Rafael García Godos y Héctor Hernández Montecinos en el bar El Olímpico. Fotografía: Héctor González
El emplazamiento de la infancia en el panorama de la última poesía joven latinoamericana, requiere pensar sus coordenadas y definir líneas de lectura por un sujeto infantil. Pienso en textos que se filian en torno a la retórica de lo infantil como pregunta por el sujeto poético contemporáneo y que recogen la noción catastrófica en la que se encuentra el sujeto de principios de siglo XXI.
Nace un desplazamiento extensivo, cuyo centro contagia las escrituras poéticas latinoamericanas. Una línea lateral de lectura se pregunta geológicamente por la enunciación de la infancia como categoría, y es a partir del merodeo que una retórica de lo infantil puede leerse desde los materiales poéticos constitutivos de un sujeto silencioso.
Latinoamérica quiere recuperar su habla, la constitución de su lengua y con esto, articular un discurso poético en que la infancia sea revisada como una zona muda, un territorio callado al que ahora se le ha otorgado la palabra. Una herida que sangra su enunciación.
Las escrituras jóvenes latinoamericanas contemporáneas (pienso en Karen Plata, Héctor Hernández, Paula Ilabaca, Rodrigo Flores, Andrea López Kozak, Diego Ramírez, Rafael García Godos, etc.) construyen un inconsciente estético que articula materiales, cosas y objetos de reflexión estética, una luz interpretativa que pareciera obnubilarse con el resplandor de la disimulación, escondiendo un centro mudo que tomó la palabra y con ello constituye una letra infantil como zona lateral.
La infancia como primera etapa del sujeto, contiene el agenciamiento de la identidad, es decir, escribir la infancia es devolver la escritura al estado del lenguaje en que las relaciones entre lo manifiesto y su latencia se deslizan con libertad. Pero también, implica un trabajo de recuperación, un padecimiento en que la letra recupera sus cicatrices, y donde se realiza un exhaustivo registro corporal de las huellas del sujeto. Palabras, en definitiva, que visibilizan un territorio mudo, a modo de un logos mudo platónico, y ejecutan su movimiento en términos de uso de la lengua poética.
Queridolucía de Rafael García Godos (Lima, 1979) simboliza en su escritura un trabajo con la búsqueda de la infancia, pues la letra recupera esa presencia de la huella como residuo de una memoria y emplaza la satisfacción de la carencia.
Nace un desplazamiento extensivo, cuyo centro contagia las escrituras poéticas latinoamericanas. Una línea lateral de lectura se pregunta geológicamente por la enunciación de la infancia como categoría, y es a partir del merodeo que una retórica de lo infantil puede leerse desde los materiales poéticos constitutivos de un sujeto silencioso.
Latinoamérica quiere recuperar su habla, la constitución de su lengua y con esto, articular un discurso poético en que la infancia sea revisada como una zona muda, un territorio callado al que ahora se le ha otorgado la palabra. Una herida que sangra su enunciación.
Las escrituras jóvenes latinoamericanas contemporáneas (pienso en Karen Plata, Héctor Hernández, Paula Ilabaca, Rodrigo Flores, Andrea López Kozak, Diego Ramírez, Rafael García Godos, etc.) construyen un inconsciente estético que articula materiales, cosas y objetos de reflexión estética, una luz interpretativa que pareciera obnubilarse con el resplandor de la disimulación, escondiendo un centro mudo que tomó la palabra y con ello constituye una letra infantil como zona lateral.
La infancia como primera etapa del sujeto, contiene el agenciamiento de la identidad, es decir, escribir la infancia es devolver la escritura al estado del lenguaje en que las relaciones entre lo manifiesto y su latencia se deslizan con libertad. Pero también, implica un trabajo de recuperación, un padecimiento en que la letra recupera sus cicatrices, y donde se realiza un exhaustivo registro corporal de las huellas del sujeto. Palabras, en definitiva, que visibilizan un territorio mudo, a modo de un logos mudo platónico, y ejecutan su movimiento en términos de uso de la lengua poética.
Queridolucía de Rafael García Godos (Lima, 1979) simboliza en su escritura un trabajo con la búsqueda de la infancia, pues la letra recupera esa presencia de la huella como residuo de una memoria y emplaza la satisfacción de la carencia.
.
El temblor de luz en Queridolucía, desarrolla sus escenas a partir de una voz claustrofóbica que de manera múltiple narra la escena matriz en que se construye el sujeto prófugo de sí mismo, ese yo infantil retrospectivo, sin el tiempo presente y que tampoco es deudor del tiempo estancado del recuerdo.
Es, desde luego, la poética de una escritura que se juega desde el doblez de sentido, desde la fuga lucía, de lucir y el nombre de ese lucir: Queridolucía. Es allí donde produce un doblez, donde la habitación nutre a la infancia como árbol. Un numinoso jardín en que se envuelve el amor homosexual y el nombre de la noche vaciada, allí se tensiona el problema de la luminosidad de los cuerpos. Es decir, la escena matriz de la pieza resguarda una cama donde duerme la infancia, y allí, el cuerpo de la infancia se ilumina, produciéndose la representación del primer cuerpo, el primer yo infantil.
La corporalización de la infancia se representa en la noche como escena fundacional del texto, la definición del centro enunciativo, es en ese momento nocturno donde la luz ilumina el yo y excribe sus huellas.
La luz-lucía es la arealidad resultante entre la relación de infancia y la luz, pues desde allí se configuran líneas de cuya geología podemos construir un fragmento de cuerpo, una zona donde la escritura poética es explorada como cicatriz.
La significación del lenguaje, como decíamos anteriormente, recurre a una memoria claustrofóbica, pues recupera su ausencia en la noche de una habitación, la lengua del niño habla a destiempo, un recuerdo que habla en presente, “en la sombra del árbol es mi nuevo nacer/ atravesado por el sol que otro nombre lleva ya”. El nombre que deviene de la sombra del árbol merodea en torno a una niñez adulterada, una memoria explorada desde el límite de las sombras que al ser recuperadas realizan una economía de intercambios al nombre.
La figura del árbol resulta sintomática si pensamos a la infancia como un lugar que se debate entre el juego y el trauma. El árbol, como representación de esa huella o del lugar de lo infantil, requiere pensarse a partir de los nudos de su tallo, del florecimiento de sus ramas o bien, como una estructura omnipresente a la que se recurre con la libertad del estado de naturaleza. Que la lengua infantil recurra al árbol enuncia el centro de un lugar mítico que se recupera en el trabajo de escritura.
Es, desde luego, la poética de una escritura que se juega desde el doblez de sentido, desde la fuga lucía, de lucir y el nombre de ese lucir: Queridolucía. Es allí donde produce un doblez, donde la habitación nutre a la infancia como árbol. Un numinoso jardín en que se envuelve el amor homosexual y el nombre de la noche vaciada, allí se tensiona el problema de la luminosidad de los cuerpos. Es decir, la escena matriz de la pieza resguarda una cama donde duerme la infancia, y allí, el cuerpo de la infancia se ilumina, produciéndose la representación del primer cuerpo, el primer yo infantil.
La corporalización de la infancia se representa en la noche como escena fundacional del texto, la definición del centro enunciativo, es en ese momento nocturno donde la luz ilumina el yo y excribe sus huellas.
La luz-lucía es la arealidad resultante entre la relación de infancia y la luz, pues desde allí se configuran líneas de cuya geología podemos construir un fragmento de cuerpo, una zona donde la escritura poética es explorada como cicatriz.
La significación del lenguaje, como decíamos anteriormente, recurre a una memoria claustrofóbica, pues recupera su ausencia en la noche de una habitación, la lengua del niño habla a destiempo, un recuerdo que habla en presente, “en la sombra del árbol es mi nuevo nacer/ atravesado por el sol que otro nombre lleva ya”. El nombre que deviene de la sombra del árbol merodea en torno a una niñez adulterada, una memoria explorada desde el límite de las sombras que al ser recuperadas realizan una economía de intercambios al nombre.
La figura del árbol resulta sintomática si pensamos a la infancia como un lugar que se debate entre el juego y el trauma. El árbol, como representación de esa huella o del lugar de lo infantil, requiere pensarse a partir de los nudos de su tallo, del florecimiento de sus ramas o bien, como una estructura omnipresente a la que se recurre con la libertad del estado de naturaleza. Que la lengua infantil recurra al árbol enuncia el centro de un lugar mítico que se recupera en el trabajo de escritura.
.
Rafael García Godos lee poemas de su quinto libro Queridolucía
.
La lengua del árbol, es decir la lengua infantil por extensión, traza un mapa a modo de espaciamiento que discurre entre las paredes de la casa. Son paredes de la habitación infantil que leemos como mapa, “olviden el mapa que nosotras leímos/ el camino del árbol que llamaron casa”. Es sintomático el uso de la retórica femenina como forma de lectura del mapa, pues el sujeto pareciera interpretar desde su propio doblez el mapa se llama como la casa, pero a su vez se desliza desde su matriz de mapa. Al perder su origen pierde su casa, y con esto el yo pierde su geografía.
El árbol como fragmento de la totalidad del jardín, es una relación arcaica entre el inconsciente y la palabra, es decir, la figuración de eso que dio fruto (en el sentido de una operatoria atribuible al estado de naturaleza) y que hace línea dentro del mapa de Queridolucía, pues el árbol deviene flor, cuestión propia de una retórica de identidad claustrofóbica cuya paranoia busca forma en todas las multiplicidades de la naturaleza arcaica, “soy tu flor toda deshecha/ que se arroja de espaldas a tu jardín/ soy tu lucía/ y en tus labios el universo/ se llena con todo/ aquello que de mí ha encontrado”.
La relación subyacente entre estado de naturaleza y constitución de una lengua infantil se desmorona en su intento, pues la luz-lucía pareciera destruir su conyuntura cuando se cruza con el discurso amoroso, pues leemos allí, en la construcción de un amor homosexual, “un círculo de jabón sucio/ se revienta resentido/ llovizna el piso y/ a tu jardín se le caen los pelos”.
Andrógina infancia de cuyo jardín se han desprendido los fragmentos de cuerpo, los residuos de un discurso amoroso dicho en voz alta y que se desplaza desde lo indefinido del propio cuerpo, “yo puedo ser tumujer/ donde el dolor es la suma”. Es, pues, el dolor del propio cuerpo donde el jardín encuentra el lugar de lo amoroso. “mía lucía eres desde siempre/ y tu hermana ha caído/ sus ojos muestran tu rostro de loca/ tu cuerpo trenzado/ como dos hombres tocando cucarachas/ cantando para levantarse y/ retomar tu búsqueda mi queridolucía”. Es, en lo amoroso donde se ejecuta el trabajo de recuperación de la identidad, o podríamos decir, el florecimiento del yo.
El paso de la luz hace que la lengua recupere su vitalidad, el trabajo de escritura descansa en la proliferación de la mudeza infantil, de las áreas y zonas corporales donde se fija un yo tatuado. La iluminación del tajo infantil de Queridolucía, perturba por su silencio y hace temblar desde ese gesto luminoso que recupera a la infancia, olvidando su noche y buscando su ausencia iridiscente.
El árbol como fragmento de la totalidad del jardín, es una relación arcaica entre el inconsciente y la palabra, es decir, la figuración de eso que dio fruto (en el sentido de una operatoria atribuible al estado de naturaleza) y que hace línea dentro del mapa de Queridolucía, pues el árbol deviene flor, cuestión propia de una retórica de identidad claustrofóbica cuya paranoia busca forma en todas las multiplicidades de la naturaleza arcaica, “soy tu flor toda deshecha/ que se arroja de espaldas a tu jardín/ soy tu lucía/ y en tus labios el universo/ se llena con todo/ aquello que de mí ha encontrado”.
La relación subyacente entre estado de naturaleza y constitución de una lengua infantil se desmorona en su intento, pues la luz-lucía pareciera destruir su conyuntura cuando se cruza con el discurso amoroso, pues leemos allí, en la construcción de un amor homosexual, “un círculo de jabón sucio/ se revienta resentido/ llovizna el piso y/ a tu jardín se le caen los pelos”.
Andrógina infancia de cuyo jardín se han desprendido los fragmentos de cuerpo, los residuos de un discurso amoroso dicho en voz alta y que se desplaza desde lo indefinido del propio cuerpo, “yo puedo ser tumujer/ donde el dolor es la suma”. Es, pues, el dolor del propio cuerpo donde el jardín encuentra el lugar de lo amoroso. “mía lucía eres desde siempre/ y tu hermana ha caído/ sus ojos muestran tu rostro de loca/ tu cuerpo trenzado/ como dos hombres tocando cucarachas/ cantando para levantarse y/ retomar tu búsqueda mi queridolucía”. Es, en lo amoroso donde se ejecuta el trabajo de recuperación de la identidad, o podríamos decir, el florecimiento del yo.
El paso de la luz hace que la lengua recupere su vitalidad, el trabajo de escritura descansa en la proliferación de la mudeza infantil, de las áreas y zonas corporales donde se fija un yo tatuado. La iluminación del tajo infantil de Queridolucía, perturba por su silencio y hace temblar desde ese gesto luminoso que recupera a la infancia, olvidando su noche y buscando su ausencia iridiscente.
.
Emplazar la pregunta por la infancia a principios de este siglo XXI no pareciera ser sino un síntoma de la búsqueda de una lengua, pero a su vez, plantea un problema de representación en los límites textuales de la pérdida y la recuperación de un habla de Latinoamérica. Si el cuerpo es el soporte donde se tatúa la infancia, la demanda de una lengua corporal ya ha sido entonces recogida, sin embargo, hay un desafío por leer su anatomía simbólica o bien, definir las categorías propias dentro de su campo de acción poético.
Escribir la lengua infantil, o la lengua del árbol, es abrirle una interrogante a la historia pero que se encuentra fuera de ella. La infancia como época del sujeto es el cuerpo de la historia de una nación o de una coyuntura política en tránsito en tránsito por la construcción de una experiencia política. Zona catastrófica de cambio de siglo, cuya infancia se debate entre el afuera y el adentro de una historia general a la que no necesariamente vincula su pertenencia. Se ejecuta la pérdida de historia que implica la pérdida de edad del sujeto, y donde la recuperación es imposible, dentro de la relación con la experiencia inteligible del cambio de siglo.
La lengua de Queridolucía es una lengua infantil y amorosa que se encuentra en el deseo de la lengua, “su lengua repasa mis patas/ luego mi espalda/ luego mi raza impura/ luego mi orificio de perra que sangra”. Historia corporal de la lengua (cómo tejido del cuerpo –fragmento- pero trenzado en la modulación de su historia racial)
Queridolucía hace hablar una zona muda, detiene la mirada en su propia habla recuperada e ilumina el panorama poético latinoamericano. Escribe, con un prolijo trabajo de elaboración de sentido, uno de los límites que dicho mapa requiere leer a la manera de un geólogo, y permite mirar esa lengua del árbol desprendida de la infancia y el trabajo por recuperar sus pelitos –una forma de pertenecer a la experiencia- a pesar que la luz sea interrumpida por la noche.
Santiago de Chile, Setiembre de 2007
Escribir la lengua infantil, o la lengua del árbol, es abrirle una interrogante a la historia pero que se encuentra fuera de ella. La infancia como época del sujeto es el cuerpo de la historia de una nación o de una coyuntura política en tránsito en tránsito por la construcción de una experiencia política. Zona catastrófica de cambio de siglo, cuya infancia se debate entre el afuera y el adentro de una historia general a la que no necesariamente vincula su pertenencia. Se ejecuta la pérdida de historia que implica la pérdida de edad del sujeto, y donde la recuperación es imposible, dentro de la relación con la experiencia inteligible del cambio de siglo.
La lengua de Queridolucía es una lengua infantil y amorosa que se encuentra en el deseo de la lengua, “su lengua repasa mis patas/ luego mi espalda/ luego mi raza impura/ luego mi orificio de perra que sangra”. Historia corporal de la lengua (cómo tejido del cuerpo –fragmento- pero trenzado en la modulación de su historia racial)
Queridolucía hace hablar una zona muda, detiene la mirada en su propia habla recuperada e ilumina el panorama poético latinoamericano. Escribe, con un prolijo trabajo de elaboración de sentido, uno de los límites que dicho mapa requiere leer a la manera de un geólogo, y permite mirar esa lengua del árbol desprendida de la infancia y el trabajo por recuperar sus pelitos –una forma de pertenecer a la experiencia- a pesar que la luz sea interrumpida por la noche.
Santiago de Chile, Setiembre de 2007
No hay comentarios.:
Publicar un comentario