El enigma: raíz común e individualidad
El artista, como el hombre común, se debate entre la universalidad y la singularidad, debate que debería resolverse en un punto de convergencia y de equilibrio, debate que se debería orientar hacia el diálogo luego de haber sostenido la polémica en el territorio de su intimidad, conversación en busca de la equidistancia de los opuestos en procura de conciliar en un lugar (raíz) que es común y, a la vez, individual, pues el hombre a la vez que se proyecta en la aventura del mundo y de la vida tiene dos realidades que le son propias: la semejanza y la diferencia, la familiaridad y la extrañeza. La condición humana tiene prototipos que son indicadores de un sentido denso y liviano de la realidad: el místico, el científico y el artista; en una palabra, estas tres versiones antropomórficas tienen un mismo punto de arranque y de llegada, lo que varía son su naturaleza y estrategia, su hipersensibilidad y la agudeza de su condición de videntes.
Lo que nos interesa aquí es el retrato o la radiografía del artista como un paradigma indigente y paradójico de nuestra tribu local y global, una indigencia que se balancea entre su capacidad y su debilidad de penetrar en las esencias o en los arcanos, en una fugacidad que tiene como contrapeso su apetito de imposible y su hambruna de infinito.
Lenguaje, pensamiento y estilo
Dicen que el hombre es el lenguaje; por lo tanto, el artista es el lenguaje. Los códigos visuales, cinéticos, auditivos, táctiles y gráficos ya están preconcebidos en el pensamiento. En el pensamiento están los signos implícitos del idioma, están los rastros del color y del sonido, las huellas del movimiento del cuerpo en el escenario del mundo, lo que da lugar al teatro y la danza. Está la tecnología/lenguaje de la fotografía y del cine que trasportan la realidad real a la realidad alucinada, la reproducción de la imagen, en su desplazamiento, da lugar al asombro de la creación produciendo nuevas vínculos de visualización. Si decimos lenguaje estamos atravesando la hominización, si decimos pensamiento ascendemos a la punta de la pirámide de la especie, si decimos estilo nos hallamos ante la singularidad ennoblecida por su marca indeleble y única.
El estilo, un modo personal de usar la cámara, de moverse en el escenario, de crear muñecos que se conviertan en criaturas vívidas a través de una historia de ficción; está el modo único e irrepetible de cultivar el arte gastronómico para que el sabor tenga la dulzura de un poema o de la sal magnética de la vida o el gusto metafísico que acredita la mirada en un manjar expuesto en una bandeja como el triunfo de la vista, del tacto y de la lengua saciada por la nostalgia del éxtasis que nos fusiona en el más acá/más allá.
Estilo de pre-ver y de ver, de adivinar un gesto y atraparlo y después exponerlo al interlocutor, al oyente, al espectador, a la platea, al comensal, a la comunidad. El estilo en usar las palabras para que la literatura sea un arco iris semántico, un río seminal de multitudinarias sensualidades en las explosiones significativas de sus remansos.
Marca registrada del estilo, sello personal del texto, de la imagen, de la partitura, de la coreografía, de la puesta en escena. Maravilla del arte y de la historia, magnificencia y triunfo del hombre a pesar de la tragedia y de la derrota. Uno mismo construyéndose inacabadamente como tal, ser uno mismo en el anclaje de ser otro, ser un yo abierto para ser subsuelo y faro, trasfondo y manifestación. Celine y sus textos, Ionesco y su visión profética de lo que acontecerá en el espacio teatral, Jackson Pollock derramando espontánea y deliberadamente su pintura sobre grandes superficies para que el mundo sea visto en su lado oculto; el plano secuencia de Orson Welles para que sepas que en el arte no hay leyes inmutables; un coro de voces en el canto gregoriano para que te enteres que el arte colectivo es sencillamente fascinante; la música de cámara para goce la intimidad secreta; la música sinfónica en su enlace con la atmósfera de un territorio épico, mental y colectivo.
¿Pinto, canto, interpreto o escribo sólo para mí?
Si lo humano depende del lenguaje lo humano es comunicación. No se escribe ni se canta ni se dibuja ni se pinta para uno mismo. Uno desde que está en el mundo se encuentra (aunque esté completamente solo en el desierto o en lo alto de una cumbre) en situación de viajar hacia el otro aun viajando hacia uno mismo. Uno más que lenguaje es un cuerpo construido para dialogar, un cuerpo animado para ir y venir en el pasaje de la palabra o del indicio. La comunicación intrapersonal no determina el reinado del monólogo sino que da la señal clave que delata que no queremos la separatidad sino la comunión, que no queremos el soliloquio sino el coloquio, que bregamos por la intersección de los discursos para que el mundo, además de “ancho y ajeno”, sea propio, específicamente compartido e interpersonal. Somos una relación e interrelación comunicativas; tratamos de evitar el cautiverio de la soledad impuesta y conquistar el espacio libre y activo de la autorrealización y la realización interactivas. Pensaría que estamos destinados, desde el Eros personal y social a enamorarnos de la vida a través del trabajo y de la inspiración, a través de la travesía riesgosa y de la espontánea temeridad de todos los senderos y de todas las posadas.
El arte, una hierba medicinal de ensoñación
No hay duda de que el arte, terapia preventiva y terapia intensiva, se yergue como la medicina que despierta y crece en nuestro espacio íntimo. Antibiótico contra la pereza, la mediocridad y la monotonía, el arte nos redime en la novedad y en la trayectoria hacia el ideal de un mundo mejor. El carácter medicinal de la experiencia y las obras de creación y su gestión humana conviven con nuestra salud existencial, aquélla que se asume como isla solitaria para ensamblarse en un archipiélago comunitario con el aporte de la iniciativa de cada uno de sus comulgantes. Pero reconociendo la cualidad curativa de la expresión artística, no dejaremos de lado otra faceta: nuestra salud natural de superarnos a nosotros mismos, recurriendo a la alquimia de la transformación en la que tiene como coprotagonistas al artista y al público. Alquimia de transformación que deriva en anchura y en vuelo, en buceo fluvial y en desplazamiento lúdico por el aire.
La capacidad de crecimiento interior de la belleza (que presupone el saber y el temor respetuoso a lo sagrado) se ratifica en su esplendoroso efecto multiplicador de vida, en su función de mutaciones hacia las potencialidades de signo afirmativo y a la apelación de su corpus teórico, de su destreza y de su competencia comunicativa para exorcizar la enfermedad, la parálisis y la negación de la vida. Si nos remontáramos a las cosmologías y a la cosmogonías, notaríamos prima facie que la connotación y denotación artísticas de la especie pensante y sentimental tiene su correlato con la génesis revolucionaria de la materia, con la iniciación polisémica de los mitos que explican el despertar de lo humano a través del sustento y de la gravidez expansiva y fabulosa en las expresiones de todas las culturas.
La condición humana es un relato de sí misma, su capacidad metafórica no es contingente sino esencial. Así como necesitamos hablar necesitamos narrar, así como nos remitimos a nombrar nos remitimos a poetizar. Estamos apuñalados emocionalmente por la epopeya y el Apocalipsis, estamos flechados en nuestro estado de ánimo por la búsqueda que va más allá del escenario de la vida: el escenario de la representación que nos permite simbolizar y compartir nuestro destino a través de una anécdota encarnada. Somos jugadores básicamente compulsivos del cinematógrafo por lo que no nos contentamos con ver, el instinto nos mueve irreversiblemente a visualizar en la encarnación de la imagen. Somos instinto y deseo, pasión y lucidez, somos un fragmento suelto del cuerpo inconmensurable del universo que busca soldarse a él con la adhesión mágica en la totalidad desde nuestro precario desamparo y nuestra provisoria condena de soledad.
El artista, como el hombre común, se debate entre la universalidad y la singularidad, debate que debería resolverse en un punto de convergencia y de equilibrio, debate que se debería orientar hacia el diálogo luego de haber sostenido la polémica en el territorio de su intimidad, conversación en busca de la equidistancia de los opuestos en procura de conciliar en un lugar (raíz) que es común y, a la vez, individual, pues el hombre a la vez que se proyecta en la aventura del mundo y de la vida tiene dos realidades que le son propias: la semejanza y la diferencia, la familiaridad y la extrañeza. La condición humana tiene prototipos que son indicadores de un sentido denso y liviano de la realidad: el místico, el científico y el artista; en una palabra, estas tres versiones antropomórficas tienen un mismo punto de arranque y de llegada, lo que varía son su naturaleza y estrategia, su hipersensibilidad y la agudeza de su condición de videntes.
Lo que nos interesa aquí es el retrato o la radiografía del artista como un paradigma indigente y paradójico de nuestra tribu local y global, una indigencia que se balancea entre su capacidad y su debilidad de penetrar en las esencias o en los arcanos, en una fugacidad que tiene como contrapeso su apetito de imposible y su hambruna de infinito.
Lenguaje, pensamiento y estilo
Dicen que el hombre es el lenguaje; por lo tanto, el artista es el lenguaje. Los códigos visuales, cinéticos, auditivos, táctiles y gráficos ya están preconcebidos en el pensamiento. En el pensamiento están los signos implícitos del idioma, están los rastros del color y del sonido, las huellas del movimiento del cuerpo en el escenario del mundo, lo que da lugar al teatro y la danza. Está la tecnología/lenguaje de la fotografía y del cine que trasportan la realidad real a la realidad alucinada, la reproducción de la imagen, en su desplazamiento, da lugar al asombro de la creación produciendo nuevas vínculos de visualización. Si decimos lenguaje estamos atravesando la hominización, si decimos pensamiento ascendemos a la punta de la pirámide de la especie, si decimos estilo nos hallamos ante la singularidad ennoblecida por su marca indeleble y única.
El estilo, un modo personal de usar la cámara, de moverse en el escenario, de crear muñecos que se conviertan en criaturas vívidas a través de una historia de ficción; está el modo único e irrepetible de cultivar el arte gastronómico para que el sabor tenga la dulzura de un poema o de la sal magnética de la vida o el gusto metafísico que acredita la mirada en un manjar expuesto en una bandeja como el triunfo de la vista, del tacto y de la lengua saciada por la nostalgia del éxtasis que nos fusiona en el más acá/más allá.
Estilo de pre-ver y de ver, de adivinar un gesto y atraparlo y después exponerlo al interlocutor, al oyente, al espectador, a la platea, al comensal, a la comunidad. El estilo en usar las palabras para que la literatura sea un arco iris semántico, un río seminal de multitudinarias sensualidades en las explosiones significativas de sus remansos.
Marca registrada del estilo, sello personal del texto, de la imagen, de la partitura, de la coreografía, de la puesta en escena. Maravilla del arte y de la historia, magnificencia y triunfo del hombre a pesar de la tragedia y de la derrota. Uno mismo construyéndose inacabadamente como tal, ser uno mismo en el anclaje de ser otro, ser un yo abierto para ser subsuelo y faro, trasfondo y manifestación. Celine y sus textos, Ionesco y su visión profética de lo que acontecerá en el espacio teatral, Jackson Pollock derramando espontánea y deliberadamente su pintura sobre grandes superficies para que el mundo sea visto en su lado oculto; el plano secuencia de Orson Welles para que sepas que en el arte no hay leyes inmutables; un coro de voces en el canto gregoriano para que te enteres que el arte colectivo es sencillamente fascinante; la música de cámara para goce la intimidad secreta; la música sinfónica en su enlace con la atmósfera de un territorio épico, mental y colectivo.
¿Pinto, canto, interpreto o escribo sólo para mí?
Si lo humano depende del lenguaje lo humano es comunicación. No se escribe ni se canta ni se dibuja ni se pinta para uno mismo. Uno desde que está en el mundo se encuentra (aunque esté completamente solo en el desierto o en lo alto de una cumbre) en situación de viajar hacia el otro aun viajando hacia uno mismo. Uno más que lenguaje es un cuerpo construido para dialogar, un cuerpo animado para ir y venir en el pasaje de la palabra o del indicio. La comunicación intrapersonal no determina el reinado del monólogo sino que da la señal clave que delata que no queremos la separatidad sino la comunión, que no queremos el soliloquio sino el coloquio, que bregamos por la intersección de los discursos para que el mundo, además de “ancho y ajeno”, sea propio, específicamente compartido e interpersonal. Somos una relación e interrelación comunicativas; tratamos de evitar el cautiverio de la soledad impuesta y conquistar el espacio libre y activo de la autorrealización y la realización interactivas. Pensaría que estamos destinados, desde el Eros personal y social a enamorarnos de la vida a través del trabajo y de la inspiración, a través de la travesía riesgosa y de la espontánea temeridad de todos los senderos y de todas las posadas.
El arte, una hierba medicinal de ensoñación
No hay duda de que el arte, terapia preventiva y terapia intensiva, se yergue como la medicina que despierta y crece en nuestro espacio íntimo. Antibiótico contra la pereza, la mediocridad y la monotonía, el arte nos redime en la novedad y en la trayectoria hacia el ideal de un mundo mejor. El carácter medicinal de la experiencia y las obras de creación y su gestión humana conviven con nuestra salud existencial, aquélla que se asume como isla solitaria para ensamblarse en un archipiélago comunitario con el aporte de la iniciativa de cada uno de sus comulgantes. Pero reconociendo la cualidad curativa de la expresión artística, no dejaremos de lado otra faceta: nuestra salud natural de superarnos a nosotros mismos, recurriendo a la alquimia de la transformación en la que tiene como coprotagonistas al artista y al público. Alquimia de transformación que deriva en anchura y en vuelo, en buceo fluvial y en desplazamiento lúdico por el aire.
La capacidad de crecimiento interior de la belleza (que presupone el saber y el temor respetuoso a lo sagrado) se ratifica en su esplendoroso efecto multiplicador de vida, en su función de mutaciones hacia las potencialidades de signo afirmativo y a la apelación de su corpus teórico, de su destreza y de su competencia comunicativa para exorcizar la enfermedad, la parálisis y la negación de la vida. Si nos remontáramos a las cosmologías y a la cosmogonías, notaríamos prima facie que la connotación y denotación artísticas de la especie pensante y sentimental tiene su correlato con la génesis revolucionaria de la materia, con la iniciación polisémica de los mitos que explican el despertar de lo humano a través del sustento y de la gravidez expansiva y fabulosa en las expresiones de todas las culturas.
La condición humana es un relato de sí misma, su capacidad metafórica no es contingente sino esencial. Así como necesitamos hablar necesitamos narrar, así como nos remitimos a nombrar nos remitimos a poetizar. Estamos apuñalados emocionalmente por la epopeya y el Apocalipsis, estamos flechados en nuestro estado de ánimo por la búsqueda que va más allá del escenario de la vida: el escenario de la representación que nos permite simbolizar y compartir nuestro destino a través de una anécdota encarnada. Somos jugadores básicamente compulsivos del cinematógrafo por lo que no nos contentamos con ver, el instinto nos mueve irreversiblemente a visualizar en la encarnación de la imagen. Somos instinto y deseo, pasión y lucidez, somos un fragmento suelto del cuerpo inconmensurable del universo que busca soldarse a él con la adhesión mágica en la totalidad desde nuestro precario desamparo y nuestra provisoria condena de soledad.
(Imagen: Pollock)
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