Ayer, en reunión privada con unos amigos íntimos, mi fidelísimo amigo el narrador Max Palacios me reveló –entre otras cosas mucho más delicadas que a su tiempo tendrán vida escritural- que Rubén Quiroz había publicado El idiota del Apocalipsis, notable poemario del malogrado poeta Chirinos Cúneo.
Esto me trae a la memoria una visita que le hicimos al poeta con un trío de amigos, y un inquisidor periodista de El Peruano, allá por los primeros años de la década de los noventa.
Yo estaba bebiendo unas cervezas en el Queirolo con Juan Ramírez Ruiz y Domingo de Ramos cuando, de súbito, se apareció este periodista queriendo invitarme unos tragos. Conversamos en un aparte, y me confesó su voluntad de hacerle un reportaje al entonces como ahora olvidado vate chalaco. Como yo sabía dónde vivía, me invitaba a participar del entuerto periodístico.
Quedamos en ir a la casa de Guillermo Chirinos Cúneo en La Perla al día siguiente, un sábado de radiante belleza. Nos embarcamos ese día en un taxi Gustavo Montoya Rivas, Josemári Recalde, Bruno Broyd, el periodista, y yo, picados todos por saber en qué estado estaba el autor de aquel contundente libro.
Fuimos recibidos con entusiasmo puro por el poeta, en su casa típica de esa clase media honrada que entonces todavía existía. Su rostro estaba tasajeado por el tiempo y los sucesos, pero su cuerpo, entonces enjuto, revelaba que alguna vez había habido fortaleza física ahí. La barba crecida y la voz ralamente estentórea entre que intimidaban y confortaban.
Pude intuir que posiblemente años antes el poeta había sido muy inteligente, y que entonces le quedaban vestigios, símbolos deteriorados de una percepción poderosa de lo real.
Hablamos toda una tarde aquella vez. Bebimos ron (su madre se oponía vivamente a esto pues el poeta estaba en manos de un negociante psíquico que le había cambiado sus antiguos y sanos vicios –excusad la contradicción- por la ingesta de pepas y visitas tan frecuentes como inútiles, según él nos confesó), le llevamos poemas escritos a máquina que él recibió con respeto –recuerdo uno especialmente rimbobante de Broyd-, y finalmente salimos a la calle a compartir un sunset.
Al regresar para despedirnos de la madre, muy de noche, Chirinos Cúneo entró a su habitación y luego de rebuscar un buen rato, salió con una suerte de costalillo de yute con cientos de papeles. Eran sus poemas inéditos, aquellos que no habían entrado a su único libro publicado o que había producido después.
Como si partiera una enorme hogaza de pan, el poeta nos entregó en las manos unos cien o doscientos poemas a cada uno, escritos a máquina y algunos de ellos acompañados de dibujos tan perturbadores como los propios poemas. Recuerdo que Montoya le dijo, muy sorprendido: “Guillermo, ¿y si se pierden?”. El poeta pareció pensar un breve momento, y contestó para todos: “Llévenlos nomás; nada se pierde”.
Aquella fue la primera y la última vez que vi al autor de estos versos:
Frente a la ciudad,
Frente al mundo,
La madre bella ha parido un payaso irrisorio pero azul.
¡Maldito coito amarillo!
Todo el regreso estuve pensando en qué había querido decir Chirinos Cúneo con eso de que “nada se pierde”. Tal vez que lo que se pierde, cualquiera sea su valor, tenía que perderse, o, como había dicho Pound, que lo que bien amas permanece, así se pierda físicamente.
Aquella madrugada, ya en Quilca, continuamos bebiendo, y Josemári leyó en voz alta gran parte de los poemas que le tocaron (creo que eran los mejores). Escuchamos todos en silencio los poemas. Fue hermoso, hermético y muy serio. Se los aseguro.
1 comentario:
Estimado Paul: como ya habrás visto, ya puse en mi blog el artículo de Farfán, generosidad que te agradezco. Acabo de leer este texto sobre la visita a este poeta, que -mi ignorancia mediante- no conocía hasta ahora. ¿Será posible reproducir también este posteo? ¿O le pido permiso a V. Coral? Saludos, Cristián Gómez
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