José Enrique Rodó
“Hay un solo soñador; ese soñador sueña todo el proceso cósmico, sueña toda la historia universal anterior, sueña incluso su niñez, su mocedad... En ese momento empieza a existir, empieza a soñar y es cada uno de nosotros, no nosotros, es cada uno”.
Jorge Luis Borges, La Pesadilla, 1980
He de ver a toda Latinoamérica, experimentada, traducida y expuesta al Universo a través de las ideas de su soñador, que apelando al solipsismo es cada uno de nosotros y no nosotros en conjunto. Este soñador que respira gracias al aliento que de su patria extrae; que de sus imágenes como un gran manto se arropa de la indiferencia fría; que existe por la palabra que corta en racimos de los viñedos míticos de su Latinoamérica: única y en constante Génesis.
Latinoamérica que es mujer, con su delgada cintura húmeda y las carnosidades peruvianas que la coronan, los declives que la suavizan, el desierto a sus pies postrado —al pecho sosegando— y los destellos afluentes que le abrillantan de norte a sur su glorioso cuerpo. Ella que es mujer, posee la fertilidad serena que aguarda por los huertos de ideas y los gritos de pertenencia que sus hijos, sus soñadores hacen brotar a través de la palabra. Latinoamérica es palabra. Jorge Luis Borges decía que el sueño es el género y la pesadilla la especie, válido es decir que Latinoamérica es el sueño y el género es el ensayo; la pesadilla, la especie sería entonces el silencio en estas tierras semi-vírgenes que aún buscan ser dichas y nombradas, que aún tienen mucho que ofrecer para sondeo de sus soñadores y los que aún duermen sin soñar pero prontos están a hacerlo.
Carpentier hablaba de la musa nombrada América con la magia que un niño recién abierto al mundo lo haría y a través del Orinoco la reconoció como un Génesis constante y una forma de lo sagrado en cada visión consecuente. Si bien para la segunda mitad del siglo XX ya había muchos ensayos acerca de la América, Carpentier atina en descender a los parajes poco explorados de la musa y hablar del folklore que escondía, de su musicalidad lista para ser pronunciada.
¿A qué suena América? A polifonías. Cánones. Contrapuntos. Voces húmedas y de tierra... ¿Al Orinoco? ¿Al río Bravo? ¿A los Andes? ¿A la mujer dormida? A él le sonaba a nueva en cada próxima visión que de ella obtenía. De él se desprende el observar y analizar la responsabilidad que posee el hombre (y aun más el hombre escritor) con respecto a la historia de su identidad, de su tierra. En Alejo Carpentier es fácil reconocer este puente tan corto que establece entre el hombre y su historia; y la trascendencia de ambos a través de la palabra. Y el reconocimiento continuo de desanudar leyendas aprisionadas en la no-exploración mediante las letras, mediante el ensayo.
El soñador, este hombre sensible que explora con ojos de niño, ha buscado a lo largo de más de un siglo hablar de su identidad, de su independencia y de los procesos históricos que le han acompañado en su diurna siesta. Los ensayistas de Latinoamérica han establecido puentes seguros entre hombres de distintos tiempos y sus diferentes formas de ver a la musa. Manuel González Prada erigía con fuego este puente entre tiempos. Hablaba entonces en la primera mitad del siglo XX, de la América exacerbada en pro de una homogeneidad heterogénea revelada en la Lima precolombina, que tomaría su rumbo entre luces tenues y otras turbadas por la madre España hacia un criollismo fructuoso cimentado en la conmiseración del indio. Tema que sería retomado años después por el venezolano Arturo Úslar Pietri en su ensayo El mestizaje creador. En González Prada encontramos la lucha de clases, la lucha de gigantes en una misma selva, la celebración de la humanidad y el trabajo sólo a través de la pasión, pasión que hoy en día duerme y lo hace sin soñar; encontramos, como en todo ensayista latinoamericano, la voz que habla por la nación y un pueblo, desde una perspectiva personal y subjetiva. Y el corazón apesadumbrado de una vida intelectual endeble que se refugia en el obrero para levantar su voz.
José Enrique Rodó compartía el sentir de pesadumbre que caía en los hombros de la juventud y posteriores generaciones de América Latina que ejercieran la “profesión de fe”, de dar arte por el arte mismo y encontrar en ella la pasión latina común, compartida por cada soñador y creador. Rodó hablaba de la identidad latina ya antes dicha, pero esta vez dando personalidad a los pueblos en diversidad constituyentes. Buscó raíces más profundas ligadas a la identidad nacionalista y encontró características renovables, pasajeras pero perdurables que ligaban no sólo a la gente de una nación, sino a las naciones pertenecientes a un continente fijo en un sello original y preciso que habla de su propia definición del hombre. Y aquí el comienzo del hombre que inicia la época: el hombre rebelde.
Existe una modernización y reajuste de la definición de hombre de acuerdo al tiempo, cada tiempo lleva consigo los símbolos que decodifican el carácter del soñador, del hombre en cuestión. Es asunto crucial saber manejar estos símbolos para reconocer al hombre y traducirlo en imágenes a través de un diálogo único, que sólo puede ser cultivado en agros del ensayo. Pues a través de este diálogo es posible encontrar el conocimiento.
Continuando con el sentido de pertenencia implícito e insistente en los ensayistas de Latinoamérica, no se puede dejar de lado la subversión inmutable y la curiosidad que cargan sus textos. Fernando Ortiz, ensayista cubano, ya conversaba de “transculturación” para referirse al tránsito de la cultura latinoamericana teniendo como referente la cultura africana. Con Rodó uno puede contestar la pregunta ¿A qué sabe América? Millones de sabores se acercarían a la respuesta. Sabe a Azúcar. A yerbas. A tabaco. A maíz. ¿A frutas tropicales? ¿Qué sabor tiene la musa? Tiene sabor a letras, a escritura.
Tal como lo refería Rosario Ferré, al hablar de la cocina de la escritura y la importancia de la narradora en esta empresa. Ella hablaba de su creación como un escaparate necesario para sus decepciones y heridas, donde el folklore era la pluma que sedimentaba su sentir y el ensayo la forma más adecuada para darlo a conocer. Se refugió en las letras para dialogar acerca de su identidad, no sólo como latinoamericana, sino como mujer. Abordó el tema de la imaginación y las diferencias posibles en hombres y mujeres con respecto a la creación literaria. Con un halo sedicioso pero un tanto dolorido escribió desde el lado femenino de la musa. Desde otra parte de esta enorme identidad, el lado de la literatura escrita por mujeres tan retomado en las universidades europeas y acunado por Rosario Ferré como un hambre primordial.
Es muy interesante encontrar en las ensayistas la búsqueda de su identidad como latinoamericanas y el enorme impulso de platicar su encuentro desde sus ojos femeninos. Dar a conocer el aroma de la musa a través de ropajes de indias, escritoras y artistas; del talle hermoso de otro segmento en ella nunca antes explorado. Con Gabriela Mistral acertamos en un Chile femenino, marino, perfecto y leonino: tal como ella. Con un folklore y visión que se tornan populares y graciosos, llena de ritmo su narrativa, habla de las letras, sociedades, educación y guerras, de esas que se hallan en los escenarios diarios de la vida. Las que libran las madres, maestras, alumnas y demás mujeres que se estaban abriendo a una nueva Latinoamérica llena de posibilidades.
Sin embargo, no sólo estas visiones nos dejan ver las ensayistas. Beatriz Sarlo, ensayista argentina de la segunda mitad de siglo XX narraba sobre la historia, la postmodernidad, la guerra, la cultura y la transición de las palabras hechas literatura al paso del tiempo. En su ensayo ¿Descripción celebratoria o descripción crítica? Sarlo presenta la cuestión del vivir el pasado como el presente y la crisis de la transición hacia la globalización. Que sin duda ostenta una Latinoamérica más explorada, retomada desde la sociedad y ya no desde su orografía y características solo físicas.
Tras la confesión de la pertenencia latinoamericana a través de una narrativa en búsqueda, llegó la penitencia de expresarla en emociones. La musa hablaba a través de sentires y la enunciación de lo mágico mediante un estilo que pudiera mostrar lo común y lo cotidiano en términos de lo irreal e insólito.
Ya con Miguel Ángel Asturias encontramos en su ensayo una sociedad denunciada y en perspectiva ligada a otros países. Invocó a la mitología de una manera más clara y notoria con palabras de un toque más poético y una estilística del sentir, más que del pensar y razonar. Evocó imágenes y símbolos para descubrir una nueva identidad propia, una nueva identidad del soñador que explicitaba su sueño y lo hacia volar como aves exóticas sobre una Latinoamérica selvática y multicolor. Exploró el carácter físico de su tierra y su vegetación surrealista hasta integrarlos en el nuevo diálogo: del realismo mágico. Y de la mano de autores como Gabriel García Márquez o Alejo Carpentier el género se creció.
El colombiano Germán Arciniegas poseyó ese mismo diálogo en muchos de sus ensayos. Mostraba una Colombia en el cambio, donde la identidad era tejida por los nuevos elementos que se integraban como modernidad. En su ensayo El automóvil mostraba los nuevos proyectos que embellecían a Colombia de los años 30’s, los retratos y fenómenos que la erigían; la estampa que observaba lejos de su Latinoamérica. Desde Europa, donde se tenía una mejor posición para revelar la belleza de las tierras americanas.
La tecnología y la literatura tomaban de la mano a los ensayistas y les llevaban a proliferar sus escritos. Ya conquistada la soberanía en el género faltaba discernir corrientes y encontrarse en ellas para hablar desde ahí, en deíctico. Con Enrique Anderson Imbert podemos vislumbrar una Argentina de tecnología; una Argentina como metáfora del siglo venidero. Así lo decía Octavio Paz: “Cada civilización una metáfora del tiempo”. Y Argentina era una metáfora de ciencias aplicadas, de máquinas, de industrias, del capitalismo y el conflicto que se estaba produciendo a partir de la conjunción de estos términos.
Por el lado de la literatura, Anderson Imbert se pronunciaba a favor del ensayo y las bondades del “nosotros” en vez del “yo” a través de éste género. Discutió la importancia del género y la seriedad que le abanderaba, donde el ensayo no era un texto producido por la pluma mozuela y neófita de indecisos y aprendices. Todo lo contrario, era producto de la revolución de espíritus que en su ingeniosidad y conocimiento podían producir un diálogo de temas diversos. Del realismo mágico escribió una breve biografía, nombró a los autores más representativos y los cimientos de lo “real maravilloso”. Entonces encontramos una nueva línea para el ensayo en nuestra tierras. De los platillos voladores de García Márquez a los paraísos artificiales de José Miguel Oviedo hay un gran paso, y un camino donde el género del ensayo madura y crece.
Con Oviedo y Gabriel Zaid encontramos una América en subdesarrollo, una musa con defectos y corrupciones. Una musa ya no de pertenencia y sus hijos soñadores sin sueño y en mediocre conocimiento. Para Oviedo el nombre América Latina ya no poseía una identidad segura dentro de sus territorios. Su América era la que los anglosajones estudiaban y conocían mejor, aun mejor que sus propios hijos latinos. La lucha contra el imperialismo y la necesidad soberbia de deslindar las clases dominantes para un mayor reconocimiento de identidad eran su preocupación.
Para Gabriel Zaid la economía fungía como preocupación central en muchos de sus ensayos. Los intelectuales y la poesía venían a constituir un rubro importante y responsable de tránsitos productivos dentro de la sociedad, poseedores de la verdad y la sanidad de la memoria. Pues muy cierto es que la salud de una nación la constituye la memoria. En este caso Latinoamérica se encontraba enferma y ha enfermado mucho más.
Ya Monsiváis, Héctor Libertella y Enrique Krauze reconocían la generación a la cual pertenecían y los problemas a contrarrestar, la economía y democracia como centro en sus ideas nos dejaban ver de forma clara la tiranía en la cual muchos de los países en América Latina se encontraban sumergidos. Y que aún se encuentran. Tomándoles como referencia nos encontramos con la América Latina actual, tierra varia de autócratas y democracias en batalla. De tendencias y transiciones cuya palabra más fiel y que invita al diálogo, al encuentro identidad-inserción mundial, sigue siendo ésta: Ensayo.
Éste que habla por su patria y por su tierra, por las tierras hermanas que le rodean y las bondades que ofrece. La orografía, la hidrografía, la sociografía y las emociones de estos declives encierran un continente que constantemente se traduce en Génesis, que cuando parece cerrarse al tiempo y a la exploración se vuelve a abrir para dar más que celebrar.
El ensayo es una provocación y una incitación honesta al diálogo. Conocer del ensayo en Latinoamérica es una invitación a la identidad, la expresión y negación de su origen, de forma subjetiva y, como diría Quevedo, “Dan a leer sus ojos” al mundo. Transitan con el tiempo y se quedan en la intemporalidad de la palabra, única e intransigente que reconoce lo humanizado en los rincones del tercer mundo, en la democracia perdida y la autonomía y soberanía reconquistadas gracias al verbo.
La responsabilidad por las raíces que se llevan al escribir es develada desde el más profundo sentir de los ensayistas. Que hablan desde un mundo objetivo, bajo el cielo relativo que todo permite, pero que todo medita y escudriña hasta hacer una poética, un ritmo, un canto, una polifonía. Una realidad extradiscursiva que representa una realidad, un sueño y un género.
Jorge Luis Borges, La Pesadilla, 1980
He de ver a toda Latinoamérica, experimentada, traducida y expuesta al Universo a través de las ideas de su soñador, que apelando al solipsismo es cada uno de nosotros y no nosotros en conjunto. Este soñador que respira gracias al aliento que de su patria extrae; que de sus imágenes como un gran manto se arropa de la indiferencia fría; que existe por la palabra que corta en racimos de los viñedos míticos de su Latinoamérica: única y en constante Génesis.
Latinoamérica que es mujer, con su delgada cintura húmeda y las carnosidades peruvianas que la coronan, los declives que la suavizan, el desierto a sus pies postrado —al pecho sosegando— y los destellos afluentes que le abrillantan de norte a sur su glorioso cuerpo. Ella que es mujer, posee la fertilidad serena que aguarda por los huertos de ideas y los gritos de pertenencia que sus hijos, sus soñadores hacen brotar a través de la palabra. Latinoamérica es palabra. Jorge Luis Borges decía que el sueño es el género y la pesadilla la especie, válido es decir que Latinoamérica es el sueño y el género es el ensayo; la pesadilla, la especie sería entonces el silencio en estas tierras semi-vírgenes que aún buscan ser dichas y nombradas, que aún tienen mucho que ofrecer para sondeo de sus soñadores y los que aún duermen sin soñar pero prontos están a hacerlo.
Carpentier hablaba de la musa nombrada América con la magia que un niño recién abierto al mundo lo haría y a través del Orinoco la reconoció como un Génesis constante y una forma de lo sagrado en cada visión consecuente. Si bien para la segunda mitad del siglo XX ya había muchos ensayos acerca de la América, Carpentier atina en descender a los parajes poco explorados de la musa y hablar del folklore que escondía, de su musicalidad lista para ser pronunciada.
¿A qué suena América? A polifonías. Cánones. Contrapuntos. Voces húmedas y de tierra... ¿Al Orinoco? ¿Al río Bravo? ¿A los Andes? ¿A la mujer dormida? A él le sonaba a nueva en cada próxima visión que de ella obtenía. De él se desprende el observar y analizar la responsabilidad que posee el hombre (y aun más el hombre escritor) con respecto a la historia de su identidad, de su tierra. En Alejo Carpentier es fácil reconocer este puente tan corto que establece entre el hombre y su historia; y la trascendencia de ambos a través de la palabra. Y el reconocimiento continuo de desanudar leyendas aprisionadas en la no-exploración mediante las letras, mediante el ensayo.
El soñador, este hombre sensible que explora con ojos de niño, ha buscado a lo largo de más de un siglo hablar de su identidad, de su independencia y de los procesos históricos que le han acompañado en su diurna siesta. Los ensayistas de Latinoamérica han establecido puentes seguros entre hombres de distintos tiempos y sus diferentes formas de ver a la musa. Manuel González Prada erigía con fuego este puente entre tiempos. Hablaba entonces en la primera mitad del siglo XX, de la América exacerbada en pro de una homogeneidad heterogénea revelada en la Lima precolombina, que tomaría su rumbo entre luces tenues y otras turbadas por la madre España hacia un criollismo fructuoso cimentado en la conmiseración del indio. Tema que sería retomado años después por el venezolano Arturo Úslar Pietri en su ensayo El mestizaje creador. En González Prada encontramos la lucha de clases, la lucha de gigantes en una misma selva, la celebración de la humanidad y el trabajo sólo a través de la pasión, pasión que hoy en día duerme y lo hace sin soñar; encontramos, como en todo ensayista latinoamericano, la voz que habla por la nación y un pueblo, desde una perspectiva personal y subjetiva. Y el corazón apesadumbrado de una vida intelectual endeble que se refugia en el obrero para levantar su voz.
José Enrique Rodó compartía el sentir de pesadumbre que caía en los hombros de la juventud y posteriores generaciones de América Latina que ejercieran la “profesión de fe”, de dar arte por el arte mismo y encontrar en ella la pasión latina común, compartida por cada soñador y creador. Rodó hablaba de la identidad latina ya antes dicha, pero esta vez dando personalidad a los pueblos en diversidad constituyentes. Buscó raíces más profundas ligadas a la identidad nacionalista y encontró características renovables, pasajeras pero perdurables que ligaban no sólo a la gente de una nación, sino a las naciones pertenecientes a un continente fijo en un sello original y preciso que habla de su propia definición del hombre. Y aquí el comienzo del hombre que inicia la época: el hombre rebelde.
Existe una modernización y reajuste de la definición de hombre de acuerdo al tiempo, cada tiempo lleva consigo los símbolos que decodifican el carácter del soñador, del hombre en cuestión. Es asunto crucial saber manejar estos símbolos para reconocer al hombre y traducirlo en imágenes a través de un diálogo único, que sólo puede ser cultivado en agros del ensayo. Pues a través de este diálogo es posible encontrar el conocimiento.
Continuando con el sentido de pertenencia implícito e insistente en los ensayistas de Latinoamérica, no se puede dejar de lado la subversión inmutable y la curiosidad que cargan sus textos. Fernando Ortiz, ensayista cubano, ya conversaba de “transculturación” para referirse al tránsito de la cultura latinoamericana teniendo como referente la cultura africana. Con Rodó uno puede contestar la pregunta ¿A qué sabe América? Millones de sabores se acercarían a la respuesta. Sabe a Azúcar. A yerbas. A tabaco. A maíz. ¿A frutas tropicales? ¿Qué sabor tiene la musa? Tiene sabor a letras, a escritura.
Tal como lo refería Rosario Ferré, al hablar de la cocina de la escritura y la importancia de la narradora en esta empresa. Ella hablaba de su creación como un escaparate necesario para sus decepciones y heridas, donde el folklore era la pluma que sedimentaba su sentir y el ensayo la forma más adecuada para darlo a conocer. Se refugió en las letras para dialogar acerca de su identidad, no sólo como latinoamericana, sino como mujer. Abordó el tema de la imaginación y las diferencias posibles en hombres y mujeres con respecto a la creación literaria. Con un halo sedicioso pero un tanto dolorido escribió desde el lado femenino de la musa. Desde otra parte de esta enorme identidad, el lado de la literatura escrita por mujeres tan retomado en las universidades europeas y acunado por Rosario Ferré como un hambre primordial.
Es muy interesante encontrar en las ensayistas la búsqueda de su identidad como latinoamericanas y el enorme impulso de platicar su encuentro desde sus ojos femeninos. Dar a conocer el aroma de la musa a través de ropajes de indias, escritoras y artistas; del talle hermoso de otro segmento en ella nunca antes explorado. Con Gabriela Mistral acertamos en un Chile femenino, marino, perfecto y leonino: tal como ella. Con un folklore y visión que se tornan populares y graciosos, llena de ritmo su narrativa, habla de las letras, sociedades, educación y guerras, de esas que se hallan en los escenarios diarios de la vida. Las que libran las madres, maestras, alumnas y demás mujeres que se estaban abriendo a una nueva Latinoamérica llena de posibilidades.
Sin embargo, no sólo estas visiones nos dejan ver las ensayistas. Beatriz Sarlo, ensayista argentina de la segunda mitad de siglo XX narraba sobre la historia, la postmodernidad, la guerra, la cultura y la transición de las palabras hechas literatura al paso del tiempo. En su ensayo ¿Descripción celebratoria o descripción crítica? Sarlo presenta la cuestión del vivir el pasado como el presente y la crisis de la transición hacia la globalización. Que sin duda ostenta una Latinoamérica más explorada, retomada desde la sociedad y ya no desde su orografía y características solo físicas.
Tras la confesión de la pertenencia latinoamericana a través de una narrativa en búsqueda, llegó la penitencia de expresarla en emociones. La musa hablaba a través de sentires y la enunciación de lo mágico mediante un estilo que pudiera mostrar lo común y lo cotidiano en términos de lo irreal e insólito.
Ya con Miguel Ángel Asturias encontramos en su ensayo una sociedad denunciada y en perspectiva ligada a otros países. Invocó a la mitología de una manera más clara y notoria con palabras de un toque más poético y una estilística del sentir, más que del pensar y razonar. Evocó imágenes y símbolos para descubrir una nueva identidad propia, una nueva identidad del soñador que explicitaba su sueño y lo hacia volar como aves exóticas sobre una Latinoamérica selvática y multicolor. Exploró el carácter físico de su tierra y su vegetación surrealista hasta integrarlos en el nuevo diálogo: del realismo mágico. Y de la mano de autores como Gabriel García Márquez o Alejo Carpentier el género se creció.
El colombiano Germán Arciniegas poseyó ese mismo diálogo en muchos de sus ensayos. Mostraba una Colombia en el cambio, donde la identidad era tejida por los nuevos elementos que se integraban como modernidad. En su ensayo El automóvil mostraba los nuevos proyectos que embellecían a Colombia de los años 30’s, los retratos y fenómenos que la erigían; la estampa que observaba lejos de su Latinoamérica. Desde Europa, donde se tenía una mejor posición para revelar la belleza de las tierras americanas.
La tecnología y la literatura tomaban de la mano a los ensayistas y les llevaban a proliferar sus escritos. Ya conquistada la soberanía en el género faltaba discernir corrientes y encontrarse en ellas para hablar desde ahí, en deíctico. Con Enrique Anderson Imbert podemos vislumbrar una Argentina de tecnología; una Argentina como metáfora del siglo venidero. Así lo decía Octavio Paz: “Cada civilización una metáfora del tiempo”. Y Argentina era una metáfora de ciencias aplicadas, de máquinas, de industrias, del capitalismo y el conflicto que se estaba produciendo a partir de la conjunción de estos términos.
Por el lado de la literatura, Anderson Imbert se pronunciaba a favor del ensayo y las bondades del “nosotros” en vez del “yo” a través de éste género. Discutió la importancia del género y la seriedad que le abanderaba, donde el ensayo no era un texto producido por la pluma mozuela y neófita de indecisos y aprendices. Todo lo contrario, era producto de la revolución de espíritus que en su ingeniosidad y conocimiento podían producir un diálogo de temas diversos. Del realismo mágico escribió una breve biografía, nombró a los autores más representativos y los cimientos de lo “real maravilloso”. Entonces encontramos una nueva línea para el ensayo en nuestra tierras. De los platillos voladores de García Márquez a los paraísos artificiales de José Miguel Oviedo hay un gran paso, y un camino donde el género del ensayo madura y crece.
Con Oviedo y Gabriel Zaid encontramos una América en subdesarrollo, una musa con defectos y corrupciones. Una musa ya no de pertenencia y sus hijos soñadores sin sueño y en mediocre conocimiento. Para Oviedo el nombre América Latina ya no poseía una identidad segura dentro de sus territorios. Su América era la que los anglosajones estudiaban y conocían mejor, aun mejor que sus propios hijos latinos. La lucha contra el imperialismo y la necesidad soberbia de deslindar las clases dominantes para un mayor reconocimiento de identidad eran su preocupación.
Para Gabriel Zaid la economía fungía como preocupación central en muchos de sus ensayos. Los intelectuales y la poesía venían a constituir un rubro importante y responsable de tránsitos productivos dentro de la sociedad, poseedores de la verdad y la sanidad de la memoria. Pues muy cierto es que la salud de una nación la constituye la memoria. En este caso Latinoamérica se encontraba enferma y ha enfermado mucho más.
Ya Monsiváis, Héctor Libertella y Enrique Krauze reconocían la generación a la cual pertenecían y los problemas a contrarrestar, la economía y democracia como centro en sus ideas nos dejaban ver de forma clara la tiranía en la cual muchos de los países en América Latina se encontraban sumergidos. Y que aún se encuentran. Tomándoles como referencia nos encontramos con la América Latina actual, tierra varia de autócratas y democracias en batalla. De tendencias y transiciones cuya palabra más fiel y que invita al diálogo, al encuentro identidad-inserción mundial, sigue siendo ésta: Ensayo.
Éste que habla por su patria y por su tierra, por las tierras hermanas que le rodean y las bondades que ofrece. La orografía, la hidrografía, la sociografía y las emociones de estos declives encierran un continente que constantemente se traduce en Génesis, que cuando parece cerrarse al tiempo y a la exploración se vuelve a abrir para dar más que celebrar.
El ensayo es una provocación y una incitación honesta al diálogo. Conocer del ensayo en Latinoamérica es una invitación a la identidad, la expresión y negación de su origen, de forma subjetiva y, como diría Quevedo, “Dan a leer sus ojos” al mundo. Transitan con el tiempo y se quedan en la intemporalidad de la palabra, única e intransigente que reconoce lo humanizado en los rincones del tercer mundo, en la democracia perdida y la autonomía y soberanía reconquistadas gracias al verbo.
La responsabilidad por las raíces que se llevan al escribir es develada desde el más profundo sentir de los ensayistas. Que hablan desde un mundo objetivo, bajo el cielo relativo que todo permite, pero que todo medita y escudriña hasta hacer una poética, un ritmo, un canto, una polifonía. Una realidad extradiscursiva que representa una realidad, un sueño y un género.
1 comentario:
gracias por las citas del ultimo gran maestre, enrique a. imbert
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