jueves, 11 de enero de 2007

POSTALES PARA UNA POSIBLE GUÍA POR BERNARDO ESQUINCA


¿Por qué escribir un libro de viajes? ¿Por qué creer que algo que es profundamente íntimo y personal puede interesar a alguien más que los amigos o los compañeros de aventura? En el prólogo de su Apuntes de un anatomista de ciudades, León Plascencia Ñol da una clave al respecto, tras enumerar una serie de imágenes atesoradas de país en país: viajar es una de las maneras más próximas de encontrar la felicidad. Escribir un libro de viajes sería entonces una forma de extender esos hallazgos a quien quiera que esté dispuesto a compartirlos, a contagiarse de la mirada que descubre a cada paso, a cada vuelta de esquina, un mundo extraño que es vital compartir porque, como se sabe, ningún hombre es una isla pero tampoco ningún hombre es una sola ciudad.

León se asume como un investigador --el diarista o cronista como detective, explica al inicio del libro--, que husmea aquí y allá siguiendo las huellas no sólo turísticas sino también literarias que cada destino contiene. Witold Gombrowicz, Adolfo Bioy Casares, Borges y Ricardo Piglia en Buenos Aires; Sebald, Robert Waltzer, Kafka y Sergio Pitol en Praga; Vila Matas, Marsé y Bolaño en Barcelona; Tabucchi, José Cardoso Pires, John Doss Passos y Pessoa en Lisboa.

Si León se refiere al viaje como una manera de la felicidad, tiene el acierto de también describirlo como una adicción, un padecimiento. Y da otra pista del por qué de su libro: “Esto debe ser la enfermedad: hacer literatura”, escribe casi con resignación.

Álvaro Cunqueiro decía que las ciudades suelen tener nombres secretos y que quien los conoce puede dominarlas. Por lo tanto, cambian su nombre constantemente. Esto parece comprenderlo muy bien el cronista-detective de Apuntes de un anatomista de ciudades. En el texto sobre Praga reflexiona: “Praga es lo que no se ve. Algo se nos oculta a los extranjeros, a los turistas. La verdadera ciudad está por debajo de los ojos. He caminado alrededor de doce mil nombres que se ocultan”.

También las ciudades son amores fieles. Como León escribe, “hay ciertos lugares que inoculan lentamente su virus para que ya nada sea igual”. Así, la niebla y la tristeza de Lisboa se vuelven un vicio, como bien advierte Flaubert en esas mismas páginas. Los ajenjos bebidos en el barrio gótico de Barcelona descubren un brillo distinto en las cosas. En Buenos Aires, hay que perderse entre cientos de mujeres extraviadas. El té de coca bebido en Cusco no logra conjurar el mal de altura ni, lo más importante, el mal de Montano, el mal de Vila Matas, el mal del que León se confiesa afortunado depositario: la enfermedad del paseante.

En consecuencia con eso, el cronista-detective se reconoce como un hombre de ideas y no como un hombre de acción. Después de una expedición por aguas caribeñas abordo de una lancha, donde las olas amenazantes le hacen pensar que acabará en las mandíbulas de un tiburón de un momento a otro, confiesa: “Mi máximo riesgo es mover rápidamente los hielos con el dedo índice de un vaso cubierto de whisky”. Y está bien que así sea. León no es Hemingway lanzándose de cabeza para atravesar la puerta de su avión en llamas en plena sabana africana. Todos sabemos cómo acabo Hemingway. León escribe, en cambio: “Lo importante es que sigo enfermo y feliz”. En lugar de aventuras desaforadas, nos regala su ojo literario, que encuentra historias en todo momento, micronarraciones dentro de su propio relato, como la magnífica postal de la mujer vendada que acaricia a su gato en una ventana de la convulsa Bogotá.

Del panteón de La Recoleta con sus fantasmas literarios a Boca de Iguanas, del mercado de la Boquería con sus langostas que aún se mueven inquietantemente al Puente de los Suicidas en Lima, de la Plaza Bolívar merodeada por yonquis que se inyectan a ritmo de vallenato a la avenida Chapultepec (el regreso a Ítaca del cronista-detective), la mirada de León Plascencia Ñol nos descubre las contraseñas para penetrar mundos que no nos pertenecen. Es la visión de quien llega a sitios de los que no quiere irse y de los que nunca se irá, porque este anatomista de ciudades quedó atrapado para siempre en las páginas de su propio libro. Y, lo más relevante, sus lectores con él. Por eso hay que escribir libros de viajes: para que el eco de nuestros pasos en esas calles ajenas no se apague nunca.

Apuntes de un anatomista de ciudades
Consejo Estatal para la cultura y las Artes de Jalisco
2006

1 comentario:

Tania8a dijo...

Hay un libro buenísimo sobre anécdotas de viaje es de Julio Cortázar se llama LOS AUTONAUTAS DE LA COSMOPISTA y es muy bueno también.

Saludos!

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