jueves, 13 de enero de 2011

EMPLAZAMIENTOS, DESPLAZAMIENTOS Y REEMPLAZAMIENTOS DE LA POESÍA PERUANA, a propósito de un ensayo de Rodrigo Quijano, por Tulio Mora

Un Mesías puede haber sido anunciado en la poesía desde los 80, nos advierte Rodrigo Quijano, en un ensayo arbitrario (“El poeta como desplazado: palabras, plegarias y precariedad desde los márgenes”, Hueso Húmero, No. 35, 2000)*, disminuyendo la perspicacia con que se aproxima a la obra de dos de sus contemporáneos, Róger Santibáñez y Domingo de Ramos. Ellos, junto a Odi Gonzáles, Oswaldo Chanove y el mismo Quijano, autor del excelente “Una procesión entera va por dentro” (1998), son quizá los poetas más representativos que aparecieron en esa década turbulenta.

Adelantamos que la suya es un vindicación legítima si constatamos la reacción más conservadora que desde pobres comentarios críticos califican la obra de Santibáñez y la de De Ramos de una “aberración” -y el estudio que los pondera en HH por añadidura-, muy elocuente de la crisis que el autor del ensayo resalta. Definitivamente, los francotiradores salen por todo sitio. ¿Quién puede hablar de canon literario en este escenario de guerra? Ni siquiera el Mesías.

Sólo que para vindicarlos Quijano construye previamente una argumentación que Miguel Gutiérrez alguna vez llamara una compleja estrategia para cazar un ratón. No muy diferente, digamos, de “Indigenismo 2” -la voz de cuyo autor y padre literario de Quijano, Mirko Lauer, se escucha en todos los rincones de su análisis.

En el fondo lo que subyace es la certeza ya no muy novedosa de un modelo de desarrollo puesto en marcha durante la posguerra y que en América Latina traduce una doble contradicción: por un lado sus relaciones con el capitalismo norteamericano se hacen más consistentes, pero por otro las ideologías locales (populistas, socialistas) construyen esa relación sobre una permanente tensión (las diversas experiencias estatistas que van del modelo cubano/chileno, al brasileño y peruano), en un escenario de urbanización propicio y propiciado. El otro dato es que todos esos esfuerzos fracasan también porque reposan en una educación que no privilegia la producción, sino el conocimiento descontextualizado (humanista).

¿No es un razonamiento neoliberal? Pero aun cuando fuese una verdad indiscutible, el problema es que Quijano busca forzadamente relacionarla con la poesía, de lo que se infiere que la urbanización e industrialización desbordan (a través de la oralidad, una, y la otra de la influencia mediática) a la cultura letrada.

El tercer aspecto sería el de la representación y representatividad poética de lo social: según Quijano, entre esos 40 años todos los intentos de la coloquialidad han aspirado casi exclusivamente a la utopía de “integralidad”, que fracasa en los 80 dando lugar a una poética de la fragmentación.

En consecuencia, la raya divisoria, el segundo aC/dC de la poesía peruana, fechada en los 60/70 (el primero está en el vanguardismo), es un consenso sin sustento y la aparición de Hora Zero, más que ser una “poética de la negación” (el concepto es de Ricardo Falla, en “Fondo de fuego”, 1990) es una autonegación ya que no ha hecho otra cosa que extremar “una poética fechada en la posguerra”. Por eso se queja de que la obra de sus contemporáneos sea apreciada superficialmente, no obstante que ha sido capaz de “elaborar nuevas cuestiones y miradas críticas a partir de las nuevas condiciones de lo literario en el Perú” desde los 80.

Por extraño que parezca, Quijano, y en su momento Mazzotti y Chirinos, debilita su trabajo al buscar obsesivamente despegarse de Los Nuevos y el 70 como si su proximidad fuese demasiado incómoda para que él y sus contemporáneos puedan echar vuelo. E ignora un aporte fundamental que diferencia precisamente “los jardines residenciales” del 60 de “las calles orinadas” del 70”: el registro literario de la migración (iniciada en los 60) tiene, a través de Arguedas con “Katatay”, un rol fundador (junto a César Guardia Mayorga, como ha hecho notar Ricardo González Vigil). Ese discurso en quechua, híbrido formalmente (en prosa y verso como se constata en “Al padre creador Túpac Amaru”) que testimonia un fenómeno que a Los Nuevos les pasó por las narices (así lo acepta Mirko Lauer en “El sitio de la literatura”), es recogido por HZ para su discurso renovador, y muchas veces excesivo, del “poema integral”, y se prolongará posteriormente en Cesáreo Martínez (lo reconoce Quijano), José Cerna, De Ramos, Roxana Crisólogo e Ildefonso.

Arguedas y los que aparecen desde el 70 no sólo cercan el espacio letrado desde la oralidad, no sólo cumplen con reconocerse en un nuevo escenario (que no es plenamente urbano, pero tampoco rural), sino que, a medida que los hijos ilustrados de los migrantes se apropian de la palabra escrita también diluyen el papel mediador de la poesía al recrear directamente el código del grupo social al que pertenecen, para usar un acertado concepto de Miguel Angel Huamán (“Fronteras de la escritura”, 1994).

Una mirada ni siquiera tan amplia -podemos usar la reciente antología “Poesía peruana del siglo XX” de González Vigil como referencia- desmonta fácilmente esa línea divisoria del Apocalipsis: en los signos formales (ojo: formales) de la poesía posterior al 60-70, aun en la del 90, la oralidad ocupa un espacio representativo (léase a José Carlos Irigoyen o Miguel Ildefonso), pero no dominante, entre muchas otras poéticas que reproducen el archipiélago que se ha construido a lo largo del siglo XX. Y esa prolongación (resonancias de Eielson y Varela, de Hinostroza, Ojeda y Hernández, de Hora Zero y el 70, incluso la poética barroca o barrosa que se encuentra en Martín Adán y Churata) en muchos casos se monta sobre un discurso que ha adelgazado el tono macro propio de la modernidad, agregando efectivamente otros referentes que provienen de una urbanización ya consolidada (la visuaoralidad, el rock, la estructura del comic, del clip y del videogame). Si la hibridez es nuestro signo más evidente no habrá forma de derribar esta multiplicidad de voces, conviviremos con ella, será para siempre nuestro “estilo nacional”. Lo había anticipado Mariátegui en los 30.

¿No es lo que deseábamos, ideologizados o no, hablar y dejar hablar por/a todas las sangres?

Y en cuanto a los signos de lo popular, sólo para hablar del siglo pasado (hecha la salvedad enorme de Vallejo y Churata), si aparecen tardíamente, a fines de los 50, es justamente por la renuencia de la poesía peruana a asimilarlos. Las experiencias muy conocidas de Whitman y de la “otra vanguardia”, así calificada por José Emilio Pacheco, no son incorporadas al furor vanguardista en los 20. Por esta razón es que no vemos poéticas como las de Pedro Henríquez Ureña, Salvador Novo, Pablo de Rokha o Salomón de la Selva, ni siquiera las posteriores de Adoum, Lihn o Cardenal en los 50 peruanos y explica el asombro consternado de la poesía culta (el llamado “trauma”) cuando irrumpe Hora Zero, tema que más tiene que ver con un viejo pánico colonial que con ese movimiento.

Citaré sólo dos datos: la mención de Ángel Rosenblat (“Lengua literaria y lengua popular en América”, 1969) a la tendencia de los escritores criollos de “encubrir o disfrazar con galas retóricas sus ideas y pensamientos” mientras los peninsulares “se expresaban con descarada franqueza”. La polémica Bello/Sarmiento (1842) sobre la americanización literaria, propuesta por el argentino, no suscitó mayor atención en Lima y los poetas románticos peruanos no produjeron una réplica del “Martín Fierro”, de José Hernández, o del “Fausto”, de Estanislao del Campo.

¿Olvidamos los apóstrofes de Riva Agüero a Melgar, de Palma y Eguren a Vallejo, de Porras Barrenechea a Huamán Poma, de Sebastián Salazar Bondy al grupo Orkopata (“El ultraorbicismo en el pensamiento de Gamaliel Churata”, de Manuel Pantigoso) y de Oviedo y el 60 a Hora Zero? Esa reacción extrañamente similar en dos siglos, en nombre de la “alta cultura”, no descalifica la supuesta incapacidad de factura estética de los autores, sino la “factura de la fractura” que tiene como eje el lenguaje popular. ¿No está eso implicado en el calificativo “aberrante” que usa el injustamente llamado Camilo Torres? La paradoja más visible de hoy, si acaso hay una sola, es que la convivencia de esta poética es cada vez más crítica con los sistemas de control, los que en teoría y frente a la cultura oral/visual desplegada por la cholificación irreversible (eso está en el fondo del trabajo de Quijano) deberían haber hecho agua. Y sin embargo siguen presentes en los medios de prensa y las universidades.

Esa convivencia tensa no hubiera sido posible sin la presencia de Hora Zero, movimiento que no ha venido a reemplazar ninguna poética, sino a emplazar y desplazar (al menos en parte) a las dominantes como el intento más serio de incorporar la oralidad en el espacio letrado, estrategia que tampoco le pertenece, y menos al 80, como manifiesta con entusiasmo Quijano, sino a Churata y al ultraorbicismo (revisemos, por favor, la Homilía de “El pez de oro” escrito en 1957), aunque debemos a HZ su representación a través del concepto “Poema Integral”. Lo que ocurre es que esa estrategia aprovecha la coyuntura histórica del velasquismo para irrumpir en el escenario vedado que reproduce el vacío institucional manifiesto en otros escenarios más amplios.

De esa coincidencia con el velasquismo Quijano infiere que el discurso de la poesía del 70 “aparece también ... estrechamente asociado al discurso representativo del Estado peruano”, y lo que es peor, ya abismado de toda objetividad, afirma que “Hora Zero sería tal vez el primer grupo con pretensiones modernistas en haber estado ligado al mundo oficial en una escena como la peruana, en donde lo moderno se ha caracterizado históricamente por su necesidad de distanciamiento del Estado peruano”.

Esta insinuación contradice el papel reducido del Estado y del sistema que lo representa como promotor de becas y premios vigentes hasta por lo menos el 70 y que el autor menciona en otro párrafo. ¿No obtuvieron la beca Javier Prado muchos poetas del 50? ¿De qué “distanciamiento” hablamos?

Aún más: es deliberadamente discriminador. Porque la ligazón velasquismo-poesía, acaso Mirko Lauer lo represente mejor que nadie, ya que él fue el cerebro publicitario de la Reforma Agraria, y junto a él colaboraron Antonio Cisneros en el ministerio de Educación, Arturo Corcuera en el INC, Pablo Guevara (con José Watanabe, Augusto Higa y Nilo Espinoza) en el Inte, César Calvo escribió el poema “Los ojos de Juan” (Velasco) y Alejandro Romualdo casi vino a reemplazar a Chocano como autor del “Canto coral a Túpac Amaru”, símbolo del velasquismo, como se sabe, aunque esto no ha desacreditado a Túpac Amaru ni al poema ni a Romualdo. Pero como ellos podríamos citar a Carlos Germán Belli, José Miguel Oviedo y Julio Ortega, entre muchísimos escritores que se adhirieron a ese proceso.

¿Qué clase de poder ilustrado y generoso sería el del velasquismo para otorgar a unos jóvenes, que trabajaban como tituleros en el diario La Crónica y no en Sinamos, la responsabilidad de su abortada revolución cultural? Ya la ciencia ficción aquí adquiere dimensión de Expediente X.

Otra inconsistencia es la interpretación de lo “integral”, esquema poético que, no obstante que habría fracasado, Quijano lo detecta en los trabajos de Santiváñez, unas veces como “reintegración” y otras como reproducción de la fragmentación. “Integral”, hasta donde me parece, no supone la poética de “la voz única”, sino, por el contrario, el reconocimiento de un escenario y de una voz múltiple que reclaman una textualidad incorporando lo oral/visual (los primeros libros de Pimentel y Juan Ramírez Ruiz, algunos poemas de Manuel Morales o “Ayacucho, hora nona” de Marcial Molina). Quijano tampoco se percata de que lo “integral” alude directamente al concepto de “Perú integral” que es materia de debate en los años 20 (Ernesto More, Mariátegui, Basadre, el propio Vallejo) y que Churata define como “híbrido” y Arguedas como “todas las sangres”, demostrativo de identidad que vincula a HZ y el 70 con el vanguardismo antes que con sus inmediatos predecesores.

Es aquí donde entra en la contradicción más flagrante porque si HZ y su “tentación integral” se habrían “reseteado” a fines de la década que le da umbral y sepultura, no se entiende bien cómo algunos de sus autores (y otros excelentes poetas del 70, como Watanabe y Ollé) podrían haber escrito libros “estupendos” (el adjetivo es suyo) después de esa década.

En conclusión, el arbitrario corte histórico de sólo 50 años no le permite a Quijano detectar que los intentos de invadir el espacio letrado no son recientes ni exclusivos de la poesía peruana y la lectura sociologista le impide resolver la paradoja de negar el espacio letrado por la oralidad. Además de mentir. Eso adelgaza lo que tiene de iluminador: el lenguaje de la precariedad, la transferencia al texto de la violencia, la droga y la mística popular, la fragmentación esquizoide del discurso, etc., desmontando apropiadamente las obras de los escritores citados, ya dueños de una voz significativa, como se aprecia en el buen poema “Lauderdale”, de Santiváñez, publicado en esa revista, y en “Cenizas de Altamira” de De Ramos, su mejor libro. Esto último prevalecerá, a pesar de lo que diga Jack Spicer, en el epígrafe que usa Quijano: “Nadie escucha a la poesía”, a ese “océano humillado en sus simulaciones”.

Tulio Mora
(*) Hay una réplica al texto de Quijano en la revista Hueso húmero número 36 escrita por Peter Elmore.

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