En el 2006 el pintor Francisco Toledo me invitó a participar como editor de la colección literaria Calamus, financiada por su bolsillo y las arcas del Instituto Nacional de Bellas Artes. En poco más de dos años publicamos un catálogo que alternaba la poesía mexicana y la de autores de otras latitudes. Al lado de volúmenes de Francisco Hernández, María Baranda, Alejandro Aura o Efraín Bartolomé, nuestro sello publicó libros de Vladimir Holan, Mark Strand, Seamus Heaney, Paulo Leminski, Antonio Gamoneda, Anne Carson y José-Miguel Ullán. Uno de los último títulos que preparé fue una antología de poesía peruana que había titulado Colores comunes. Doce poetas peruanos del ahora (1987-2007). Hice la selección de autores, diseñé la estructura de la muestra y sus apéndices y redacté una presentación que no llegó a publicarse por desacuerdos con el artista oaxaqueño. En lugar de mi texto, apareció un prólogo de Marcos Martos que traza puntualmente una historia de la lírica peruana para contextualizar de mejor forma el presente de la muestra. Agradezco el interés de la revista Transtierros por publicar este cadáver insepulto que llegó tarde a su entierro o novio despechado que descubrió a la prometida en asuntos nada evangélicos con el padrino de la boda; han pasado poco más de siete años de la aparición de Intersecciones. Doce poetas peruanos —pues este fue el nombre definitivo de la antología— y con certeza, esa docena de autores ha sumado algo más que años a su biografía. Tal vez los apuntes que anoté para cada uno de los autores de la antología merezcan matizarse o reclamen ciertos añadidos. No lo sé. He vuelto a releer los poemas y ensayos del libro y reconfirmo que los escenarios de la poesía del Perú cambian vertiginosamente como un ascenso del Pacífico a los Andes y un descenso de éstos a las selvas del Amazonas; la estética del sedentario se crispa en estos lenguajes todoterreno y fundan ciudades a su paso para luego abandonarlas y marchar después a la búsqueda de un objeto o un rostro olvidado en la casa de la infancia o de un Arcadia imposible.
Un discontinuo común
El editor de poesía en México ha mostrado un vivo y renovado interés por la lírica del Perú a lo largo del siglo XX y lo que va del presente. Han sido algunas casas editoriales mexicanas las que han publicado la poesía de José Santos Chocano, César Moro y Manuel Scorza como la de Jorge Eduardo Eielson, Blanca Varela, Rodolfo Hinostroza y Antonio Cisneros, incluso han puesto en circulación libros de autores más jóvenes como Eduardo Chirinos, Montserrat Álvarez y José Carlos Yrigoyen. Cuando el pintor Francisco Toledo me propuso en el 2006 un volumen de poetas peruanos para Calamus, le comenté que ya circulaban algunos títulos en las librerías con este perfil y que, quizás, convendría publicar otro tipo de libro. El punto de la diferenciación no era, por supuesto, la disyuntiva de si hacía una muestra o una antología o si comenzaba y cerraba el panorama con tal poeta para abarcar determinada época. Tampoco resultaba atractivo repetir esquemas ni mucho menos enmendar la plana de trabajos antológicos que sucumbieron a ciertos clichés y protagonismos.
Para imaginar ese “otro libro” me fue necesario revisar una serie de títulos de publicación reciente y definir las estructuras y los derroteros de nuestra empresa. Después de la relectura, con motivo de la indagatoria referida, considero que El bosque de los huesos. Antología de la Nueva Poesía Peruana 1963-1983 (México, Tucán de Virginia, 1995) preparada por los poetas Miguel Ángel Zapata y José Antonio Mazotti sigue siendo el trabajo más acabado y menos prejuiciado en la materia. Muy en otras luces, desaguisados y oportunismos, La mitad del cuerpo sonríe (México, FCE, 2005) de Víctor Manuel Mendiola pecó de contradicciones y de falsos combates. Sin embargo, otros trabajos como Caudal de piedra. Veinte poetas peruanos (1955-1971) (México, UNAM, 2005) de Julio Trujillo y Los relojes se han roto. Antología de poesía peruana de los noventa (México, Ediciones Arlequín, 2005) de Enrique Bernales y Carlos Villacorta no obstante el prurito circunstancial (Perú fue el país invitado por la FIL de Guadalajara en el 2005) consiguieron mostrar el abanico de discursos de las más recientes generaciones de poetas con cierta amplitud y calado.
En aquel libro de Zapata y Mazotti se mostraba una geografía “de varios cantares y decires” al tiempo que ofrecía una cartografía didáctica y, sin contradicción, propositiva. Su antología servía, en dos tiempos, como guía de forasteros y como tour de force a revisar y contrastar con otros estudios de similar naturaleza; no era poca cosa, a decir verdad. A poco más de diez años de su publicación, El bosque de los huesos cumplió con sus expectativas y, como sucede con este tipo de obras al no actualizarse, se convirtió irremediablemente en un valioso archivo literario. La perspectiva de Intersecciones. Doce poetas peruanos, si bien distinta al gran angular de aquel volumen, contrapuntea la misma reseña histórica, los mismo hitos líricos del universo de la poesía peruana reciente. Por tal motivo, me parece ocioso repetir la cronología de estas promociones de poetas peruanos, de Los nuevos a Hora zero o a Kloaka, narrada aquí y allá con ciertas coincidencias respecto de sus implicaciones en la poesía de los últimos años en Perú. En todo caso, lo que me interesaría resaltar es, por un lado, el extrarradio de influencia y de interés de poetas como Luis Hernández y José Watanabe, sumados a lista de autores del primer párrafo de este artículo; cada uno de estos poetas ha despertado simpatías y reflexiones sobre el ejercicio poético en otras tradiciones, incentivando planteamientos escriturales de enorme valía y significación. Este efecto de transfronteras, más que cuestionar lo “peruano” o lo “no peruano” de un poeta, pone en entredicho maneras reduccionistas de leer una tradición Por otra parte, y complementariamente a lo dicho, los poetas más jóvenes, la mayoría de los que integran el índice de este libro, han desterrado la práctica parricida, el belicismo grupal y programático así como la bipolaridad maniquea en los discursos poéticos. Cada uno, a su manera, ha desactivado esos mecanismos prestigiados, en otros momentos, para trazar su plan de escritura.
Para ir al grano del asunto lo que me propuse con este libro es crear un Documento. La estructura de Intersecciones se integra por doce autores nacidos entre 1958 y 1976 con muestras amplias, un diálogo extra generacional con un poema en particular que cada autor comenta y tres ensayos sobre un mismo momento de la poesía peruana escritos por Eduardo Chirinos, Maurizio Medo y Paul Guillén. Desde esos tres miradores se establece, no sólo un panorama o enclave hegemónico, sino que también se da lugar a un coloquio y a un debate. Me interesó, por otra parte, resaltar el carácter nómada, apátrida, desapegado, centrífugo, expansivo, exploratorio de buena parte de los autores más allá de su circunstancia biográfica. Por supuesto, se reconocen filiaciones, entrecruzamientos, guiños con los poetas de generaciones anteriores pero, sobre estas inevitables conexiones, destaca una voluntad de participar de otras coordenadas poéticas sin conflicto alguno. La inclusión de Reynaldo Jiménez (Lima, Perú, 1958), poeta y editor que ha escrito y publicado su obra en Argentina, me atrajo como un elemento enzimático capaz de resignificar el habitual corpus de las poesía del Perú de esta parcela generacional; pienso, por ejemplo, que la poesía de Chirinos o di Paolo o de Silva Santisteban adquieren otros matices –por el alto contraste− a partir de la colindancia con la obra de Jiménez y que, la poética de Medo o de Guillen adquieren una arborescencia de significado mayor en cuanto a la consanguinidad neo barroca y experimental con la escritura de aquél. Antólogo de la poesía peruana, Reynaldo Jiménez es una voz, sí, una prosodia pero también una sintaxis, que multiplica la realidad desde el lenguaje no como representación sino como realidad matérica.
La poesía de Eduardo Chrinos (Lima, Perú, 1960) es un enclave no sólo de la poesía de su país sino de un concierto mayor; de múltiples referencias culturales sin pecar de culturalista, su escritura lleva también una vertiente biográfica que convierte al poema en un diario o cuaderno de viajes; pareciera de primera impresión, un poeta clásico en sus maneras y dicciones pero, sin objetar lo dicho, descubro en sus ya cuantiosos libros una algarabía formal en permanente indagatoria. Con Rossella di Paolo (Lima, Perú, 1960) y Rocío Silva Santisteban (Lima, Perú, 1963) se continúa un filón de la poesía escrita por mujeres que rebasa y reinventa las visiones de género; en la primera, el poema es una bitácora irónica y tierna a la vez donde la vida confiesa sus ilusiones e imposibilidades sin imposturas ni melodramas; en la segunda, la realidad del amor y del deseo son las más próximas a la realidad de la poesía por eso, una y otra vez, evoca y convoca sus rituales. La aparente vorágine de sentidos en la poesía de Maurizio Medo (Lima, Perú, 1965) no desemboca en una melopea vacua ni tampoco en un hoyo negro donde la palabra ha perdido su capacidad de representar e inventar mundos; el sino de este delirio verbal y visual no es otro que el restaurar, desde el caos, otro orden ajeno a convenciones en el ámbito de la física o la cultura.
Con Jorge Frisancho (Barcelona, España, 1967) y Monserrat Álvarez (Zaragoza, España, 1969) se corrobora ese deambular por geografías físicas y de lenguajes tan notorio en esta promoción de poetas; en los poemas de Frisancho el tópico de la incomunicación con el otro es punto de partida para una exploración que lleva inevitablemente al extrañamiento; mordaz, irónico, cada monólogo lírico de este autor es un paseo mental a través de una orografía inhóspita: la condición humana. Desde la publicación de Zona dark, Álvarez llamó la atención de propios y extraños; la mezcla de giros expresivos, de un español un tanto arcaico a un coloquialismo fresquísimo, dotó a esta poeta de un decir punza cortante y eficaz a la hora de poner “patas a arriba” al status quo de las buenas maneras. El caso de Lorenzo Helguero (Lima, Perú, 1969) es singular por varias razones: su maestría formal, su peculiar humorismo tan atípico en la poesía peruana, su polivalencia para ir de un formato a otro sin cambiar en esencia. Ya sea en el soneto o en el poema en prosa, el poeta levanta una fábula o una mise en scène sobre la cual teje variantes poco ortodoxas de la cultura y sus instituciones.
Finalmente, en el último bloque encontramos la poesía de Victoria Guerrero (Lima, Perú, 1971), Christian Zegarra (Trujillo, Perú, 1971), José Carlos Yrigoyen (Lima, Perú, 1976) y Paul Guillen (Ica, Peru, 1976), voces disímbolas entre sí, conectadas por la misma temporalidad histórica pero regidos por voluntades y afectos distintos que, en el ámbito de la escritura poética, se traducen como propuestas insulares y de una radicalidad crispada difícil de delimitar. Si bien la genealogía de Carmén Ollé, Magdalena Chocano o Rocío Silva Santisteban compaginan lo poesía de Guerrero, su propuesta ha logrado imponer un sello particular donde el límite del sinsentido de la vida cobra, sin indulgencia alguna, su dolorosa revisión. También, en los paralelos del dolor y la caída, Zegarra ha retomado de la iconografía de Los Evangelios algunos personajes, Cristo y Magdalena por ejemplo, para hacerlos desfilar en este presente brutal y desacralizado. La estirpe romántica de Yrigoyen, de Hölderlin a Nietzche, le han procurado una locución versicular en el modelo del Hyperion o de Así hablaba Zaratustra para construir los antihéroes que habitan sus poemas; muy especialmente en los poemas extensos, el autor despliega vía el monólogo interior una historia procaz, insumisa, marginal con cadencia vertiginosa e hipnótica. El caso de Guillen reúne un caudal de referentes, a veces de prosapia ocultista y alquímica o prevenientes de una mitología inventada, para fundar un ámbito en la acepción iniciática; su riqueza verbal más que generar una expresión barroca da lugar a un universo hermético donde la palabra es, antes que otra cosa, invitación a su desciframiento.
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