martes, 3 de enero de 2017

ROGER SANTIVÁÑEZ: A Summer Place


En calidad de exclusiva publicamos un fragmento de una novela que Roger Santiváñez viene escribiendo sobre la adolescencia, el rock y el sol de Piura. Imagen de Ale Wendorff.


1

RECUERDO el verano de 1972 como uno de los momentos más hermosos de mi vida. Mi hermano mayor  tenía una casa en el balneario de San Pedro a 45 minutos de la ciudad de Piura y me llevaba -en cualquier instante- a pasar unos días en la playa. San Pedro consistía de unas pocas viviendas -8 exactamente- frente a la pequeña isla que conformaba un estero -semejando una piscina- donde disfrutábamos horas enteras del mar, el quemante sol y todo aquello que parecía ser la felicidad para ese adolescente quinceañero que era yo en aquel verano. Muchas veces iba con mi mamá, quien adoraba el océano y lo conocía muy bien habiendo crecido frente al mar en el Callao.  Matilde - esposa de Aníbal, mi hermano- todos los días después del desayuno preparaba la excursión al borde del mar. De modo que -a unos pasos de la orilla- tendíamos nuestras toallas y nos disponíamos a jugar toda la mañana junto a Claudia, Aníbal y Roberto, sus 3 menores hijos.

Así transcurrían esas inolvidables horas de alegría y diversión, sin que nada ensombreciera la potente luz del sol de Piura, persiguiendo rojos, nimios y rapidísmos cangrejos por la arena húmeda hasta que se perdían en sus huecos redondos, dejándonos con una extraña sensación de vacío y soledad: las que eran súbitamente descolocadas por el alcance heladito, espumoso y azul de la suave marea tocando -con casi imperceptible caricia- nuestros pies. Claudita levantaba sus castillos, yendo y viniendo del mar con su amarillo balde plástico, mientras el pequeño Anibal III -como lo llamaba su mamá- corría detrás del viejo pescador -guardián de la playa- llamándolo “!San José!, !San José!” siendo que el niño identificaba -dada la inmediatamente anterior cercanía de la Navidad- al santo padre de Jesús con el anciano Don José que cuidaba el balneario por encargo de las familias propietarias. Robertito era un bebé de pocos meses arrullado en su regazo por Juana, la dulce muchacha que servía como su ama.

Las familias propietarias -eran en su mayoría- pertenecientes al antiguo linaje piurano de los Seminario. De hecho, la casa que nosotros habitábamos era propiedad de Roberto Seminario Rómoli, suegro de mi hermano. Descendiente de Seminario y Jaime -libertador de Piura en los días de San Martín- y de Seminario Váscones, dueño de Catacaos y de medio Bajo-Piura, según contaba la leyenda. Rezaba la leyenda -también- que el padre de don Roberto prendado de la belleza de la  joven italiana que llegó a Piura -como integrante del grupo trapecista en un circo europeo-  se la robó (piuranisima expresión) y tuvo con ella varios hijos e hijas, el mayor de los cuales fue Roberto Seminario Rómoli, Robertómoli para los viejos piuranos aficionados a adjudicar graciosos apodos e imaginativos sobrenombres.

De modo que nosotros vivíamos en la casa de don Roberto. Hasta allí habíamos llegado debido a una dolencia tropical que afectó a Anibital, es decir Anibal III.  Pertinente es señalar que el número ordinal del niño aludía a mi padre Aníbal Santiváñez Morales, el primero de la estirpe en llegar a Piura hacia 1952 como Fiscal de la Corte Superior de Piura y Tumbes. Resulta que Anibal III -al promediar el principio del verano- fue objeto de unas fiebres altísimas que lo obligaban de madrugada a buscar el fresco,de modo que lo encontraban -al amanecer- recostado con el rostro sobre las losetas del baño, donde había conseguido un menos sofocante ambiente que el de los pisos de parquet del resto de su casa, sita en Santa Isabel F-4.  Nadie en Piura ataba ni desataba en torno a la enfermedad de Anibital. Tuvo que ser llevado a Lima de urgencia y después de su tratamiento -por prescripción médica- debía pasar el inclemente estío piurano en la playa, cerca de la brisa del mar; aligerando así y luego definitivamente superar aquella fiebre tropical que lo aquejó.

Esa es la razón por la que fui a parar allí con ellos, gustoso de salir del bochorno piurano y del hastío feroz que atravesaba. Preso en la profunda crisis adolescente que embargaba mi alma y mi corazón -desolados- por la triste experiencia de un amor no correspondido que había sufrido el año anterior, irme a la playa significaba para mí una suerte de liberación.  Cada vez que Aníbal se aparecía -en mi casa de Santa Isabel- proponiéndome largarnos a San Pedro, una intensa alegría me poseía, seguro de que -ni bien llegara a la orilla del mar- todo el aburrimiento, la noia y el sinsentido de vivir que me abrumaba, se esfumaría ipso facto como por arte de birlibirloque. Nos íbamos en el verde Fiat 124 de mi hermano, escuchando música y cantando sus canciones favoritas -los boleros de Los Panchos, Eddy Gornie, Tito Rodríguez o Alfonso Ortiz Tirado- Siboney recuerdo que lo apasionaba y se emocionaba mucho -y me emocionaba a mí- entonando el tema mientras atravesábamos La Arena, La Unión y enrumbábamos hacia la costa por la carretera a Vice, para luego -tras pasar los laureles de la curva indicada- tomar el desvío -afirmado de yucún- camino a San Pedro, San Pedresky Point -como nos placía llamarlo- aludiendo en joda a Zabrisky Point, la película hippie de Antonioni de moda por aquella época.

Toñi

Ese domingo llovía a raudales sobre Piura. Es sabido que el día de San José -23 de marzo- o en las fechas que lo circundan se desatan fuertes precipitaciones en la zona. El verano de 1971 no fue una excepción. La lluvia electrizaba los timbres de las puertas de Santa Isabel aquella noche cuando Carlos Silva se apareció por la esquina del barrio -Avenidas Santa María y San Miguel- mientras Quito Cortés y yo nos aburríamos soberanamente viendo llover sobre el pavimento brillante ante los faros de los autos nocturnos.

-¿Oe y? ¿Qué hacen? -nos interpeló Carlos.

-Ni michi. Ni Michigan -respondió Quito.

-Vamos a mi casa -replicó nuestro pata- Es cumpleaños de mi hermana y hay una reunión.

-Ah ya -contestamos al unísono.

Enrumbamos hacia la jato de Carlos que quedaba al otro lado del Parque en Santa Isabel a unas dos o tres cuadras cruzando la glorieta. Entramos solapas nomás por la puerta del postigo y nos colocamos en la cocina. Desde allí observábamos la reunión de las chicas, quienes departían risueñamente entre la sala y el comedor. Carlos decidió traer su guitarra y comenzó a tocar unas canciones de los Beatles que eran sus favoritas. La noche era de algún modo especial porque ese día era el último de las vacaciones del verano. Al día siguiente empezaban las clases del colegio, de modo que una extraña sensación reinaba en el ambiente, como si -con cierta alegre tristeza- nos estuviéramos despidiendo de algo irreparable.

De pronto se abrió la puerta de la cocina justo en el instante en que Carlos me había pasado la guitarra y yo interpretaba Black Magic Woman la canción de Santana en plena moda a la sazón. Al levantar la vista contemplé a la chica más linda -que hasta el momento- podía haber conocido en todo Piura. Era Toña Cordero, Toñi como a ella le gustaba ser llamada. Inmediatamente me quedé prendado de su belleza infinita. Alta, ojos azules -rarísimos como pespunteados de estrellas plomizas- intensa cabellera rubia que le rodaba sobre los hombros, perfecta apostura de niña pisando firme la plenitud de su pubertad. Cuando terminé la canción fuimos presentados por Carlos e intercambiamos números telefónicos. Cuando salí de allí una ilusión grande guardaba mi corazón adolescente. Caminé de vuelta a mi casa flotando en la nube de aquel prístino amor sentido por vez primera, feliz de abrigar un nuevo y hasta entonces desconocido sentimiento que me hacía contemplar al mundo tan hermoso como jamás lo había visto.

Empezaron las clases del colegio y entonces no pude ver ni saber nada de Toñi hasta el sábado siguiente. No sé qué hacía yo vagando  a una cuadra de mi casa, cuando súbitamente dobla la esquina la muchacha de mi desvelo. Iba en un short de jersey verde y una camiseta desmanchada en azules y anaranjados -al estilo de Joe Cocker- como se usaba en ese tiempo. Eran alrededor de las dos de la tarde y el sol de Piura doraba su cabellera suelta rotunda, asentada su figura en unas caderas de ensueño. Toñi se detuvo delante mío y tras saludarme con una sonrisa en el rostro me dijo:

-¿Vives por acá?

-Sí -le dije-. Y señalé en dirección a mi casa. -¿Y tú? -agregué.

-De aquí al fondo -me respondió- en la esquina con Las Casuarinas.

-¿Puedo llamarte por teléfono para conversar?

-Claro- me contestó- cuando quieras.

Y se alejó resplandeciendo su imagen al caminar -por la Avenida Santa María- con el ritmo de mi corazón palpitando mientras la veía convertirse en el ícono que ya no se desprendería de mi mente por bastante tiempo. Todo aquel 1971 giró en torno a esa pasión cuya historia me envolvería en la más profunda tristeza de aquella adolescencia sin nadie.

Se inició así entonces el largo período de las llamadas telefónicas. Al promediar las ocho o nueve de la noche yo marcaba el número de mi amor platónico y Toñi me contestaba al toque, feliz de escuchar la ininterrumpida serie de piropos que yo musitaba para ella. Preparaba mis mejores frases en elogio de su hermosura, se las pronunciaba con toda la emoción de la que era capaz la utópica realización de mi deseo. Digo utópica porque no demoré mucho en darme cuenta que mis esperanzas eran escasas o nulas. Supe que Toñi quería a otro chico del barrio y –poco a poco- me fui resignando a esta incontrastable realidad. Sin embargo fue muy lindo el tiempo que me pasé con ella, interminables conversaciones telefónicas hasta las 11 o 12 de la noche, en las que pasábamos revista de toda la collera de los muchachos de Santa Isabel, sus enamoramientos, aproximaciones o alejamemtos, conquistas y rebotes; así -como queda dicho- buenos momentos de dulce intimidad cuando le decía:

-Qué preciosa estabas esta tarde en la misa con tu conjunto palazzo en rojo floreado.

-Ah, te gustó -me respondía. ¿Y qué parte de mi cara te encanta más?

-Creo que tus ojos, sí, definitivamente esos puntitos que se despliegan en azul. Parece un caleidoscopio.

-¿Y mi pelo?

-Oh Toñi, cómo cae y se ondula suavecito sobre tus hombros.

-Loco, eres un loco -me replicaba ella con su tersa y agradable voz, en la que yo podía sentir su interior regocijo.

NUNCA me atreví a decirle que la amaba y menos que deseaba estar con ella. ¿Para qué? -me decía a mí mismo, si ya sabía que eso no era posible. Fueron pasando los meses y -con mucha pena- tuve que ir acostumbrándome a mi total soledad y al dolor que me producía no poder tenerla. Por eso fue bacán un día que -al bajar del ómnibus del colegio- la encontré cerca de mi casa y me comentó haber leído un artículo mío aparecido en una revista a mimeógrafo que editábamos con el profesor Kavadoy los de cuarto de media. Mi nota era sobre el Che Guevara y fue muy grato de su parte el que me repitiera algunas frases de mi escrito. Complacido, nos reímos juntos unos instantes de pura felicidad para mí. Y le prometí pasarle un poema que acababa de escribir titulado Poeta enamorado de 14 años. Fue uno de los primeros que compuse ya que -por esos días- empecé a escribir poesía.

Otra historia inolvidable fue la del disco de los Telegraph. Sucedió que la banda de rock The Telegraph Avenue de Lima había estado en Piura hacia marzo de 1971. Cecilia Yapur organizó lo que se llamó el Festival North Woodstock aludiendo a la zona costa norte del Perú y al famoso festival habido en el estado de Nueva York en Agosto de 1969 que marcó época y a toda nuestra generación. Era como decir el Woodstocksito de Piura, se reían los patas, pero eso no impidió que toda la muchachada piurana se diera cita esa noche alucinante en el Parque Infantil para presenciar tan especial evento, rarísimo en la alejada y árida ciudad de aquellos años. Lo bonito es que Toñi quería escuchar el disco, a propósito del tema Something going que todo el mundo andaba tocando en las esquinas del barrio en Santa Isabel. Yo tenía el disco que mi viejo me había conseguido en uno de sus viajes a Lima. De modo que fui capaz de darle esa alegría a la hermosa Toñi: le presté el disco por varias semanas. Ella lo disfrutó a su gusto y un atardecer -de motu propio- se apersonó en mi casa para -con atento y simpático ceremonial como yo lo sentí- devolverme aquel disco de tapas azul y naranja que hasta hoy conservo con amor.

Finalmente, el episodio más feliz para mí fue la noche de la fiesta de Micky Kinaup en el Club Grau. No sé porqué me encontraba en el coliseo de basquetbol del Club, espectando quien sabe qué partido que podría haber sido de mi interés. Cuando terminó el juego salí con los patas, pero en vez de ganar la calle nos dirigimos hacia dentro de las instalaciones del local y nos acercamos a la fiesta que había en uno de los salones del segundo piso. Era el cumpleaños quinceañero de Micky y su padre -al vernos asomar por la puerta- gentilmente nos dijo: Pasen muchachos. Entramos cuando Aroma -la banda de rock más bacán que había en Piura- se mandaba con Chica pagana de los CC Revival. Grande fue mi excitación ya que se trataba de una de mis canciones favoritas. En esa época, a mí me gustaba plantarme frente al grupo para escuchar la música y sacar las posiciones de la guitarra mientras ellos tocaban.  Allí estaban el loco Alvarez, voz y segunda, el Chino Montenegro, excelsa primera, Campolo en el bajo y Arrese, en la batería reemplazando al original batero Benford.

De pronto arrancan a interpretar ‘Es solo un pensamiento’ un super rock lento también de CC Revival, que junto a Has visto alguna vez la lluvia? eran las canciones de esta banda que nos traía locos a todos por aquellos días de adolescente descubrimiento del mundo. Fue entonces el mayor descubrimiento sentir el pecho de mi amada Toñi sobre mi propio pecho cuando -de pie frente a Aroma- me di la vuelta ante el inicio del rock lento y me encontré con ella, parada delante mío en un maravilloso e inesperado azar que nos juntó por toda la eternidad que duró la canción. No nos dijimos absolutamente nada. Hacía un tiempito que habían cesado nuestras conversas telefónicas y ya nada parecía unirme a la linda Toñi; pero la dulcísima impresión que me quedó de esa pieza que compartimos estrechamente abrazados -a la usanza del modo de bailar a la sazón- todavía alumbra la belleza con que recuerdo aquella larga y oscura noche de mi soledad total, en la que brilla el vestido anaranjado de Toñi y sus delicados brazos alrededor de mi cuello, envuelto por la dorada mata rubia de su imborrable pubertad.

2

Con la frescura matutina del amanecer en la playa nos levantábamos felices de recibir el regalo de un nuevo día de sol ante la belleza reverberante del estero -si nos tocaba marea alta a esa hora prístina- cuando el misterio de la redonda tierra se nos hacía perfecta luz en la recortada estela de la orilla fina y burbujeante. Era una especie de laico sacramento salir a caminar por el verde borde hasta la Bocana. Es decir, cerca de la desembocadura del río Piura, donde nos esperaba la magnífica extensión del verdadero mar con sus potentes olas rugientes a diferencia del tranquilo vaivén -tipo pileta- del estero frente a las casas de San Pedro.

Esta disciplina cotidiana la realizaba con el Cocho y la Rata -los hermanos Ramos- ambos de menos de 10 años, mis dos únicos acompañantes en aquel inolvidable verano. Cocho era un niño obeso -huraño y sonriente a la vez- que gustaba tomarle el pelo a su abuela -la señora Florencia-. Cuando hacia el advenimiento del atardecer la buena anciana entraba al agua para tomar su baño marino, de pronto se aparecía Cocho con su medallón de oro entre las manos y le decía a viva voz:

-Mira abuela! -Mostrándole ostentosamente la joya.

A lo que la doña -aterrada- respondía:

-No Cochito! -Qué haces!

Y el zamarro infante lanzaba con fuerza al aire la preciosa alhaja, la cual caía y se hundía en el mar.

-Noooooooooooooooooo! -profería la señora- desesperada.
Y entonces Cocho -riéndose a carcajadas- se zambullía bajo las aguas y -tras unos segundos- emergía con el medallón en la mano, riéndose más fuerte todavía.

Así transcurrían los días ardientes del balneario y -por lo menos una vez a la semana - a Matilde le placía llevarnos a todos a la Pescana. Esta era una muy pequeña caleta de pescadores -unas poquísimas familias- que vivían en uno de los extremos del estero, el que estaba a la izquierda mirando el mar, opuesto al de la Bocana situado hacia la derecha de la playa. Llegábamos en el auto de Matilde a la Pescana y allí comprábamos delicioso pescado fresco para la cena de esa noche. Usualmente íbamos a la puesta del sol y contemplábamos su descenso sobre el horizonte mientras los niños -Claudia y Aníbal correteaban saltando entre los breves espacios verdes -que no sé cómo- habían crecido en ese desierto semejando jardines inesperados a la orilla del mar, donde descansaban las rústicas balsas de los pescadores. Uno de ellos era Polo, un hombre joven, con una deficiencia física: le faltaba un brazo a este señor; y la Rata -a veces cuando lo encontraba por la playa del balneario- lo perseguía gritándole:

-Hey! Manco! Manco Capac!

Y el buen Polo -impertérrito- proseguía su marcha jalando su balsa de palillo para entrar al mar.

UNA de aquellas tardes soleadas y sin embargo frescas de la playa nos encontrábamos jugando con los churres en la parte trasera fuera de la casa. Claudia y Anibital se lanzaban mutuamente una pelota de plástico de colores, de aquellas grandes, típicas en su gama multicolor. Juana -cerca de ellos- cuidaba de que todo fluyera como las lentas aguas del estero, envueltas en el suave viento del atardecer marino y desértico.  Desde el área posterior de la casa se podía distinguir -en la lejanía distante- la silueta de la catedral de Sechura al fondo del desierto, semejando un transparente espejismo, difuminado e irreal en la inmensa vastedad de las dunas impolutas.

De súbito surgió una muy fuerte correntada de viento que empujó a la bola en el aire y fue imposible para Claudia cogerla entre sus manos. La pelota cayó varios metros más allá sobre la arena y -dando un bote- prosiguió su marcha hacia la inconmesurable llanura, mientras nosotros cuatro corríamos inútilmente tras ella, tratando de alcanzarla.  Después de unos cien metros nos convencimos que todo esfuerzo era estéril y nos detuvimos -de pie ante la extensión árida y cruel- para contemplar el viaje del juguete hasta su perdición total, tragado por el tiempo al que ya no volveríamos jamás.

Con las primeras nuevas de la adolescencia, un bozo incipiente principiaba a cubrirme el mentón y -simultáneamente- el deseo erótico me despertaba exaltado por las mañanas de la playa. Un paseo solitario por el borde del mar, caminando a buen ritmo hasta la Bocana, me permitía meterme entre las olas reventando furiosas contra mi soledad y volver más relajado para sobrellevar el día. A la Bocana también iba -de vez en cuando- acompañando a los mayores -los señores, jefes de familia del balneario- quienes mataban el tiempo los fines de semana organizando excursiones de pesca con espinel. El Sr. Anticona y su cuñado -a quienes el Cocho y la Rata apodaban ‘el pelado Onasis’- y eventualmente don Jorge Seminario eran de la partida, con todos los muchachos y las chicas, cargando nuestros baldes repletos de chanchos unos diminutos y rollizos mariscos que servían de carnada, engarzados en los ganchos del largo espinel, con el que cargándolo todos en agrupamiento, entrábamos al mar hasta un poco más allá de las olas, para soltarlo allí e irnos a bañar esperando tranquilamente que -al menos- un par de guitarras mordieran el anzuelo. Creo que -alguna vez- pescamos una, la que fue servida -con gran celebración cerveceada- esa misma tarde en la terraza de la familia Anticona.

El juego de la botella borracha

Como no había nada qué hacer en la playa, con el grupito que conformábamos con la Rata y el Cocho nos dedicábamos a vagar por el desierto detrás de las casas, cerradas -la mayoría- bajo siete llaves durante los días de semana. Solitarias horas que -súbitamente- se vieron iluminadas por la presencia de Ena, atractiva y alta morena de largas y rizadas pestañas, de alegre y dicharachero carácter. Ena, cuñada de Jorge Seminario, llegó a pasar una temporada en San Pedro y vivía en su casa. Se juntó a nuestro grupito y un buen día -aburridos de no tener nada que hacer- se nos ocurrió meternos a las casas vacías de la playa.

La primera morada que escogimos fue la de los Anticona. No me acuerdo cómo hicimos, el hecho es que muy pronto nos encontrábamos sentados en la sala, departiendo alegremente al son del rock de Meskhalina de los Traffic Sound que escuchábamos desde radio San Francisco de Piura en un pequeño receptor a transistores que prendimos inmediatamente apenas lo vimos. En eso estábamos, cuando  alguien volvió de la cocina premunido de sendas botellas de cerveza helada. Brindamos contentos, por la insólita sensación que sentíamos al disfrutar aquella inesperada libertad total.

Después de un rato allí decidimos salir al descampado.

-Vamos a jugar a la botella borracha -dijo Ena.

Yo nunca había participado en un juego de ese tipo, aunque lo conocía por referencias de casi todos mis amigos, los muchachos de mi barrio en Santa Isabel, Piura. Recordaba un juego parecido al que llamaban La verdad para el que se hacía girar -como en la botella borracha- un envase de Coca-cola familiar y las personas que quedaban señaladas -entre los dos extremos del pomo, situados todos los participantes en círculo- estaban obligadas a contestar con la verdad ante la pregunta de a quien le tocaba el poto de la botella. Pero en el juego de la botella borracha, los dos que resultaban conectados -al detenerse el girar de la botella- simplemente tenían que entregarse a un apasionado beso. Un super chape, como se decía en esa época.  

En un área de la playa había unas casas a medio construir. Entramos allí y nos sentamos en la arena para jugar a la botella borracha. Usamos un par de ladrillos -como base- para hacer girar una botella de cerveza vacía, de las dos o tres que nos habíamos tirado de la casa de los Anticona. De pronto me toca el pomo en línea directa con Ena. Tenía que darle un beso. Desconcertado, no sabía a qué atinar, ya que jamás en mi vida había besado a una mujer. De modo que lenta y suavemente me acerqué a los labios de mi amiga y apenas se los rocé con los míos; a lo que Ena reaccionó de una manera firme y contundente diciéndome:

-Mira chiquillo, así se besa.

Y procedió a cogerme la cabeza rodeándomela con su brazo derecho por el cuello y me besó con delicada violencia, introduciendo su lengua en mi boca, por largos segundos que me parecieron una paradisíaca eternidad. Me quedé en esa nube por varios minutos, deseando que la situación volviera a suceder. Pero a punto de calcinarnos bajo el sol, terminadas las cervezas, salimos caminando hacia la débil brisa de la orilla y apuntamos hacia la casa más lejana en la fila de viviendas del balneario: la de la familia Coronado.

Una vez allí -la Rata se introdujo por la ventana de un baño- y esta vez nos rayamos: echados en las distintas camas de los cuartos, sacamos más cerveza del refrigerador y pusimos un radio a todo volumen. El Cocho comenzó a abrir las cómodas y los roperos, extrayendo la ropa para esparcirla por toda la casa. Nos encontrábamos en la terraza delantera que daba al mar, cuando divisamos a Don José -el guardián de la playa- que se aproximaba decididamente hacia nosotros. No le dimos tiempo de llegar: salimos volando hacia la zona trasera de la casa y alejándonos lo más que pudimos en el desierto, corrimos para ocultarnos cada uno en su casa. Claro que Don José informó -apenas pudo- a los dueños de los lugares afectados por nuestras puras ganas de joder y la parca nos cayó encima.  Fuimos víctimas de la crítica severa y el aislamiento por parte de las familias Anticona y Coronado, pero sólo por unos días. Eramos demasiado pocos en la playa como para mantenernos separados. La noche del viernes de la siguiente semana, mientras yo estaba con Ena, sentados solitos en la playa, tocándole unas canciones con mi guitarra, se nos acercaron las hermanas Coronado -Tere, Silvi y Blanqui- junto a Ceci -la hija mayor de los Anticona- invitándonos a reunirnos con ellas y los chicos alrededor de la fogata que cultivaban al borde del mar nocturno.

No puedo dejar de recordar a Ena y sus lindas blusas de seda de pie frente a mí, acodada en la baranda del porche de su casa, conversándome feliz de un viaje reciente que había hecho a Panamá, mientras nos besábamos y mis manos se deslizaban deliciosamente sobre sus senos, envueltos en un suavísimo nylon que me loqueaba como sólo puede ocurrir cuando uno tiene quince años de edad. Y de soledad, porque fue Ena quien rompió la pena que yo traía desde mi fracasado y nunca iniciado intento de estar con Toñi. Días inolvidables con ella compartiendo el sunset juntos con la marea del estero al atardecer cubriendo nuestros cuerpos anhelantes bajo ese mar apenas, joven como la materia de aquellos sueños cuyas aguas movidas se llevaron para siempre.

Ceci

LA mayor de los chicos Anticona era Cecilia. Al principio -cuando nos conocimos en la playa- no hubo química entre nosotros y peor cuando ella se enteró que yo había sido uno de los que se metieron a su casa. De modo que manteníamos una relación de miradas lejanas, sobre todo miradas airadas -de parte de ella- que yo tomaba deportivamente aunque con respeto y cierta vergüenza.  Una pesada cortina de silencio se imponía siempre entre nosotros. Pero los seres humanos somos raros en nuestras pasiones, así que la Furuno -como la llamábamos por un gorrito amarillo y azul con esa marca de tractores que llevaba sobre la frente- un buen día -no recuerdo cómo ni porqué- me dirigió la palabra amablemente. Entonces pude notar sus hermosos ojos negros brillantes y su desafiante apostura -delante mío- con un short enterizo de fina tela estampada en colores vivaces, tanto como su exultante personalidad y su negra cabellera hacia atrás enrulada entre el gorrito que graciosamente llevaba a diario bajo el candente sol de San Pedro.

Casi sin darme cuenta comencé a sentirme atraído por mi joven amiga. Joven es un decir, ya que -en realidad- apenas frisábamos los trece o catorce años y era un gusto -para mí- sentarme con ella -al filo del mar- a conversar contemplando las aguas tersas y tranquilas -a veces reverberantes- del estero. O nos íbamos caminando hasta La Bocana solo disfrutando de nuestra cercana presencia, dispuestos a sonreír por cualquier ocurrencia mutua y a sentir la Inocencia de la brisa que nos traspasaba el alma, envueltos en la transparencia de un amor platónico que se satisfacía -con creces- con una mirada cómplice.

Recuerdo especialmente un crepúsculo de marzo, cuando -no sé cómo- estábamos en el porche delantero de su casa. Yo tocaba algunas canciones con mi guitarra y Ceci escuchaba atentamente. Por esos días andaba sonando en la radio un viejo blues de la tradición norteamericana que un cantante de la época -y en español- había puesto de moda con el título de Mammy Blue. Yo sabía el tema en la guitarra y empecé a interpretarlo cuando súbitamente ella me dijo:

-Pasemos a la sala y allí escuchamos la canción porque yo la tengo.

Entramos a la casa. Ceci fue adentro y regresó con un vistoso tocadiscos portátil rojo. Nos sentamos en el sofá y colocó el disco de 45 rpm con Mammy Blue para nosotros dos, solitos en la sala a esa dulce hora del atardecer. Fue una suerte de reacción automática el hecho de que -mágicamente- la música nos puso uno delante del otro y abrazándonos empezamos a bailar al ritmo de aquel rock lento que nos poseyó en un vértigo fantástico, como si nada -absolutamente nada- existiera en el mundo sino ese entrañable sentimiento que nos unió por toda la eternidad de ese instante, el breve y fulgurante rapto que dura una canción.

3
Epílogo

EL verano adolescente es el mejor tiempo para quien vuelve con la memoria a aquellos días soleados.  San Pedro desapareció muy pronto, no sólo del recuerdo de los que tuvimos ocasión de pasar alguna temporada entre sus ocho casas -rodeadas de dunas doradas- y el estero ondulante en las horas de alta marea y empozadas aguas oscuras durante la seca. Al frente de nosotros la isla y su pampón enorme escondían las olas salvajes y suaves de un mar que sospechábamos y buscábamos -ahítos de soledad- en la proximidad de La Bocana, adonde cierta vez vimos llegar troncos enteros de algarrobos que la corriente del río Piura había arrastrado en sus inusitadas crecientes. Una de ellas disolvió San Pedro. Me cuentan que fue en la década de los 1990s cuando -en la realidad geográfica- playa y balneario desaparecieron para siempre tras el desbarajuste producido por la Corriente del Niño en una de sus fatídicas incursiones.

ESE adorable summer place voló a quién sabe qué mundos de donde ya no se regresa jamás. Pero la dulzura de sus imágenes en la fotografía de mi corazón, queda impresa en este relato de no-ficción porque la vida -definitivamente- es un suspiro sagrado que se va tan rápido como los pequeños cangrejos rojos a sus agujeros sumergidos en la arena ardiente y fresca de la playa; allí donde permanecimos agradecidos por la otorgada belleza de una escala en el océano de una adolescencia sin nadie, y sin embargo plena de augustas inquietudes y unas recónditas, extremas ganas de vivir entregando lo mejor de nosotros mismos al cementerio inevitable de la existencia. 

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