La simbología mística de San Juan de la Cruz, el poeta más sublime de las letras españolas, ha sido muy difícil de comprender por su notable ausencia de antecedentes cristianos. Sin embargo, Miguel Asín Palacios y yo misma, siguiendo sus huellas, hemos podido trazar más de cuarenta de estos símbolos a la mística musulmana, entre los cuales se encuentran la noche oscura del alma, las azucenas del dejamiento, el vino del éxtasis, entre tantos otros. Querría ahora añadir a esta larga lista el caso del ruiseñor.
Parecería, a primera vista, que la dulce "filomena" del Cántico espiritual, que nos hechiza con su canto nocturno en la primavera encendida de un jardín ultramundano, constituiría una reescritura más por parte de San Juan en la larga cadena de recreación de temas grecolatinos de la lírica española. Pero el poeta siempre nos sorprende: su "filomena", pese a su célebre nombre griego, es una rara avis que desentona dentro de un contexto literario occidental. En vez de entonar una miserabile carmen al estilo de las geórgicas virgilianas, el ruiseñor de San Juan canta al éxtasis transformante. Y esto ya no lo anticipan ni Homero, ni Catulo, ni Virgilio, ni los poetas renacentistas que se hicieron eco de la entristecida ave mitológica.
El ruiseñor juancruciano lanza al aire su salmodia extática cuando los protagonistas del Cántico –la esposa y el Esposo– están por dar fin a sus deliquios de amor, convertidos simbólicamente en palomas que anidan en los acantilados de piedra. La esposa pasa a celebrar en esos momentos los detalles de su noche de bodas trascendida, y lo hace en términos de la honda sabiduría que ha hecho suya en su proceso místico transformante. El Esposo le hace entonces un regalo nupcial inimaginable e intransferible:
Allí me mostrarías
aquello que mi alma pretendía
y luego me darías
allí tú, vida mía,
aquello que me diste el otro día:
El aspirar del aire
el canto de la dulce filomena,
el soto y su donaire
en la noche serena,
con llama que consume y no da pena.
El lenguaje amartelado –vida mía– nos deja saber que las nupcias espirituales han sido felizmente consumadas. La experiencia ultramundana es de tal hondura que el lenguaje se torna anhelante: "allí", "allí"; "aquello", "aquello". Faltan las palabras: no hay manera de decir lo ocurrido, y la hembra enamorada recurre, en su afasia, a una eclosión simbólica de frases nominales sin aparente concatenación secuencial y sin verbo. Los dislates místicos, sin embargo, algo logran susurrarnos del misterio insondable de la unión lograda, máxime si los leemos desde la óptica literaria del misticismo musulmán.
Veamos los "dones" que ha recibido la amada. Los versos parecerían volatilizarse, con su mención pura de aires, cantos, donaires, noches y llamas: la acertada nota desmaterializante salta a la vista, y es crucial, ya que el poeta celebra una experiencia al margen del espacio-tiempo y del lenguaje mismo. El primer regalo inefable, el "aspirar del aire", no ofrece mucho problema, porque en todas las tradiciones espirituales se asocia a la alta noticia de Dios, aludida ya como pneuma, como logos, como prana o como ruah. Este aire es el heraldo simbólico de un jardín sobrenatural –el del alma en éxtasis– oreado por el aire vivificador de una primavera espiritual. A renglón seguido escuchamos el jubiloso "canto de la dulce filomena", es decir, del ruiseñor. Pero su esplendente cántico resulta, como adelanté, enigmático para un frecuentador de Virgilio, de Horacio, de Ovidio, de Marcial, incluso de los más modernos Garcilaso, Boscán o Camoens, hasta desembocar en casos como el de Keats o Heine. Es que todos estos poetas, medulares en la tradición literaria occidental, asocian al ruiseñor con el llanto desconsolado de la pena humana, y no con la alegría desbordante del éxtasis.
Eduardo Chillida, Sin título, de la muestra Cántico espiritual dedicada a San Juan de la Cruz
El antiguo mito que reelaboran los citados poetas tiene como protagonista a la ateniense Filomena, que llora su desgracia metamorfoseada en ruiseñor. Su cuñado, el rey Tereo de Tracia, la había violado y le había cortado la lengua para que no informara lo sucedido a su hermana Procne. Pero Filomena borda en una tela la escena, y urde junto a su hermana una atroz venganza: matan al hijo de Tereo y Procne y lo dan como manjar a Tereo. Al darse cuenta de que ha ingerido a su propio vástago, Tereo persigue a las hermanas, pero los dioses las convierten en aves: Procne será la golondrina y Filomena el célebre ruiseñor que Europa habría de heredar como ave asociada al llanto y a la queja.
En sus Geórgicas (iv, 511-515), Virgilio ofrece una variante poética al mito y contribuye a forjar la figura del ruiseñor como madre desventurada, a quien el duro labrador le roba del nido sus polluelos implumes. Sobre una rama, Filomena inunda de dolor con su canto los espacios circundantes. ¿Qué tiene que ver San Juan con esta venerable tradición, si su simbólico nido de amor en lo alto de las cavernas de piedra no sólo no está vacío, sino que constituye un sublime tálamo de amor? Parecería que el poeta se burla de Virgilio y sus imitadores al convertir su miserabile carmen en alborozado canto extático.
A Borges no escapó el hecho de que más de una tradición ha nutrido al ruiseñor literario que ha acompañado a la humanidad con su dulce canto. Los versos de su "Oda al ruiseñor" de La rosa profunda (1975) nos aleccionan mejor que ningún ensayo erudito:
¿En qué noche secreta de Inglaterra
o del constante Rhin incalculable
perdida entre las noches de mis noches,
a mi ignorante oído habrá llegado
tu voz cargada de mitologías,
ruiseñor de Virgilio y de los persas?
Borges lleva razón al evocar al ruiseñor de Oriente y Occidente como ave dicotómica: son, en efecto, dos aves diametralmente opuestas en su dimensión de símbolo literario. Ya hemos visto el caso de Virgilio, pero cabe citar a los sufíes ilustres que se sirvieron a su vez del símil del ruiseñor o bolbol, venerable en el islam: Ahmad Algacel, Ruzbehan Baqli, Attar de Nishapur, y sobre todo el sublime Jalalodin Rumi. A partir de los siglos xi y xii, y aleccionados por los tratados de aves místicas simbólicas como el Risalat at-tayr o Tratado de los pájaros, de Abu Hamid Algacel y el Mantiq ut-tayr (El lenguaje de los pájaros) de Farid-ud-din Attar, ambos del siglo xii, los poetas contemplativos del islam llenan de ruiseñores sus huertos extáticos. Estas epopeyas ornitológicas las había inaugurado Ibn Sina o Avicena, con un opúsculo titulado Discurso del pájaro, comentado profusamente en persa y en árabe. Estas obras pioneras dieron pié a una poesía de aves embriagadas tan consistente que el gran perito en misticismo persa, Henry Corbin, denomina el fenómeno literario como el cycle de l’oiseau. Por su parte, asegura Annemarie Schimmel que "anyone who has read Persian poetry […] knows of the nightingale who […] is, in mystical language, the soul longing for Eternal beauty." ["quien haya leído la poesía persa [...] sabe del ruiseñor que [...] es, en lenguaje místico, el alma anhelando la Belleza Eterna"].
El ruiseñor de los persas ya no se lamenta, como el de las Geórgicas, sino que celebra exaltado la unión transformante. He aquí que hemos topado al fin con la dulce filomena de San Juan, que conserva el ropaje exterior de la mitología clásica pero que se comporta como un ave persa. Ajena al "rosignol che si soave piagne", de Petrarca, al "ruiseñor viüdo", de Góngora y a la Philomela que "chora", de Camoens, el avecica soleada de San Juan celebra con sus contrapartidas agarenas el éxtasis místico.
Pero el reformador orientaliza aún más a su dulce filomena. El verso que sigue a su canto sin palabras es muy extraño: "el soto y su donaire". La aplicación de la noción de "donaire" o "gracia" a un soto o bosque de árboles es inaudita. En nuestra lengua el adjetivo "donaire" o "gracia" se suele aplicar a personas que se mueven con gracia, incluso a mujeres que se mueven con gracia. El soto parecería adquirir su "donaire" al eco del canto de Filomena, que precede su misterioso movimiento. La lírica europea no nos ayuda a comprender aquí las imágenes, aparentemente inconexas y delirantes. La intertextualidad literaria islámica, en cambio, nos permite comprender que los símiles sanjuanísticos están más concatenados de lo que parecería a primera vista. Annemarie Schimmel comenta los versos en los que Rumi alude al aire primaveral que orea el jardín de su alma. El ruiseñor canta y su canto sin palabras hace bailar de júbilo el bosque, porque ha quedado invitado a unirse a la danza cósmica en celebración de Dios:
La creación se percibe como una gran danza en la cual la naturaleza […] escuchó el llamado divino y acudió de súbito a la inexistencia en medio de una danza extática […] Los árboles, las flores, los jardines que han llegado danzando a la existencia, continúan su danza […], tocados por la brisa primaveral mientras escuchan las melodías del ruiseñor.
Las ramas comienzan a bailar […], las hojas baten sus manos como trovadores, [y] el ruiseñor regresa de su viaje y convoca a todos los habitantes del jardín a unírsele en la sama para celebrar la primavera […] Las hojas, vestidas de verde como huríes, bailan felizmente en la tumba de enero […] Solamente las ramas secas no se agitan con esta brisa y con este son maravilloso y son comparables a los corazones secos de los eruditos y de los filósofos.
Parecería que Schimmel estuviera describiendo la lira del Cántico que nos ocupa, y no es de extrañar, pues hace años la docta islamóloga me dijo que ella no se asombraba de los misterios sanjuanísticos que tanto habían "asustado" a Menéndez Pelayo y a Dámaso Alonso, porque solía leer a San Juan "como si fuera un sufí". Acaso la Madre Ana de Jesús, destinataria del poema, se encontraba a salvo, culturalmente hablando, de la espesa tradición virgiliana, y supo descodificar sin mayor problema la filomena sanjuanística como ave del éxtasis. No descuento que símiles como éstos, de raigambre sufí, se encontraran ya lexicalizados y fueran conocidos en los ambientes monásticos donde se generaron y se leyeron los versos del santo. Posiblemente nuestra cultura clásica nos ha dificultado el acceso a algunos símbolos cruciales de San Juan que, quizá, sus primeros lectores comprendieran sin tanto esfuerzo erudito de confrontación de fuentes antiguas.
A despecho de su nombre aristocrático de larga estirpe clásica, la misteriosa filomena juancruciana que nos viene ocupando es pues una avecilla que se comporta con la alegría extática de sus congéneres orientales. Al amparo protector de su nombre griego se esconde un bolbol al uso sufí. La filomena sanjuanística, ¿es pues el ruiseñor de Virgilio o el bolbol de los persas? Parecería que de Virgilio y simultáneamente de los persas. Pero, por cierto, mucho más de los persas que de Virgilio.
Parecería, a primera vista, que la dulce "filomena" del Cántico espiritual, que nos hechiza con su canto nocturno en la primavera encendida de un jardín ultramundano, constituiría una reescritura más por parte de San Juan en la larga cadena de recreación de temas grecolatinos de la lírica española. Pero el poeta siempre nos sorprende: su "filomena", pese a su célebre nombre griego, es una rara avis que desentona dentro de un contexto literario occidental. En vez de entonar una miserabile carmen al estilo de las geórgicas virgilianas, el ruiseñor de San Juan canta al éxtasis transformante. Y esto ya no lo anticipan ni Homero, ni Catulo, ni Virgilio, ni los poetas renacentistas que se hicieron eco de la entristecida ave mitológica.
El ruiseñor juancruciano lanza al aire su salmodia extática cuando los protagonistas del Cántico –la esposa y el Esposo– están por dar fin a sus deliquios de amor, convertidos simbólicamente en palomas que anidan en los acantilados de piedra. La esposa pasa a celebrar en esos momentos los detalles de su noche de bodas trascendida, y lo hace en términos de la honda sabiduría que ha hecho suya en su proceso místico transformante. El Esposo le hace entonces un regalo nupcial inimaginable e intransferible:
Allí me mostrarías
aquello que mi alma pretendía
y luego me darías
allí tú, vida mía,
aquello que me diste el otro día:
El aspirar del aire
el canto de la dulce filomena,
el soto y su donaire
en la noche serena,
con llama que consume y no da pena.
El lenguaje amartelado –vida mía– nos deja saber que las nupcias espirituales han sido felizmente consumadas. La experiencia ultramundana es de tal hondura que el lenguaje se torna anhelante: "allí", "allí"; "aquello", "aquello". Faltan las palabras: no hay manera de decir lo ocurrido, y la hembra enamorada recurre, en su afasia, a una eclosión simbólica de frases nominales sin aparente concatenación secuencial y sin verbo. Los dislates místicos, sin embargo, algo logran susurrarnos del misterio insondable de la unión lograda, máxime si los leemos desde la óptica literaria del misticismo musulmán.
Veamos los "dones" que ha recibido la amada. Los versos parecerían volatilizarse, con su mención pura de aires, cantos, donaires, noches y llamas: la acertada nota desmaterializante salta a la vista, y es crucial, ya que el poeta celebra una experiencia al margen del espacio-tiempo y del lenguaje mismo. El primer regalo inefable, el "aspirar del aire", no ofrece mucho problema, porque en todas las tradiciones espirituales se asocia a la alta noticia de Dios, aludida ya como pneuma, como logos, como prana o como ruah. Este aire es el heraldo simbólico de un jardín sobrenatural –el del alma en éxtasis– oreado por el aire vivificador de una primavera espiritual. A renglón seguido escuchamos el jubiloso "canto de la dulce filomena", es decir, del ruiseñor. Pero su esplendente cántico resulta, como adelanté, enigmático para un frecuentador de Virgilio, de Horacio, de Ovidio, de Marcial, incluso de los más modernos Garcilaso, Boscán o Camoens, hasta desembocar en casos como el de Keats o Heine. Es que todos estos poetas, medulares en la tradición literaria occidental, asocian al ruiseñor con el llanto desconsolado de la pena humana, y no con la alegría desbordante del éxtasis.
Eduardo Chillida, Sin título, de la muestra Cántico espiritual dedicada a San Juan de la Cruz
El antiguo mito que reelaboran los citados poetas tiene como protagonista a la ateniense Filomena, que llora su desgracia metamorfoseada en ruiseñor. Su cuñado, el rey Tereo de Tracia, la había violado y le había cortado la lengua para que no informara lo sucedido a su hermana Procne. Pero Filomena borda en una tela la escena, y urde junto a su hermana una atroz venganza: matan al hijo de Tereo y Procne y lo dan como manjar a Tereo. Al darse cuenta de que ha ingerido a su propio vástago, Tereo persigue a las hermanas, pero los dioses las convierten en aves: Procne será la golondrina y Filomena el célebre ruiseñor que Europa habría de heredar como ave asociada al llanto y a la queja.
En sus Geórgicas (iv, 511-515), Virgilio ofrece una variante poética al mito y contribuye a forjar la figura del ruiseñor como madre desventurada, a quien el duro labrador le roba del nido sus polluelos implumes. Sobre una rama, Filomena inunda de dolor con su canto los espacios circundantes. ¿Qué tiene que ver San Juan con esta venerable tradición, si su simbólico nido de amor en lo alto de las cavernas de piedra no sólo no está vacío, sino que constituye un sublime tálamo de amor? Parecería que el poeta se burla de Virgilio y sus imitadores al convertir su miserabile carmen en alborozado canto extático.
A Borges no escapó el hecho de que más de una tradición ha nutrido al ruiseñor literario que ha acompañado a la humanidad con su dulce canto. Los versos de su "Oda al ruiseñor" de La rosa profunda (1975) nos aleccionan mejor que ningún ensayo erudito:
¿En qué noche secreta de Inglaterra
o del constante Rhin incalculable
perdida entre las noches de mis noches,
a mi ignorante oído habrá llegado
tu voz cargada de mitologías,
ruiseñor de Virgilio y de los persas?
Borges lleva razón al evocar al ruiseñor de Oriente y Occidente como ave dicotómica: son, en efecto, dos aves diametralmente opuestas en su dimensión de símbolo literario. Ya hemos visto el caso de Virgilio, pero cabe citar a los sufíes ilustres que se sirvieron a su vez del símil del ruiseñor o bolbol, venerable en el islam: Ahmad Algacel, Ruzbehan Baqli, Attar de Nishapur, y sobre todo el sublime Jalalodin Rumi. A partir de los siglos xi y xii, y aleccionados por los tratados de aves místicas simbólicas como el Risalat at-tayr o Tratado de los pájaros, de Abu Hamid Algacel y el Mantiq ut-tayr (El lenguaje de los pájaros) de Farid-ud-din Attar, ambos del siglo xii, los poetas contemplativos del islam llenan de ruiseñores sus huertos extáticos. Estas epopeyas ornitológicas las había inaugurado Ibn Sina o Avicena, con un opúsculo titulado Discurso del pájaro, comentado profusamente en persa y en árabe. Estas obras pioneras dieron pié a una poesía de aves embriagadas tan consistente que el gran perito en misticismo persa, Henry Corbin, denomina el fenómeno literario como el cycle de l’oiseau. Por su parte, asegura Annemarie Schimmel que "anyone who has read Persian poetry […] knows of the nightingale who […] is, in mystical language, the soul longing for Eternal beauty." ["quien haya leído la poesía persa [...] sabe del ruiseñor que [...] es, en lenguaje místico, el alma anhelando la Belleza Eterna"].
El ruiseñor de los persas ya no se lamenta, como el de las Geórgicas, sino que celebra exaltado la unión transformante. He aquí que hemos topado al fin con la dulce filomena de San Juan, que conserva el ropaje exterior de la mitología clásica pero que se comporta como un ave persa. Ajena al "rosignol che si soave piagne", de Petrarca, al "ruiseñor viüdo", de Góngora y a la Philomela que "chora", de Camoens, el avecica soleada de San Juan celebra con sus contrapartidas agarenas el éxtasis místico.
Pero el reformador orientaliza aún más a su dulce filomena. El verso que sigue a su canto sin palabras es muy extraño: "el soto y su donaire". La aplicación de la noción de "donaire" o "gracia" a un soto o bosque de árboles es inaudita. En nuestra lengua el adjetivo "donaire" o "gracia" se suele aplicar a personas que se mueven con gracia, incluso a mujeres que se mueven con gracia. El soto parecería adquirir su "donaire" al eco del canto de Filomena, que precede su misterioso movimiento. La lírica europea no nos ayuda a comprender aquí las imágenes, aparentemente inconexas y delirantes. La intertextualidad literaria islámica, en cambio, nos permite comprender que los símiles sanjuanísticos están más concatenados de lo que parecería a primera vista. Annemarie Schimmel comenta los versos en los que Rumi alude al aire primaveral que orea el jardín de su alma. El ruiseñor canta y su canto sin palabras hace bailar de júbilo el bosque, porque ha quedado invitado a unirse a la danza cósmica en celebración de Dios:
La creación se percibe como una gran danza en la cual la naturaleza […] escuchó el llamado divino y acudió de súbito a la inexistencia en medio de una danza extática […] Los árboles, las flores, los jardines que han llegado danzando a la existencia, continúan su danza […], tocados por la brisa primaveral mientras escuchan las melodías del ruiseñor.
Las ramas comienzan a bailar […], las hojas baten sus manos como trovadores, [y] el ruiseñor regresa de su viaje y convoca a todos los habitantes del jardín a unírsele en la sama para celebrar la primavera […] Las hojas, vestidas de verde como huríes, bailan felizmente en la tumba de enero […] Solamente las ramas secas no se agitan con esta brisa y con este son maravilloso y son comparables a los corazones secos de los eruditos y de los filósofos.
Parecería que Schimmel estuviera describiendo la lira del Cántico que nos ocupa, y no es de extrañar, pues hace años la docta islamóloga me dijo que ella no se asombraba de los misterios sanjuanísticos que tanto habían "asustado" a Menéndez Pelayo y a Dámaso Alonso, porque solía leer a San Juan "como si fuera un sufí". Acaso la Madre Ana de Jesús, destinataria del poema, se encontraba a salvo, culturalmente hablando, de la espesa tradición virgiliana, y supo descodificar sin mayor problema la filomena sanjuanística como ave del éxtasis. No descuento que símiles como éstos, de raigambre sufí, se encontraran ya lexicalizados y fueran conocidos en los ambientes monásticos donde se generaron y se leyeron los versos del santo. Posiblemente nuestra cultura clásica nos ha dificultado el acceso a algunos símbolos cruciales de San Juan que, quizá, sus primeros lectores comprendieran sin tanto esfuerzo erudito de confrontación de fuentes antiguas.
A despecho de su nombre aristocrático de larga estirpe clásica, la misteriosa filomena juancruciana que nos viene ocupando es pues una avecilla que se comporta con la alegría extática de sus congéneres orientales. Al amparo protector de su nombre griego se esconde un bolbol al uso sufí. La filomena sanjuanística, ¿es pues el ruiseñor de Virgilio o el bolbol de los persas? Parecería que de Virgilio y simultáneamente de los persas. Pero, por cierto, mucho más de los persas que de Virgilio.
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