Coloquialismo de sala y vereda (“Pateando latas”). Poesía básicamente urbana en la que se escucha la respiración medio indiscreta de Pound y el casi afónico vozarrón de Hinostroza; el lado lírico de Hora Zero, que aparece vigoroso pero sin estridencias; la iniciación sexual, adolescencia que comienza a caminar fuerte. Todo eso -y más- creo ver en Antes de la muerte (“el lugar duraba lo que una vuelta de bicicleta”), publicado en 1979, en Homenaje para iniciados (“la usura” / le oí decir una tarde…”) que apareció en 1984), y en El chico que se declaraba con la mirada (“La fijeza del falo contra el espejo de una mujer desnuda”) que salió a la luz en 1988. Allí, en esos tres poemarios, se pone de manifiesto, creo, la primera etapa de la poesía escrita y publicada por Róger Santiváñez, el nieto de Dolores Morales.
La segunda se inaugura con Symbol (1991), que “está escrito en peruano” o, más precisamente, con “la filuda punta de esa lengua” (“Rosa roja de mi pukto corazón álzate calata”). Aquí, Santiváñez descorre el “tapasol” y saca su cara rechoncha por la ventana; es el asomo rotundo, auténtico, de este poeta nacido en Piura hace cincuenta y dos años. Es, diría, el libro precursor, libertario, donde “la palabra se funde con el viento”. Con todas sus lecturas y vivencias, pero solo, comienza a trabajar –como declararía diecisiete años después - “de acuerdo a los sonidos, al fraseo musical”. Porque sabe que -si a algo se la puede asociar- la poesía es eso: música. Lo dice en la dedicatoria a Rosa: “este es mi cuaderno músico”. Sin embargo la materia innegable, intransferible, inconfundible de la poesía es la palabra; ella le da sustento y habitación. ¿La poesía qué es? Es “un texto contra el mundo”, responde Santiváñez en un poema cuyo título es “Guerra”; pero aquella preposición -“contra”- no se refiere a una actitud bélica, sino simple y llanamente a la asunción heroica de una identidad (con el mundo y… a pesar del mundo). Symbol, comienza a ocuparse, con aplomo, de aquellos “movimientos no dichos”.
Esa identidad y, en buena cuenta, el desborde de la autenticidad poética de Santiváñez acontece, sin embargo, en el más breve de sus poemarios: Cor cordium (1995), que “es la historia de un hombre solo / Cuyo oficio es la Poesía”. Aquí, el ejercicio poético es un trabajo que se realiza indistintamente en las altas cumbres y en los bajos fondos. Aquí, todo está dicho y no dicho al mismo tiempo. La belleza (“Es solo la floración del señor”), la poesía (“es efecto de la causa”), el amor (“Soy feliz cuando pienso en tu amor”), la escatología (en sus dos acepciones: “El mundo sepa de la He- / Catombe final”, “El poeta hacía caca en el bacín”), coloquialismo (“Un día antes de la Madre Putria”), el sexo (“a mí lo que me placía era enseñártela”); César Vallejo (“el lagrimal trifulca”), Luis Hernández: (“El Señor firma sus obras / Con letra de primarioso”)... Música sinfónica, Jazz y Rock (sí, pues, música), todo junto en trece poemas más un Envío.
Santa María, libro que es publicado unos años después, en el 2001, pareciera (excepto los poemas Loli y Yovera) haber sido escrito antes de Symbol. Es una bella, bellísima, inmersión sin escafandra en la intimidad familiar (“La casa es una vieja costumbre”). Está allí el Róger nacido en Piura, el hijo de su madre, el de la socialista adolescencia, el que le lleva versos de regalo a su hermano. Lo íntimo, familiar, cotidiano, es, en realidad, el hilo conductor o el bajo continuo que está presente en toda la poesía de Santiváñez.
Contrariamente a lo que insinúa el título, un libro que no tiene nada -o casi nada- de místico -en el plano religioso, quiero decir- es Eucaristía (2004); tampoco muestra aquello que se entiende como “acción de gracias”. Pero quizás -porque la poesía en esencia lo es- podríamos emparentarlo con la idea de transustanciación (algo así como la conversión del pan y el vino en… poesía), lo cual nos llevaría a aceptar, en este caso, lo místico por el lado del “misterio o razón oculta” que corresponde a otra de sus acepciones.
En Labranda (2008) está la autobiografía de Róger Santiváñez (en 4 estaciones, como Vivaldi). La autobiografía literaria o poética o, mejor dicho, escrita en poesía. Con palabras de Miguel Casado, autor del epígrafe, nos dice que “ha ido haciendo historia / de estas cosas” y que ahora le miran “como un lugar interior”. Y para que no quede duda, de entrada coloca ante nuestros ojos un explícito cartel: “When I was a child / I played by myself in a / corner of the schoolyard / all alone (…) And here I am, the / center of all beauty! / writing these poems! / Imagine!” (Frank O’Hara). Una historia personal que debe ser leída -eso, pues- como poesía y no de otro modo, escritura donde son dichas “las cosas sin nombrarlas”. Poesía escrita a su manera (ya lo habíamos citado): enhebrando sonidos, siguiendo un “fraseo musical”. Puesto que, efectivamente, la poesía no tiene necesariamente que dar constancia de un hecho, no está condenada a ser prueba instrumental para acreditar acontecimientos; su principal prerrogativa es ofrecer certeza de sí misma, dar fe de su propia presencia. Esta, la de Labranda (libro dedicado al gran Juan Ramírez Ruiz), ha sido hecha a partir de la intimidad personal, las vivencias familiares y de barrio, los amores, los recuerdos y, en fin, todo aquello que borda la historia personal de su autor, las cosas simples (“los barrios bajos de la atención”, el infrarrealismo de que hablaba Ortega y Gasset); pero ahora son eso: “un lugar interior” (allí pasa el río Piura, el Rímac y su lisura, habitan los algarrobos, los chilalos y la lengua mochada e’ Filomena, Jimmy Hendrix y la yerba reunida, se escamotean las memorias de la niñez…) que se exterioriza de la manera más noble y elevada: en una poesía que tiene el propio, inconfundible y no negociable sello de Róger Santiváñez, fundador de Kloaka. Poeta que escribe “el dulce canto de los pájaros / Del jardín su lindo azul sonido / Música quena alma lágrima viva”. Porque esa es su arte poética que, claro, yo celebro sin medias tintas.
La segunda se inaugura con Symbol (1991), que “está escrito en peruano” o, más precisamente, con “la filuda punta de esa lengua” (“Rosa roja de mi pukto corazón álzate calata”). Aquí, Santiváñez descorre el “tapasol” y saca su cara rechoncha por la ventana; es el asomo rotundo, auténtico, de este poeta nacido en Piura hace cincuenta y dos años. Es, diría, el libro precursor, libertario, donde “la palabra se funde con el viento”. Con todas sus lecturas y vivencias, pero solo, comienza a trabajar –como declararía diecisiete años después - “de acuerdo a los sonidos, al fraseo musical”. Porque sabe que -si a algo se la puede asociar- la poesía es eso: música. Lo dice en la dedicatoria a Rosa: “este es mi cuaderno músico”. Sin embargo la materia innegable, intransferible, inconfundible de la poesía es la palabra; ella le da sustento y habitación. ¿La poesía qué es? Es “un texto contra el mundo”, responde Santiváñez en un poema cuyo título es “Guerra”; pero aquella preposición -“contra”- no se refiere a una actitud bélica, sino simple y llanamente a la asunción heroica de una identidad (con el mundo y… a pesar del mundo). Symbol, comienza a ocuparse, con aplomo, de aquellos “movimientos no dichos”.
Esa identidad y, en buena cuenta, el desborde de la autenticidad poética de Santiváñez acontece, sin embargo, en el más breve de sus poemarios: Cor cordium (1995), que “es la historia de un hombre solo / Cuyo oficio es la Poesía”. Aquí, el ejercicio poético es un trabajo que se realiza indistintamente en las altas cumbres y en los bajos fondos. Aquí, todo está dicho y no dicho al mismo tiempo. La belleza (“Es solo la floración del señor”), la poesía (“es efecto de la causa”), el amor (“Soy feliz cuando pienso en tu amor”), la escatología (en sus dos acepciones: “El mundo sepa de la He- / Catombe final”, “El poeta hacía caca en el bacín”), coloquialismo (“Un día antes de la Madre Putria”), el sexo (“a mí lo que me placía era enseñártela”); César Vallejo (“el lagrimal trifulca”), Luis Hernández: (“El Señor firma sus obras / Con letra de primarioso”)... Música sinfónica, Jazz y Rock (sí, pues, música), todo junto en trece poemas más un Envío.
Santa María, libro que es publicado unos años después, en el 2001, pareciera (excepto los poemas Loli y Yovera) haber sido escrito antes de Symbol. Es una bella, bellísima, inmersión sin escafandra en la intimidad familiar (“La casa es una vieja costumbre”). Está allí el Róger nacido en Piura, el hijo de su madre, el de la socialista adolescencia, el que le lleva versos de regalo a su hermano. Lo íntimo, familiar, cotidiano, es, en realidad, el hilo conductor o el bajo continuo que está presente en toda la poesía de Santiváñez.
Contrariamente a lo que insinúa el título, un libro que no tiene nada -o casi nada- de místico -en el plano religioso, quiero decir- es Eucaristía (2004); tampoco muestra aquello que se entiende como “acción de gracias”. Pero quizás -porque la poesía en esencia lo es- podríamos emparentarlo con la idea de transustanciación (algo así como la conversión del pan y el vino en… poesía), lo cual nos llevaría a aceptar, en este caso, lo místico por el lado del “misterio o razón oculta” que corresponde a otra de sus acepciones.
En Labranda (2008) está la autobiografía de Róger Santiváñez (en 4 estaciones, como Vivaldi). La autobiografía literaria o poética o, mejor dicho, escrita en poesía. Con palabras de Miguel Casado, autor del epígrafe, nos dice que “ha ido haciendo historia / de estas cosas” y que ahora le miran “como un lugar interior”. Y para que no quede duda, de entrada coloca ante nuestros ojos un explícito cartel: “When I was a child / I played by myself in a / corner of the schoolyard / all alone (…) And here I am, the / center of all beauty! / writing these poems! / Imagine!” (Frank O’Hara). Una historia personal que debe ser leída -eso, pues- como poesía y no de otro modo, escritura donde son dichas “las cosas sin nombrarlas”. Poesía escrita a su manera (ya lo habíamos citado): enhebrando sonidos, siguiendo un “fraseo musical”. Puesto que, efectivamente, la poesía no tiene necesariamente que dar constancia de un hecho, no está condenada a ser prueba instrumental para acreditar acontecimientos; su principal prerrogativa es ofrecer certeza de sí misma, dar fe de su propia presencia. Esta, la de Labranda (libro dedicado al gran Juan Ramírez Ruiz), ha sido hecha a partir de la intimidad personal, las vivencias familiares y de barrio, los amores, los recuerdos y, en fin, todo aquello que borda la historia personal de su autor, las cosas simples (“los barrios bajos de la atención”, el infrarrealismo de que hablaba Ortega y Gasset); pero ahora son eso: “un lugar interior” (allí pasa el río Piura, el Rímac y su lisura, habitan los algarrobos, los chilalos y la lengua mochada e’ Filomena, Jimmy Hendrix y la yerba reunida, se escamotean las memorias de la niñez…) que se exterioriza de la manera más noble y elevada: en una poesía que tiene el propio, inconfundible y no negociable sello de Róger Santiváñez, fundador de Kloaka. Poeta que escribe “el dulce canto de los pájaros / Del jardín su lindo azul sonido / Música quena alma lágrima viva”. Porque esa es su arte poética que, claro, yo celebro sin medias tintas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario