viernes, 16 de noviembre de 2007

La bestia muda: sobre Letrero de albergue de Javier Bello por Javier Norambuena


Las voces que hablan desde el hijo es una tópica en la poesía de Javier Bello. Deseo recordar una pequeña selección libre del poema “Jaula sin mí” que ha iluminado mi lectura de Letrero de albergue, pues revela y transfiere problemáticas proliferantes en el libro,

“Ésta es la calle de las putas/Jesucristo cubierto de polvo y de fuego/ Jesucristo cubierto de monedas como un imán sin/ sombra/ ésta es la calle que no tiene inocencia/ los cuerpos arden en la cruz del delito/ ésta es la calle de Jesucristo muerto/ y Jesucristo devorado vivo por los comerciantes que/ no encuentran el templo/ ésta es la calle del ardor/ […]
No quemé mis palabras para sentarme aquí a raspar/ las visiones/ no abandoné a mi madre para marcar las piedras/ ésta es mi voz, ésta mi lengua mortal que visitan los/ ciegos/ ésta mi casa donde los perros hablan/ ésta la calle que devoro en silencio/ aquí los poderosos siguen a los niños que están llenos/ de luz/ un dios abandona sus crías en un nido de espadas.
Yo soy el animal que vigila el desierto/ yo soy la bestia muda que comulga silencio en mis alas”

En la calle del ardor hay un letrero de albergue, una superficie textual pendiendo de un hilo que guarda relatos escritos en las paredes. Leo la superficie alucinada que deviene albergue como un territorio desaparecido. La lectura proviene de la pérdida y enfoca el trauma que compone la superficie textual del libro en tanto cuenta con centro virulento, un territorio barroco cuyos envíos desenfocan la mirada artificiosa del estado de naturaleza.

Hay un eje particular que actúa como escena núcleo del libro, una primera noción tajeada: el duelo del hijo. Se configura la tensión de escenas hiladas por la carne, el hijo vive el duelo a partir de la carne y con esto presenta el problema de su propio cuerpo; el hijo escribe el duelo desde sí mismo y excribe la carne para recuperar el relato de esa lengua del duelo. La escritura, por tanto, se asemeja a mirar un cuadro de William Bouguerau titulado “El primer duelo”, allí se mira al hijo muerto sobre las rodillas del padre mientras la madre llora desconsolada la huída-muerte del hijo.

Se produce una transferencia particular que alberga un duelo agrupando a la madre, el padre y el hijo como un cuerpo desaparecido. La carne, a su vez como un material estético desaparecido, efímero en su materialidad, denota una erótica de la muerte y un éxtasis.

Hay una erótica en ese duelo escrito a través de la carne con retórica alucinada. Una dicción del cuerpo que rescata la iluminación mística del barroco, y enuncia recurrentemente un enfrentamiento del éxtasis de sí mismo.
Enfrentarse a la carne es en Letrero de Albergue, iluminar al éxtasis como pérdida a partir de “un saco de hojas secas detrás de la mirada”. Esto es, un detrás y delante del pensamiento como táctica del centro. Es un texto que intenta recuperar las palabras de un estado de alucinación. El pensamiento desaparece y aparece, es decir, sus enunciaciones se ubican como una superficie cuyas paredes escritas se contagian y proliferan entremedio de rizos, “Detrás de los espejos hay otra plantación erizada/ Hilos de fuego que pulsan las muchachas en coma”.

El transito hacia el albergue se plantea como un trabajo de padecimiento, “El excesivo equipaje no deja caminar a la sombra/ El vagabundo visita la provincia otoñal, el silabario de tiza de las cantinas donde aprenden a leer los fantasmas”. El registro y la autoconciencia de ese equipaje configura una particularidad frente al duelo del hijo, pues plantea una omnipresencia, la relación del duelo transferido se desplaza hacia la sombra siendo la escritura un lugar de luminosidad y el estado de iluminación la retórica en donde la carne puede escribirse. ¿Cuál es la voz de la carne sino un padecimiento?.
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El padecimiento revela una relación con un tránsito de sí mismo, así la noción de viaje o destierro de la carne en términos de exilio del cuerpo y exploración del alma se escribe mediante salir de sí mismo, éxtasis de la carne en tanto duelo. El hijo, como escritor de la carne, se transforma en el poseedor de la lengua del duelo, la lengua exiliada es representada por la carne que teje la madre en la oreja del padre. Se configura una escena de transferencia a partir de la creación de la lengua del vientre;

“el niño no sabe el fuego de dice, está en la rueda, un pequeño pensamiento de tierra donde dormita el gas de las armas, su acertado prefacio cuando el oído es pan y la arena está entera dibujada, y perdida de una vez (...) el ídolo que pagan, el hígado de lana que tejen las coníferas con su luz enlutada”.

La lengua instala el problema del tejer una materialidad y la carne un modo de escribirse eróticamente a través del habla del hijo; María Zambrano anota, “el poeta antes que nada y antes que todo, es hijo. Hijo de un padre que no siempre se manifiesta. Antes que amante es hijo, o más verdaderamente es el hijo amante, el amante que une en su ilimitado amor el amor filial con el enamoramiento”. Es decir, la lengua de la carne define una erótica del hijo por su Eros latente y su figura de poeta amante.

En la calle del ardor hay un letrero de albergue con el hijo colgado en una de sus mejillas. Leo otra parte de la superficie, mediante la tensión entre destierro alucinado y duelo de la carne como representación de esa lengua del hijo. Urdo, a manera de un tejido geológico que tiene una zona muda que habla, un relato cuya narración de la carne es carnívora, virulenta y alucinada.

En términos de luminosidad y alucinación barroca pareciera vinculable con la noción de castillo y morada presente en Santa Teresa de Jesús, quien escribió distintos espacios de tránsito del sí mismo por medio de una escritura desterrada y extática. La noción de visión alucinada de un estado del alma en tanto padecimiento de una conciencia espiritual del cuerpo.

Hay, desde luego, una visión-iluminacion en Letrero de Albergue. La visión de la oreja noche; esto hace oír a la noche y productiviza una parte del cuerpo, un fragmento por donde habla un relato,

“oigo el pie del ladrón. Qué se lleva pequeño asustado, pequeño quemado, lo lleva al sol, al mar, lo lleva al precipicio (...) lo llena de rizos lo riza su madre, yo llegaré hasta aquí, dormido seré el ilegible”

La noche habla de la luz, escenifica la luz interior y una relación distinta con el tiempo, la iluminación de noche es gobernada por la luna y con ello la confusión del sujeto, pienso en la alteración de una vigilia y del pensamiento que difumina su lengua. Plantéase cierta ilegibilidad del yo, mediante un sueño que desplaza a la madre mientras teje. El peso de la noche, a modo de un estado de alteración de la luz, realiza el trance alucinatorio del falo-padre-prosa:
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“la prosa como media mentira donde duermen los pájaros en llamas, el padre paranoia, su falo contra el sol, voz de hombre y de tractor, de mujer y pantano”.

Territorializar la lengua del hijo y la lengua de la carne exiliada mediante la escritura del duelo, presenta una retórica de la pérdida, un yo ilegible con una lengua en trance. Si miramos nuevamente “El primer duelo”, vemos el cuerpo del hijo (y sabemos que el primer hijo es Cristo) que traduce desde su voz. Recuperar geológicamente la pérdida requiere tomar la provocación que implica la traducción del nombre de Cristos, en Letrero de Albergue. Esto recupera el problema inicial del hijo en la jaula.

La figura de Cristo se encuentra en el nivel latente del texto, en su silencio que devela el sentido. El trabajo con el estado de naturaleza realiza una relación arcaica del lenguaje. Las formas del éxtasis que ven a Cristos, dilucidan según Giorgio Agamben una traducción del término griego Mesías. Una relación con el estado de naturaleza irracional del lenguaje donde la traducción de nombres es intraducible. Es decir, intentar silenciar el nombre de Cristo es nombrar la imposibilidad y la pérdida alucinada del nombre del hijo.

¿Cuál es la lengua que alberga el duelo del hijo?.

Nombra, Letrero de albergue, una lengua del éxtasis del hijo, un éxtasis del nombre-cuerpo de Cristo, como fijeza de una pérdida y un duelo;

“cerco de plumas contra el salvoconducto, oruga y desdecir que hay en la médula, la estrella clandestina que a los dormidos ata sobre su proa nueva, allí yo veo el órgano que encanta, la lengua intensa siento que me nombra, su multitud tan muda, la boca fresca al fondo de las cosas”.

Esta lengua bestial del hijo es una lengua que se autodesigna como órgano y escribe sus fluidos mediante el ardor de una calle. He querido leer Letrero de Albergue como una calle que aloja un ardor rociando el yo mediante una superficie desaparecida que escribe su lengua perdida, abriendo alucinadamente aquellas paredes silenciadas.

Hay un hijo que desangra una lengua al nombrar su duelo y erotiza a la lengua a través de la exploración del estado de naturaleza;

“Qué tras la fauna/ de los rododendros y la carne/ de los magnolios extendida por toda la tierra?”.

Ese detrás de la naturaleza es el silencio de la lengua que retorna al hablarse el duelo del hijo. Nombrar ese acontecimiento donde retorna la lengua y con ello la propia carne del yo, conforma el ardor en albergue, y así configura la posibilidad donde habla el Eros del hijo nombrando su carne.

En la calle del ardor hay una bestia muda habitando este letrero de albergue que “hendido el hijo pardo va dejando en la sangre su dialecto”.


Javier Norambuena
Santiago de Chile, 31 octubre 2007

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