladaría a Tijuana para recluirse en una clínica alternativa para tratarse el cáncer de mama, originaría un alboroto entre sus admiradores –que tenía muchos, para su sorpresa- en aquella ciudad fronteriza. En todo momento la acompañarían numerosos amigos…
Se trasladaría a Tijuana, con la intención de someterse a un tratamiento contra el cáncer de mama en una clínica alternativa.
Moriría el 30 de noviembre de 1997, al parecer,
de manera tranquila. A lo largo de su corta y dolorosa vida, acumuló una
extraordinaria colección de tatuajes y piercings en todo el cuerpo.
Querida mamá,
Tus vísceras apestan. Odio tu pelo. Debes ser árabe porque tienes una nariz enorme. Los árabes no tienen inteligencia. No entiendes mi personalidad porque no tengo una personalidad: soy un taimado solapado artero inútil anónimo casi gusano y tú has estado buscando a un asesino real. Quieres que tu hijo sea alguien: que crezca y le saque las tripas a la gente por dinero o mande a la gente pobre a la cárcel por dinero o que le diga a toda la gente que escuche lo que es la realidad. Simplemente soy como todos.
Es una agonía estar oliendo tu carne cuando estás conmigo porque no me amas. Somos tan distintos, que deberíamos odiarnos uno al otro; aparte, eres tan ambiciosa de poder como todos los árabes. Somos tan diferentes mamá, aunque tengamos sexo; el universo debió haber estado enfermo cuando nos hizo. El universo debió haber estado totalmente enfermo. Los dos, la misma sangre.
Tendremos que matarnos uno al otro porque no hay otra salida a esta relación.
Me estoy partiendo la cabeza contra la pared de mi sala. Cualquier dolor ayuda a suavizar las agujas de hielo seco que rodean y apuñalan mi ojo derecho hinchando la suave carnosidad alrededor de mi apéndice apretando mis músculos sexuales en pequeños alfileres de acero que tu presencia me causa.
Creo que eres una buena persona y no le dispararía a nadie más. Solamente te disparé a ti porque todo el mundo te odia. Hago lo que otras personas desean que haga. Es esta la agonía. Ya no puedo ser real. No puedo ser –mucho menos quien– ni siquiera lo que yo deseo. Estoy totalmente desprovisto de poder. ¿Qué sabes de la agonía? Tuve que dispararte. Todo mundo sabe todo acerca de la agonía total y el mundo entero está retorciéndose.
¿Debemos de tener sexo, mamá, aunque estés muerta?
Tu hijo,
Ali Warnock Hinkley, Jr.
En la nada, el gris, las islas casi desaparecen entre el agua. Óvalos negros con forma de hojas esconden el desmoronamiento del universo. Las islas de Key West desapareciendo en el océano. Ya no tienes nada qué decir. No sabes qué hacer. Toda tu vida ha sido un desastre. Sujetándote a cualquier amorío que llegaba y quedándote con él por la tierna vida hasta que se volvía tan agrio que tenías que vomitar e irte. Entonces te recuperabas, como te recuperas de una cruda, cogiendo el siguiente trozo de culo que pasara por ahí y que no fuera tan indefenso o demandante que te forzara a percibir la realidad.
Un coño como cualquier otro coño. Un ideal como cualquier otro ideal. Cuando un sueño se va, otro toma su lugar. Estas harto de estar entre esta mierda, así que te vas. En el fin del mundo. Casi nadie viviendo en esta perpetua grisura de Florida. Puede no ser el paraíso, pero no apesta a la mierda de tus sueños. No existe mucho para ponerte a soñar en esta grisura.
Hay en la isla un hotel viejo y dilapidado. Maneja el hotel un viejo gruñón que ronca en vez de hablar. Hasta donde sabes, el gruñón no te molestará, nadie más está hospedando en el hotel, y el cuarto y la comida son baratos.
Decides quedarte por una noche.
No hay más que decir. Eres un trozo de carne entre otros trozos de carne. Es como cuando estabas en el hospital. El doctor no podía meter la aguja en tu vena para sacar sangre. Cada vez que metía la aguja en tu brazo, la vena desaparecía. Te sentías como un trozo de carne y no te importaba. Viste al doctor ver gente viviendo y muriendo y gritando y al doctor no le importaba si tú estabas muriendo o gritando. Así que a ti no te importó si estabas muriendo o gritando. Ya no tienes idea de lo que importa. Cada día miras al océano y ves un pequeño barco desaparecer entre la grisura. Un pequeño barco oscuro descendiendo entre las aguas turbulentas.
[2] Acker, Kathy, “Florida”, Literal Madness, Grove Press, New York, 1989, p.p.397-398.
Leer las primeras páginas de El imperio de los sinsentidos aquí.
Fuente: https://es.scribd.com/doc/85092920/Kathy-Acker
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