Queridolucía (Esta no es una puta editorial, 2007) es la historia personal de “un niño entregado/ a cuernos de repulsivos hombres/ que han entrado en él”, o, en palabras introductorias de Héctor Hernández: “lucía no solo es una corporalidad nómade sino que también un territorio que se desprende de entradas y salidas, de ir y venir por los orificios del discurso”. Efectivamente, de un discurso escindido, de alguien que mira atrás, en los interiores de su casa como si fuera los interiores de su alma, “en su habitación/ donde las foto/grafías son relojes/ historias todas de tu maleable cuerpo corrospun/ fragmentos todos en tu alma”. El cuerpo es el espejo de la memoria, es el vestigio de un objeto po-ético, de un objeto de goce, de amor, que no busca recobrar su identidad sino su ser (transparentado como la hoja al final del libro): “sabes ya que el pene de lucía/ es un niño enfermo por su amor a los hombres” (lucía objeto). Pero esa búsqueda, así como la escritura del poema, implica un dolor doble (como en Pessoa): “sabes que quiero herirte/ quiero lastimarte frustrarte/ obligarte a ocultar mis gritos de aquel año/ en que los hombres/ se comieron los unos a los otros/ en que lucía perforó su recto/ con un dios en primera persona/ que la hizo más su objeto de amor”. Por eso hay otros seres que la/o acompañan como los ángeles de West Hollywood, Naoki, Sebastián, el hijo de la Sra. Murillo, Aniki, que habitan su casa y su jardín, así como aquellas cucarachas que habitan sórdidamente en los poemas. Hay una ruptura o resquebrajamiento constante en el mundo de lucía: “olviden el mapa que nosotras leímos/ el camino al árbol que llamaron casa/ déjenme alejado de mí/ porque nada de lo que digo es verdad/ invento historias para no cambiar mi vida”. Este desmoronamiento no es debido a que “el universo está hecho de burbujas”. El no-sujeto po-ético le dice más bien a Naoki que vaya tras esas burbujas, que las atrape y construya refugios que lo protejan de “las voces que anuncian el/ derrumbe de todos los sueños”. La casa de la memoria no puede ya protegerlos de aquellas voces, ya no existe; solo quedan las burbujas: los poemas en su transparencia, en su levedad y en su erotismo (“yoteamo/ soyyo/ cruzamos nuestras espadas/ observamos como/ se desploma el esqueleto la/ casa de los muertos/ centro de nuestro jardín”). Rafael García-Godos (Lima, 1979) ha publicado No importa borrar (2000), viruspop/raggs (2004) y ETO (2005). En este nuevo poemario hay un nuevo discurso que hay que tomar en cuenta para saber lo que está sucediendo en la poesía peruana última.
Caja negra (Editora Mesa Redonda, 2008) del debutante narrador limeño Erick Benites, aparte de que “nos muestra situaciones límite, diálogos certeros y puntuales como en una novela gráfica de Frank Miller” (como se señala en la contraportada) nos presenta un universo infantil y adolescente que revela los interiores prohibidos de una Lima moderna, o quizás postmoderna (una Lima cuadrada no por los muros antiguos, sino porque encaja en el marco del televisor). Estos seis relatos edifican a individuos (Alex, Rudy, Valeria, Javier, etc.) minados por la precariedad, fugacidad y transformación del tiempo, por lo que conocen la muerte tempranamente, como dice el epígrafe de Benjamín Prado: “Quiero decir que la vida no consiste en lo que ganas,/ sino en lo que desaparece,/ y eso es algo que al principio no puedes imaginarte”. Justamente de ese principio tratan estas historias de pugnas entre el mal y el mal. La inocencia solo era la ceguera de no hacer uso del mal innato, o de la falta de conciencia. Pero esa ceguera aquí desaparece pronto, y ahí empiezan o culminan las historias. Esta “caja negra”, entonces, guarda la acumulación de sucesos cuando no se sospechaba que se vivía una caída (la de un mundo sólido, coherente), la caída, a su vez, de ese velo que tapa la trayectoria de las primeras horas o años del vuelo de nuestras vidas.
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Penates (Hipocampo Editores, 2008) de Percy Ramírez (Lima, 1976), aborda a una musa “de severidad latina, parca, enteca, autoexigente hasta la temeridad, diversa en sus manifestaciones (…) aquella que dice más con menos palabras”, como dicen las palabras de Marco Martos en la contraportada. El poeta desde el inicio, con el poema Insomnia, retrata un mundo pasado, y que se ha heredado: “Nomás fue ayer en esta misma guarida/ cuando mis pies no llegaban al sueño/ y cenaba/ muerta de sueño/ visiones de los ancestros”. Son dos secciones en el que vemos alguna influencia de Vallejo e Hinostroza, en donde clavos y huidas marcan sus visiones llenas de asombro: “Pero Sombra en el nostos no teme nadar/ y miradas de mármol despierta su encanto/ rumbo al pasado: la lejana patria de su alma”. He aquí un poema (de los brevísimos) del fundador del grupo Artesanos: “Esta cabeza se merece otra presa/ Y otro hastío para soportar esta cabeza de clavo/ Que golpean gigantes palabras de yerro/ que desconozco” (Coma).
Florece de Ludwing Saavedra (Lima, 1985) es un breve poemario de la estación en que florece la mellon collie and the infinite sadnes (“Abril es el mes más cruel”, decía Eliot), de ósmosis entre la naturaleza y lo humano. La voz alerta del poeta fluye como colores: verde, negro, amarillo, rojo, naranjo en flor; fluye y permanece: porque la palabra poética es lo perenne. Aquí una muestra del poema apertura: “Los muslos de las amazonas relumbran/ luego de sumergirse en esta corriente/ sus cánticos ascienden entre el perfume/ de los árboles de frutos eléctricos/ como caudalosos poemas/ no como este poema (aún verde/ por ser el primero)/ las voces y los árboles rasgan suavemente/ el amanecer de vidrio/ hay flores abriéndose/ sobre mejillas y hombros/ hay gotas de lluvia para decir adiós/ no comas este poema (aún verde/ por no ser su estación)…"
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