El último día en Medellín, el sábado 12 de julio (2008), Carlos Alfonso Rodríguez, escritor peruano que vive en la ciudad de Botero hace muchos años, me agenció la biografía del poeta Porfirio Barba Jacob escrita por Fernando Vallejo, libro con el cual el autor de La virgen de los sicarios se encumbró entre la mejor prosa latinoamericana. La biografía del poeta paisa - a los de Medellín se les dice así - empieza con su vuelta a la tierra natal el 12 de abril de 1927, “tras un ir y venir incierto de veinte años por tierras de Centro América y de México y por las islas del Caribe” y etc. Barba Jacob, de su reciente expulsión del Perú por el dictador Leguía, entraba en barco a Colombia por Buenaventura, un parecido a nuestra Chincha pero en puerto, donde justamente yo había tenido un recital cuatro días atrás, haciendo previa parada en Cali pachanguera. Dos días antes de ese último día en Medellín, por otra coincidencia, había yo leído en el auditorio Porfirio Barba Jacob, y allí fue donde me reencontré (desde los años noventa de la generación X) con aquel mi compatriota que me habló tan pronto del poeta paisa, por quien ahora leía lo trascrito por Vallejo en este libro mentado y agotado, El Mensajero, líneas más adelante, estas sabias y hermosas palabras de Barba Jacob: “La poesía es desinteresada, tiene su fin en sí misma y hay que realizarla como esfuerzo complementario de la vida.”
Siete días atrás, yo arribaba con el día, el sol y las nubes, primero al aeropuerto de Bogotá, y cincuenta minutos más tarde al aeropuerto de Medellín, y con verdadero esfuerzo complementario a la vida debido a una tristeza limeña que cargué a último momento en mi equipaje interior, en esa parte donde los poetas, dicen, padecen más. Fui recibido “bacano” y conducido en una camioneta ploma, entre campos verdes y aire transparente, directamente al Hotel Nutibarra, nombre extraño pero que proviene de la raza de los habitantes antiguos de la región, donde nos hospedamos todos los poetas del XVIII Festival Internacional de Poesía. Fui bien recibido allí por Luis Eduardo Rendón de la Revista Prometeo. Este hotel queda en el centro de Medellín, en una plaza agitada donde también está el Museo de Arte de Antioquia, donde muchas esculturas de Botero hechas de bronce dialogan y andan sueltas entre los transeúntes y, por supuesto, entre sus bellísimas mujeres que me volvieron loco; y donde cruza uno de sus metros que van de extremo a extremo de la ciudad del porro, que no es marihuana sino una especie de cumbia, en donde el escritor Fernando, en la película La Virgen de los Sicarios, dijo excitado: “Soy el último gramático de Colombia, el que descubrió el proverbo que, ¿saben qué es? Es la palabra que está en lugar del verbo. Un ejemplo: ‘dijo que lo iba a matar y lo hizo’. Ese hizo que está en lugar de matar es el proverbo.”
Cuando llegamos en buses aquella tarde inaugural del sábado 5 de julio al cerro Nutibarra, había ya mucha gente apostada en sus asientos del anfiteatro. Era cierto lo que se decía de este famoso Festival: la fastuosa cantidad de público, que festejaba los poemas como si se tratara de rock, cumbia o vallenato; pero más que eso: muy atento a los versos y consciente del significado de paz que año a año el evento enarbola. Aquella tarde leían los poetas venidos de muy lejos y con otras lenguas, y empezó la lluvia. El público simplemente abrió sus paraguas y sin moverse siguió deleitándose con las versiones originales de los poemas y sus respectivas traducciones al español. La lluvia cesó a la media hora, pero la poesía siguió cogida del silencio del gran auditorio, solo interrumpida por los aplausos y la euforia. Por primera vez veía a poetas, entre otros, de Suiza, Nigeria, Kenia, Ruanda, Malawi, Afganistán, Tailandia, India, Noruega, Egipto, y de países raros como Tayikistán o Uzbekistán, y de aquel país muy familiar nuestro en los años 90 llamado Bielorrusia, era el poeta buena onda Andrei Khadanovich, con quien leí un día antes de mi partida en el auditorio de la Escuela del Maestro. Aquella tarde fue una babel de poesía en el tropical andino cerro que conecta a las montañas verdes que rodean la ciudad de Leonel Ospina. Es decir, empezamos por todo lo alto y ancho del mundo, y todo concentrado en el calor de Medellín, la ciudad de la eterna primavera. El director del Festival, Fernando Rendón, había dicho en una entrevista publicada tres días antes de mi partida: “Hace 20 años la poesía no tenía tanta fuerza en la juventud de la ciudad, ahora la tiene porque nosotros hemos construido ese proceso y nos parece que ha sido para bien (…) Nosotros les hemos quitado a los poetas extranjeros el miedo de venir a Medellín, le hemos ayudado a Medellín a quitar el miedo a su propia sombra y a su propia guerra y hemos lavado la atmósfera de la ciudad. Hubo un tiempo en que se hacía el Festival de Poesía en medio de bombas y carros-bomba y así fue que empezamos a ayudar a recuperar a Medellín…”
Todos los días tuve recitales en diferentes lugares, incluido el puerto de Buenaventura, adonde fui con una poeta hindú, Mamta Sagar, y un poeta de Nigeria, Obi Nwakanma, por avión y en auto, previas paradas de soldados vigilando la ruta próxima al puerto. Un viaje verdaderamente alucinante, real maravilloso, masticando mi inglés, con guayabera y guayaba, como para contarles a mis hijos y nietos literarios de mis barrios de Apolo. Yo, que venía de Lima cansado de los recitales, jurando ya no leer más, excepto en este festival y en otro que vendrá (cruzando el charco), poco a poco empecé a sentir una transformación. Me vi leyendo como hace muchos años, con ese entusiasmo grande tipo Verástegui cuando leía así también hace años, y que los poetas noventeros de la generación del desencanto muchas veces imitábamos. Poco a poco daba rienda suelta a mis poemas más telúricos tipo José María o Cruz y ficción o Má o La Virgen Loca (con final de Edward Norton). De pura emoción y gratitud me propuse no repetir ningún poema en los diferentes recitales, y así lo hice. A pesar de que eran lecturas simultáneas, el público llenaba todos los auditorios o salones día a día. Después de cada recital, éramos asediados con preguntas de todo calibre, saludos afectuosos y solicitudes de autógrafos. Luego la noche, dependiendo, era para salir o dormir temprano.
Siete días atrás, yo arribaba con el día, el sol y las nubes, primero al aeropuerto de Bogotá, y cincuenta minutos más tarde al aeropuerto de Medellín, y con verdadero esfuerzo complementario a la vida debido a una tristeza limeña que cargué a último momento en mi equipaje interior, en esa parte donde los poetas, dicen, padecen más. Fui recibido “bacano” y conducido en una camioneta ploma, entre campos verdes y aire transparente, directamente al Hotel Nutibarra, nombre extraño pero que proviene de la raza de los habitantes antiguos de la región, donde nos hospedamos todos los poetas del XVIII Festival Internacional de Poesía. Fui bien recibido allí por Luis Eduardo Rendón de la Revista Prometeo. Este hotel queda en el centro de Medellín, en una plaza agitada donde también está el Museo de Arte de Antioquia, donde muchas esculturas de Botero hechas de bronce dialogan y andan sueltas entre los transeúntes y, por supuesto, entre sus bellísimas mujeres que me volvieron loco; y donde cruza uno de sus metros que van de extremo a extremo de la ciudad del porro, que no es marihuana sino una especie de cumbia, en donde el escritor Fernando, en la película La Virgen de los Sicarios, dijo excitado: “Soy el último gramático de Colombia, el que descubrió el proverbo que, ¿saben qué es? Es la palabra que está en lugar del verbo. Un ejemplo: ‘dijo que lo iba a matar y lo hizo’. Ese hizo que está en lugar de matar es el proverbo.”
Cuando llegamos en buses aquella tarde inaugural del sábado 5 de julio al cerro Nutibarra, había ya mucha gente apostada en sus asientos del anfiteatro. Era cierto lo que se decía de este famoso Festival: la fastuosa cantidad de público, que festejaba los poemas como si se tratara de rock, cumbia o vallenato; pero más que eso: muy atento a los versos y consciente del significado de paz que año a año el evento enarbola. Aquella tarde leían los poetas venidos de muy lejos y con otras lenguas, y empezó la lluvia. El público simplemente abrió sus paraguas y sin moverse siguió deleitándose con las versiones originales de los poemas y sus respectivas traducciones al español. La lluvia cesó a la media hora, pero la poesía siguió cogida del silencio del gran auditorio, solo interrumpida por los aplausos y la euforia. Por primera vez veía a poetas, entre otros, de Suiza, Nigeria, Kenia, Ruanda, Malawi, Afganistán, Tailandia, India, Noruega, Egipto, y de países raros como Tayikistán o Uzbekistán, y de aquel país muy familiar nuestro en los años 90 llamado Bielorrusia, era el poeta buena onda Andrei Khadanovich, con quien leí un día antes de mi partida en el auditorio de la Escuela del Maestro. Aquella tarde fue una babel de poesía en el tropical andino cerro que conecta a las montañas verdes que rodean la ciudad de Leonel Ospina. Es decir, empezamos por todo lo alto y ancho del mundo, y todo concentrado en el calor de Medellín, la ciudad de la eterna primavera. El director del Festival, Fernando Rendón, había dicho en una entrevista publicada tres días antes de mi partida: “Hace 20 años la poesía no tenía tanta fuerza en la juventud de la ciudad, ahora la tiene porque nosotros hemos construido ese proceso y nos parece que ha sido para bien (…) Nosotros les hemos quitado a los poetas extranjeros el miedo de venir a Medellín, le hemos ayudado a Medellín a quitar el miedo a su propia sombra y a su propia guerra y hemos lavado la atmósfera de la ciudad. Hubo un tiempo en que se hacía el Festival de Poesía en medio de bombas y carros-bomba y así fue que empezamos a ayudar a recuperar a Medellín…”
Todos los días tuve recitales en diferentes lugares, incluido el puerto de Buenaventura, adonde fui con una poeta hindú, Mamta Sagar, y un poeta de Nigeria, Obi Nwakanma, por avión y en auto, previas paradas de soldados vigilando la ruta próxima al puerto. Un viaje verdaderamente alucinante, real maravilloso, masticando mi inglés, con guayabera y guayaba, como para contarles a mis hijos y nietos literarios de mis barrios de Apolo. Yo, que venía de Lima cansado de los recitales, jurando ya no leer más, excepto en este festival y en otro que vendrá (cruzando el charco), poco a poco empecé a sentir una transformación. Me vi leyendo como hace muchos años, con ese entusiasmo grande tipo Verástegui cuando leía así también hace años, y que los poetas noventeros de la generación del desencanto muchas veces imitábamos. Poco a poco daba rienda suelta a mis poemas más telúricos tipo José María o Cruz y ficción o Má o La Virgen Loca (con final de Edward Norton). De pura emoción y gratitud me propuse no repetir ningún poema en los diferentes recitales, y así lo hice. A pesar de que eran lecturas simultáneas, el público llenaba todos los auditorios o salones día a día. Después de cada recital, éramos asediados con preguntas de todo calibre, saludos afectuosos y solicitudes de autógrafos. Luego la noche, dependiendo, era para salir o dormir temprano.
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El último día, por la calle o carrera Junín, llegué a la plaza Bolívar, entre las gigantescas ceibas, de inmensas raíces que se aferraban golosas a la tierra quien sabe desde hace cuántos años. Allí, obviamente, estaba Bolívar con su caballo: “la gloria es una estatua donde cagan las palomas”, dijo el escritor Fernando en la película citada. Luego llegué a la otra plaza donde también hay esculturas de Botero, donde dinamitaron en el 95 a una de ellas, La Paloma de la Paz, y que sigue allí, a pedido del mismo Botero, tal cual como quedó. Luego hice un taller en el Parque Biblioteca Belén, impresionante centro cultural en un barrio simpático a treinta minutos del centro. Hablé sobre el humor y la ironía en la poesía, leyendo a poetas peruanos sobre todo, y mandé escribir poemas, que luego los analizamos. Más tarde me vi por la iglesia Veracruz, bebiendo una cerveza Pilsen a 1,300 pesos, caminando entre más esculturas de Botero, la Venus Dormida, el Hombre a Caballo, la Mujer, la Cabeza, el Caballo, y escuchando El Sonido del Silencio de Paul Simon que tocaban por ahí en versión andina, con quena y zampoña. Después me animé a beber una copa de guaro, o sea aguardiente, viendo a la gente pasar por última vez para mis ojos peruanos del Perú (perdonen la tristeza). Era mi despedida. “Un día la paz se extravió/ -¿Dónde estará? Preguntó la curiosidad/ - Nadie la ha visto, comentó la soledad/ -Si vuelve bien y si no también,/ murmuró el orgullo/ El problema es de ella,/ sostuvo la indiferencia/ -Es horrible, agregó la vanidad/ Desaparezca para siempre,/ vomitó el odio/ - La extraño, suspiró la melancolía/ -¿Y si no vuelve?, pensó la inocencia/- Me hace falta, lloró la ternura/ -Ella regresará, afirmó el optimismo…”, leía este poema de Albeiro Ramírez que, entre otros, se repartían gratuitamente e independientemente en el recital final en el cerro Nutibarra, nuevamente repleto de miles de personas. Cuando me tocó, leí El extraño camino de la poesía de Abel. Y al rato me tenía que ir. Mi avión salía en unas pocas horas. Cuando ya iba de salida, una muchacha me abordó y me dijo que le había gustado mi lectura del día anterior. Le regalé mi libro. “¿A qué te dedicas?”, le pregunté. “Estudio Física”, me respondió la futura científica, y nos despedimos. La poesía es para todos.
No solo fue mi último día en Medellín, sino tal vez el inicio de otro tiempo, en otra dimensión. Es que escuchaba en alguna parte más allá de lo tangible esa misma canción de la película mencionada varias veces arriba: “Sediento del alma/ tu amor que se me fue/ tu amor que me olvidó/ por el viento yo voy penando/ amorcito quién te arrullará/ pobrecito que perdió su nido/ sin hallar abrigo en un solito bar”. La camioneta rumbo al aeropuerto me llevaba zigzagueando las montañas verdes y frescas, dejando abajo la ciudad, alejándome de la poesía y conectándome con las nubes que buscaban ahora la noche. “Caminar y caminar/ y al comienzo oscurecer/ y la tarde que se va ocultando/ amorcito que el camino va/ amorcito que perdió su nido/ sin hallar abrigo/ en el vendaval”. Oyendo la voz y el acordeón de Lisandro Meza, acompasando con los dedos en la ventana, me iba despidiendo del poeta Espina, de Alan Mills, de Marcos Ana que dijo “luchar por los demás es la mejor manera de vivir para uno mismo”, de Sagar y su libro Like this, on the page “the song”, de Arturo Sánchez Trujillo y su libro Con las flores en el colofón, de Jorge Iván Grisales y su libro Los versos del nadador ciego, de Julio César Arciniegas y su libro Abreviatura del árbol (ganador del Premio Nacional de Poesía Porfirio Barba Jacob), de la librería el Callejón de las Palabras, de Benjamín Chávez, de Carlos Alfonso Rodríguez, del generoso Fernando Rendón, de Luis Eduardo, de todos los paisas del mundo allí presentes, y sobre todo ¡de las muchachas bellas de Medellín! (que rima con las muchachas bellas de Berlín, donde estuve el año pasado, desplegando también mis sucios poemas). “Amor senderito del alma/ te vi desde mi corazón/ sin ti yo he perdido la calma/ senderito del alma/ senderito de amor.” Se me vino el tiempo encima, pensé así como en la película el escritor Fernando dijo al joven sicario al oír esta canción en la versión de Pedro Infante. Pero yo ya volaba de vuelta a Perú, cargando pena y alegría simultáneas, consciente de todo lo vivido kilómetros abajo, años recorridos en poesía, y leyendo la biografía del poeta Barba Jacob, en el cual se trascribían estas sus palabras que, como resumen de todos mis viajes hechos hasta entonces, deseaba hacerlas mías: “He vivido peligrosamente, aunque sin proponérmelo: he ahí mis aventuras y mis leyendas. Creo que he concluido ya el viaje de circunvalación del mundo moral. De regreso de una etapa dolorosa de negación y desprecio de mí mismo, he acabado por reconciliarme con mi propia naturaleza. Pienso, como San Francisco de Sales, que acaso no sea conveniente que exageremos nuestra miseria. Del pesimismo pasé a la melancolía y de ésta a la conformidad: indudablemente la vida tiene un hondo sentido religioso. Encontrar este sentido, he aquí la más bella de mis aventuras.”
Parafraseándolo, entonces, quizás esta sea mi conclusión también: la poesía tiene un hondo sentido religioso. Sino como prueba leamos tan solo a estos dos poetas del Festival:
XXX (Jorge Iván Grisales. Colombia)
He saqueado toda una vida para escribir estas líneas:
Hoy se dobla la flor del girasol
Que he plantado dentro de mí.
A este nicho penetro
Para cuidar al moribundo
Esperando la hora en que todos
Se olvidan de nombrarlo.
El empieza a recordar, y desde la habitación contigua
Alguien contesta en la misma pesadilla.
“No salgas aún no clarea la mañana”.
Le acompaño hasta el último escalón que conozco,
Dormido le olvido y él se olvida.
Mi Madre y Yo (Mamta Sagar. India)
Soy exactamente como mi madre
Cuerpo delgado, dedos huesudos,
Círculos oscuros debajo de los ojos;
Dentro, un corazón fuerte
Cargado de atenciones; una mente
Acosada con pensamientos que no puede
Acarrear completamente; y a primera vista,
una suave sonrisa.
Soy exactamente como mi madre
Sus lágrimas fluyen en mis ojos.
No solo fue mi último día en Medellín, sino tal vez el inicio de otro tiempo, en otra dimensión. Es que escuchaba en alguna parte más allá de lo tangible esa misma canción de la película mencionada varias veces arriba: “Sediento del alma/ tu amor que se me fue/ tu amor que me olvidó/ por el viento yo voy penando/ amorcito quién te arrullará/ pobrecito que perdió su nido/ sin hallar abrigo en un solito bar”. La camioneta rumbo al aeropuerto me llevaba zigzagueando las montañas verdes y frescas, dejando abajo la ciudad, alejándome de la poesía y conectándome con las nubes que buscaban ahora la noche. “Caminar y caminar/ y al comienzo oscurecer/ y la tarde que se va ocultando/ amorcito que el camino va/ amorcito que perdió su nido/ sin hallar abrigo/ en el vendaval”. Oyendo la voz y el acordeón de Lisandro Meza, acompasando con los dedos en la ventana, me iba despidiendo del poeta Espina, de Alan Mills, de Marcos Ana que dijo “luchar por los demás es la mejor manera de vivir para uno mismo”, de Sagar y su libro Like this, on the page “the song”, de Arturo Sánchez Trujillo y su libro Con las flores en el colofón, de Jorge Iván Grisales y su libro Los versos del nadador ciego, de Julio César Arciniegas y su libro Abreviatura del árbol (ganador del Premio Nacional de Poesía Porfirio Barba Jacob), de la librería el Callejón de las Palabras, de Benjamín Chávez, de Carlos Alfonso Rodríguez, del generoso Fernando Rendón, de Luis Eduardo, de todos los paisas del mundo allí presentes, y sobre todo ¡de las muchachas bellas de Medellín! (que rima con las muchachas bellas de Berlín, donde estuve el año pasado, desplegando también mis sucios poemas). “Amor senderito del alma/ te vi desde mi corazón/ sin ti yo he perdido la calma/ senderito del alma/ senderito de amor.” Se me vino el tiempo encima, pensé así como en la película el escritor Fernando dijo al joven sicario al oír esta canción en la versión de Pedro Infante. Pero yo ya volaba de vuelta a Perú, cargando pena y alegría simultáneas, consciente de todo lo vivido kilómetros abajo, años recorridos en poesía, y leyendo la biografía del poeta Barba Jacob, en el cual se trascribían estas sus palabras que, como resumen de todos mis viajes hechos hasta entonces, deseaba hacerlas mías: “He vivido peligrosamente, aunque sin proponérmelo: he ahí mis aventuras y mis leyendas. Creo que he concluido ya el viaje de circunvalación del mundo moral. De regreso de una etapa dolorosa de negación y desprecio de mí mismo, he acabado por reconciliarme con mi propia naturaleza. Pienso, como San Francisco de Sales, que acaso no sea conveniente que exageremos nuestra miseria. Del pesimismo pasé a la melancolía y de ésta a la conformidad: indudablemente la vida tiene un hondo sentido religioso. Encontrar este sentido, he aquí la más bella de mis aventuras.”
Parafraseándolo, entonces, quizás esta sea mi conclusión también: la poesía tiene un hondo sentido religioso. Sino como prueba leamos tan solo a estos dos poetas del Festival:
XXX (Jorge Iván Grisales. Colombia)
He saqueado toda una vida para escribir estas líneas:
Hoy se dobla la flor del girasol
Que he plantado dentro de mí.
A este nicho penetro
Para cuidar al moribundo
Esperando la hora en que todos
Se olvidan de nombrarlo.
El empieza a recordar, y desde la habitación contigua
Alguien contesta en la misma pesadilla.
“No salgas aún no clarea la mañana”.
Le acompaño hasta el último escalón que conozco,
Dormido le olvido y él se olvida.
Mi Madre y Yo (Mamta Sagar. India)
Soy exactamente como mi madre
Cuerpo delgado, dedos huesudos,
Círculos oscuros debajo de los ojos;
Dentro, un corazón fuerte
Cargado de atenciones; una mente
Acosada con pensamientos que no puede
Acarrear completamente; y a primera vista,
una suave sonrisa.
Soy exactamente como mi madre
Sus lágrimas fluyen en mis ojos.
Lima, 17 de Julio, 2008.
3 comentarios:
Una crónica intensa y reflexiva. Cómo me hubiera gustado estar allá, en Medellín, y disfrutar las lecturas convivir con tanta gente capaz de sentir y deslumbrarse con un verso.
Saludos!
impresionante el festival de medellín
Aún el Festival de Poesía de Medellín, como un fenomeno social por su enorme capacidad de convocatoria, no esta excento de polémica, véanse sino por ejemplo las acusaciones del tambien polémico Harold Alvarado Tenorio:
http://pazcolombia-arpe.blogspot.com/2007/07/de-harold-alvarado-carta-abierta.html
http://www.arquitrave.com/periodico/periodico_fernando_rendon.html
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