Libros: Arquitectura del poema (Roma: Edición del autor, 1955; Reproducido
en Hueso Húmero, número 33. Lima,
noviembre 1998. p. 171-174 y en Fórnix,
número 1. Lima, junio de 1999. p. 238-241); Un
mar apenas (Introducción de Américo Ferrari. Lima: PUCP, Serie El Manantial
Oculto, 1997) y Sueño de ciegos. Obra
reunida de Raúl Deustua (Edición de Ana María Gazzolo. Lápix Editores y
Biblioteca Abraham Valdelomar, 2015).
La poesía no ha muerto, claro está, ni puede morir lo que sólo en sí se contiene, despojado de todo adjetivo y de toda verdad adyacente, siempre muleta para lo que es baldado e incompleto. Vive pero un poco escondida, un poco entregada a la búsqueda de siempre. Aunque esta vez desorientada por los muchos caminos que, sin dudarlo, son todos verdaderos.Raúl Deustua, Letras peruanas (1952)
Arquitectura del poema
sa douceur aussi
est mortelle.
La
exacerbación de los sentidos: una música infinita. Vivir en el rumor inaudible
de la noche como una serpiente de mar que muerde las estrellas.
Destruir
a Dios y devolverlo a su raíz primera, al árbol sin frutos, pleno de amor y
desolación. Si se pudiese defender la muerte como se defiende un paisaje húmedo
y fértil, una sombra que vibra entre los dedos y nos hace un daño múltiple.
¡Estoy de pie en esta selva de cielos y metales! Todo árbol es la sombra de un
lejano pastor, un inmenso oleaje que rompe los días, nuestro tránsito de sueño
a sueño, a cada instante. Soy, Dios, primer Dios, tu dedo vacilante sobre el
seno de un niño que juega con el polvo de tu nombre. ¡Cuántas leyes has
devuelto al polvo!
Trato
de llegar como un eco, sin rodear la larga playa sembrada de caracoles y
medusas, de heladas corrientes bajo las constelaciones del Sur y los desiertos.
La playa se elevaba contra el tiempo y éramos una infinita brisa de ojos
mutilados y veraces, un súbito asombro en las mañanas de helechos y senderos.
Hay ahora una pequeña humillación del tiempo. Estoy en el fondo de una caverna
que se abre al sueño y a los dedos íntimos, severos, de la risa. Devolver a
Dios a los caminos, enseñarle las casas destruidas en la sombra de los cactus,
ponerle en la frente su nombre de justicia y darle el pan de cada hombre como
su gesto más rotundo.
Dios
lo verá desde su altura pequeñísima. Verá a ese hombre de rostro desvelado, su
hambre de puntillas y el sabor acre de las hierbas. Y estaremos descubriendo
una voz que disemina el viento del verano, un eco polvoroso de la sombra
calcinada de Dios, con su levante de palomas amargas y terribles. En el
desierto se oirá la voz, el perro que guarda el horizonte y lo lleva entre las
fábricas de pesadas arquerías.
Miro
atrás y veo un mar sombrío, un llano que devora la infancia de los sauces, de
los robles. He de guardar silencio y mirar al templo que se derrumba en las
playas, en la arena metálica de Dios y su sentido.
¡La
atroz lucidez de tu nombre, tu exactitud apuntando a mi recelo de fiera
tambaleante! ¡Ah, la embriaguez, la taciturna embriaguez de la noche, de mis
noches!
Me
detengo a decir, una vez más que sólo resta determinar mi principio y mi fin, y
mi sombra entre los muros. Me pongo de cara al resto de la noche y sobre su
hombro veo surgir la luz como una lanza que penetra hasta el silencio.
El
sabor del estío y las piedras que llamaba en mi socorro… Nos queda hoy el
movimiento de las dunas, la faz del poema en el desierto, y respiramos el
amargo liquen que alimenta una serena reserva de crustáceos.
(Estoy
de pie en plena lucidez, como un fantasma de vértigo, de altura prodigiosa que
abate los troncos más recios, la muralla relumbrante del sol y de la luna y sus
vedados templos de arena junto al mar.)
Escuchaba
las olas en esas tardes sin límite. Veía, sí, veía mi sombra agigantarse y
hacerse el mar mismo como una cáscara de luz. Era mi infancia y el mar que
lavaba mi pereza de siglos, mi descarnada voluntad, y veía desfilar un ave y
otra que cejaban en su empeño frente al sol.
Estar
junto al mar como una piedra azogada, vertical, rota y tambaleante, lleno de la
plenitud del misterio, pero listo a la huida como un monje más o una trunca
columna de cenizas y restos de papeles violáceos y turbios.
Esta
es la verdadera razón que guía a las aves matinales, el instinto roído por la
lluvia, por la reseca arena que desprende el cielo. Quisiera devolver mis años
a su pureza integral, cederlos al tiempo mismo del recuerdo. La desolación
tardía no me salva, ni la congoja me arrebata más allá de toda muerte.
Y
repito al tiempo, al resplandor de las hogueras, a los duros jinetes que
incendian las cosechas, les repito tu llamado, tu reconocimiento del trigo y
las arenas. Y me pregunto: ¿adónde me llevas que no pueda contemplar esta dulce
gangrena de las rocas y los pólipos, estas resacas y mareas que inventas, como
yo, cuando el alba se transforma en viento y sol y rostros y más rostros, en
sombrías latitudes que despojan tu nombre y lo devuelven a los astros?
(Subsiste
una ciudad aferrada a duras rocas, y el mar la golpea con sus láminas de cobre,
con sus antiguos guerreros devoradores de islas y sirenas.)
¡Arquitectura
del poema! Lenguas sonoras y cargadas de blancos metales que devora un año
desprovisto de nieves y de lluvias. ¡Embriaguez de la noche, su luz sobre mi
mesa, embriaguez de este canto que viene rodando desde el tiempo!
¡Arquitectura
del único poema… de la voz que permanece y no se entrega!
Hay
trozos de columnas lavadas por la lluvia, como una esfera recortada, como una
moneda pesada y antiquísima, como la tierra nueva restableciendo el orden de
las cosas, la perenne geometría de las formas y del mar. ¡Vuelvo al mar siempre
en un impulso de cerrados horizontes!
Nada
existe ya. Un desierto sin arenas y sin rocas, un páramo detenido en un
silencio espeso y árido, un espejo de imágenes vacías, devoradas por una
ausencia dolorosa y rota a trechos por tu nombre oculto, virgen, tu nombre que
se posa y nos destruye en un amor inmenso de mares y aldeas. ¡Estoy solo en
esta piedra de tu iglesia! ¡Resta un helado viento sobre el mar!
Risorgimento
Esta es mi
voz de incurable permanencia
devuelta a
la forma del sol que me desvía
entre
viejos y roídos telares de Florencia.
Vivo oculto
al ay primero, a la rueda del tranvía
que es la O
del Giotto
y una exacta columna de mi ausencia.
Sonreída la
tarde y el ciprés que abunda,
y las aves
rudimentariamente muertas
se han
detenido al paso de un tren que las circunda
como estas
palabras verticalmente ciertas.
¿Y el Perú?
¿Su limpia arena de metales,
sus pulidos
huesos, su riqueza de huesos
minerales?
Este es el
mar que presentía, sin un guiño
y estoy de
silencio hasta la huella más profunda
en la
baraja de oro tenue, que era niño
sin saberlo
entonces y me oculta
el sol
tantos años porosamente decaídos,
venidos a
menos como un diente
o un largo
camino de álamos y nidos.
Una palabra intenta definir
la esfera
1
Una palabra
intenta definir
la esfera,
la clepsidra, el tiempo,
palabra
vertical, inútil, bella,
rodeada de
sí misma,
vuelta al
mundo
como el
revés de un guante.
Más bien sílabas
que se
aglutinan o fonemas simples
que un
hombre inventa, mas la esfera existe,
es
transparente y nos perdemos
en su
arbitraria arquitectura.
Para
nosotros arbitraria y muerta
pues
ignoramos la raíz del número,
el sello,
el símbolo, y el signo mismo
que en su
materia oculta.
2
Áspero el
verbo que transita,
errado el tiempo:
“sabemos que la nada
en la vigilia es equilibrio,
ruptura si la noche nos revela
el centro de la esfera inalcanzable
en su tensión de azogue, hermético
lugar que sólo el sueño sabe”.
3
Lugar donde
la sombra es luz de nuevo,
revés de sombra, luz que entraña
retorno a lo inmutable.
La esfera
es acerada mas cercana
a la quietud perpetua, al ser
que está inventando el nombre,
el laberinto donde el hilo
conduzca —siempre— a luminosa soledad.
4
Si todo lo
que toco es signo de otros años,
la palabra se encierra en el silencio
y vuelve al núcleo milenario.
Es allí, en
esa esfera, donde vive
el verbo calcinado por la tierna
virtud de lo insumiso.
Lo que resta
es el ancla virtual, la imponderable
materia de los sueños que subsiste
cuando toda materia es ya la nada.
5
Hay el
periplo inhabitado
la ardiente imagen que es el signo
de lo invivido.
Del naufragio queda
la voz del
tiempo estéril, soledad
del hombre
en cada noche,
su paso por
la esfera multiplica
el silencio
y lo impregna,
lo
transmuta y el oro es sello inmóvil;
forma del
ser —perecedera—
donde todo
es el luminoso centro,
morada del
sigilo y la aventura.
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