miércoles, 15 de febrero de 2006

THE RISK OF BEAUTY


Paul Guillén. La transformación de los metales.
Lima: tRpode editores, 2005.


La frase en inglés le pertenece a unos versos del norteamericano Charles Olson. Es una de las cumbres maravillosas de The Kingfishers (1949) que Paul Guillén (Ica, 1976) cita en unos de sus poemas. Parafraseando en una floja traducción: “No soy griego, no poseo esa ventaja, ni por supuesto un romano; éste no puede tomar ningún riesgo, menos aún el riesgo de la belleza”. Habla de la tradición clásica, a la que se dirige con insolencia. Guillén hace lo mismo: su mapa poético es a la vez impresionante y vanidoso. Porque de Olson podemos ir hacia atrás y encontrar a Pound, y a través de él a Propercio. Y así transitan Marcial, Hipponax, Anacreonte o Teognis de Megara. En La transformación de los metales -un primer libro que reúne sus poemas escritos entre 1999 y 2005-, Guillén posee la manía por los epígrafes, pero todos están muy bien escogidos. Son los hitos de su aventura poética: una que toma la tradición por su cuello de cisne en ese péndulo ambivalente de veneración y desobediencia, de tenso equilibrio entre el homenaje y el escepticismo. ¿Qué es lo que busca? La verdad, por supuesto, ¿qué más podría buscar un alquimista del lenguaje?

De primera impresión, las amplias telarañas de intertextualidad y referencias de La transformación de los metales amenazan con devorar al lector desconcentrado. Pero hay que recordar que toda poesía fuertemente ligada al academicismo -Guillén es un egresado de Literatura de San Marcos y un apasionado estudioso de la poesía- tiene una misión excelsa: dejar muy en claro que los residuos de su búsqueda se lean como residuos bellos. Es la poesía como proceso, lingüístico antes que vital, narcisista y que, aunque termine ahogándose en el estanque de su propio reflejo, se muestra triunfante aun en el fracaso. Lo importante es fracasar bellamente.

Escritas en diferentes momentos, las cuatro partes de La transformación de los metales tienen un hilo que las une. El inicio es la génesis de una de las múltiples voces que aparecen en el poemario. Es la voz del hombre que despierta al mundo y se enfrenta a su propia inadecuación: “La naturaleza no nos deja seguir pensando”, “el prado no distingue entre las eras / y sólo se limita a hablar del caos y el olvido”. Es lo más directo, sin duda, porque estos versos están rodeados de fulgurante densidad. Guillén inventa su propio mito con la melopeya de su magnífico oído para las palabras.

En las secciones que siguen, la voces nacientes se transformarán lentamente en voces suplicantes que, advertidas de su propia mortalidad, se dirigen a los dioses. La parte culminante del libro -“Salmos de Marco Valerio”- se concentra en lo contestatario: una desafiante resignación que acepta y no acepta la corrupción como necesaria para el renacimiento. Son tópicos barrocos que hablan de la inseguridad, de la orfandad, de lo inabarcable. Y Guillén no es nunca cauto: estruja, violenta, satiriza, y termina su ciclo con un poema que invita a experimentar la más completa desarticulación sintáctica.

Sobran etiquetas: poesía hermética, culta, neobarroca. Aunque Guillén reescriba una historia quizás conocida, lo hace con autoridad admirable. Esta poesía es cosa seria.

Luis Aguirre
Publicado originalmente en: Correo. Lima, 21 de noviembre 2005.

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