(Panfleto del 3 de noviembre de 2006)
Oaxaca: ciudad tomada, jodida, vilipendiada, ensombrecida, arruinada, pintarrajeada, metida a un sótano de pesadilla para conversar con todos sus males y sus demonios. Pisoteada aquí, allá y acullá en sus piedras, tierras, aires y aguas más que un perro (me dice el lugar común: sarnoso). De mediados de mayo a finales de octubre (sí, ahora, con medialuna musulmana, de ensueño ciertamente), esta villita verde ha padecido sopores, úlceras, disenterías, cánceres fulminantes, destrozos de vísceras por armas de fuego (que en la bondad de la noche, estos últimos, dan una súbita lección de la teoría del color).
Oaxaca: ciudad gaseada, escupida hasta por el más escupible (larga fila que se pierde en el horizonte) representante de la clase política. Niña violada con saña (me acuerdo de ti, Isidore Ducasse) por una jauría de perros y una piara de marranos. Tierra de mi no saber: Oaxaca, enredadera de mi permanente incertidumbre: nube montada en un lomerío de maíz maduro. Se nos ha perdido la justicia, la razón, la confianza entres tus hierbas, entre tus muertos, entre tus niños (huérfanos de escuela diría Machado). Desaparecida, embarricada, patrullada por el diablo y la muerte, Oaxaquita, puteada por el Presidente, el Gobernador, el Senado, los Diputados y por el que cierra (¿abrirá alguna vez, de golpe, espantando todos los espectros?) la ventanita de la Torre de Marfil de Nuestra Señora de la Democracia S.A. de C.V. protectora del Plan Puebla-Panamá, con todos los pecados concebido.
Oaxaca: la apestosa del pacto republicano, la leprosa, la infectada de SIDA (pongámonos tremendistas y elementales). La de los párvulos muertos de hambre y lombricientos, legionarios de la fila de los burros según los dictámenes de la SEP. Motín de la canalla, lenteja donde sueña (en su íntima infamia) un gorgojo de oro. Te pegan y te pegan con un garrote lleno de clavos ardiendo, de espinazos de iguana, de padres nuestros y aves marías, de los abajo firmantes, del estado de derecho, de los legítimos representantes del pueblo. Magullada de tanto palo, de tanto juicio ejemplar en la Plaza Pública, de tanto ahora sí, de tantísimo ojo por ojo y diente por diente; reventada hasta el hartazgo como una calabaza en los delirios del otoño. Pastora de lluvias por venir durante mi desolación, rezadora en capillas abiertas al espanto; Oaxaca, la de los huesos rotos, la de los jóvenes David arremetiendo contra los hombres blindados, la torcida del cuello de tanto divisar helicópteros haciendo laberintos en su cielo azul-azul como el azul de una granada abierta.
Muérete pero no dejes de cantar después de llorarte al pie de tu sepultura. Desde tu centenaria pobreza revive (vente de allá para acá al son de una chilena) como lo hacen tus sapos y tus cigarras. Hasta los infames se pondrán tristes de tu resurrección, Oaxaca, la de los ojos verdinegros que saber mirar el pasado, la vida de las raíces y los rituales que se suceden (cada la luna llena) en el sueño de un diablo enamorado de la muerte.
Ernesto Lumbreras
Oaxaca: ciudad tomada, jodida, vilipendiada, ensombrecida, arruinada, pintarrajeada, metida a un sótano de pesadilla para conversar con todos sus males y sus demonios. Pisoteada aquí, allá y acullá en sus piedras, tierras, aires y aguas más que un perro (me dice el lugar común: sarnoso). De mediados de mayo a finales de octubre (sí, ahora, con medialuna musulmana, de ensueño ciertamente), esta villita verde ha padecido sopores, úlceras, disenterías, cánceres fulminantes, destrozos de vísceras por armas de fuego (que en la bondad de la noche, estos últimos, dan una súbita lección de la teoría del color).
Oaxaca: ciudad gaseada, escupida hasta por el más escupible (larga fila que se pierde en el horizonte) representante de la clase política. Niña violada con saña (me acuerdo de ti, Isidore Ducasse) por una jauría de perros y una piara de marranos. Tierra de mi no saber: Oaxaca, enredadera de mi permanente incertidumbre: nube montada en un lomerío de maíz maduro. Se nos ha perdido la justicia, la razón, la confianza entres tus hierbas, entre tus muertos, entre tus niños (huérfanos de escuela diría Machado). Desaparecida, embarricada, patrullada por el diablo y la muerte, Oaxaquita, puteada por el Presidente, el Gobernador, el Senado, los Diputados y por el que cierra (¿abrirá alguna vez, de golpe, espantando todos los espectros?) la ventanita de la Torre de Marfil de Nuestra Señora de la Democracia S.A. de C.V. protectora del Plan Puebla-Panamá, con todos los pecados concebido.
Oaxaca: la apestosa del pacto republicano, la leprosa, la infectada de SIDA (pongámonos tremendistas y elementales). La de los párvulos muertos de hambre y lombricientos, legionarios de la fila de los burros según los dictámenes de la SEP. Motín de la canalla, lenteja donde sueña (en su íntima infamia) un gorgojo de oro. Te pegan y te pegan con un garrote lleno de clavos ardiendo, de espinazos de iguana, de padres nuestros y aves marías, de los abajo firmantes, del estado de derecho, de los legítimos representantes del pueblo. Magullada de tanto palo, de tanto juicio ejemplar en la Plaza Pública, de tanto ahora sí, de tantísimo ojo por ojo y diente por diente; reventada hasta el hartazgo como una calabaza en los delirios del otoño. Pastora de lluvias por venir durante mi desolación, rezadora en capillas abiertas al espanto; Oaxaca, la de los huesos rotos, la de los jóvenes David arremetiendo contra los hombres blindados, la torcida del cuello de tanto divisar helicópteros haciendo laberintos en su cielo azul-azul como el azul de una granada abierta.
Muérete pero no dejes de cantar después de llorarte al pie de tu sepultura. Desde tu centenaria pobreza revive (vente de allá para acá al son de una chilena) como lo hacen tus sapos y tus cigarras. Hasta los infames se pondrán tristes de tu resurrección, Oaxaca, la de los ojos verdinegros que saber mirar el pasado, la vida de las raíces y los rituales que se suceden (cada la luna llena) en el sueño de un diablo enamorado de la muerte.
Ernesto Lumbreras
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