Con mucho dolor recibimos la noticia del fallecimiento del poeta Raúl Brózovich Mendoza (Cusco, 1928); último representante de una generación de artistas contestatarios, revolucionarios y bohemios, que hicieron del arte todo un apostolado.
Poeta por antonomasia, amigo entrañable pleno de entusiasmo, aún, en sus últimos días caminaba tocando puertas y corazones con el deseo de publicar una revista cultural en la que participarían las principales voces de la literatura y el pensamiento de esta parte de América, sin importarle la mala voluntad de los burócratas apoltronados en su mediocre reino de falsedades y que siempre le dieron largas o le tiraron las puertas en la cara; Raúl caminaba con paso lento, pausado, fumando, a veces, un cigarrito; aunque los vicios ya los había dejado para las nuevas hornadas de poetas en ciernes.
Pensativo, taciturno, con el alma llena de pensamientos positivos no desperdiciaba un momento para trasmitirnos sus ideas, sus ideales, sus experiencias, abriendo y mostrando las heridas sangrantes de su alma; como un ser que adivinaba el próximo fin de sus días, sin temor, sin exaltación; como un guerrero viejo acostumbrado al paisaje de la muerte, con la seguridad de la eternidad de sus cantos, sus poemas y la fuerza descomunal de sus metáforas, sean estás surrealistas, vanguardistas, nerudianas, vallejianas, que en el alambique de su alma se destilaron como licor o elíxir de inmortalidad.
De enorme personalidad poética, humilde, modesto, simple como un niño; lejos de él la auto-alabanza de los pobres diablos, los narcisistas y egolátricos, que con poemitas de sonido de hojalata y brillos falsos de oropel se llamaban a sí mismos: “poetas”.
“Brozo” era único, siempre se salía por la tangente, sin poder reprimir sus instintos rebeldes, desesperaba a quienes le hacían “homenajes en vida”, burlándose del afán filisteo de los que querían hacerlo morir en olor de santidad, que el despreciaba. Admirador de los poetas malditos, él mismo, con su intransigencia díscola y burlona, era uno de aquellos redivivo entre nosotros.
Desapegado de las banalidades de este mundo materialista e hipócrita, vivía en su poesía, en sus pinturas expresionistas hechas al carbón y crayola de cera, las cerámicas que decoró y grabó en mi taller, las veces en que me cupo el enorme placer de compartir las soleadas horas del trabajo artesano, siempre charlando, recordando anécdotas, de sus viajes, de sus frustradas empresas quijotescas, fue aquella vez que me hizo un reportaje bellísimo sobre mi pasión por el barro cocido y vidriado. En el taller, Raúl hacía sus modelos pensando en que podrían ser replicados por jóvenes pobres o campesinos para ganarse el sustento. Él, que vivía en una pobreza franciscana, obsequiaba lo que tenía en la mano: un libro, una herramienta, un poema, un consejo sabio. Tranquilo, sereno, como un apóstol, olvidado por sí mismo, abandonado por el mundo ¿gozó, acaso de la seguridad de una pensión “decente” por su trabajo en la universidad? Quizá la alegría más grande que tuvo fue cuando sus compañeros de trabajo le publicaron su último libro, “Los Versos del Gran Capitán”. Por que como gran capitán lo admiramos y lo tuvimos en la más alta estima.
Seguramente, su entierro convocará a “connotadas personalidades”, jefes de instituciones “culturales”; hablarán de él hasta los que no lo conocieron, harán la exégesis de su obra justamente los que lo detestaban, por lo de siempre: por artista irreductible y rebelde, por comunista o, algo peor que eso, por ser subversivo y maestro en el arte de la subversión del espíritu.
Los que lo amamos por su grandeza, los obreros de su “Fábrica de sueños” que apenas reprimimos unas lágrimas viriles, seguiremos orando con sus poemas diciendo:“Nosotros ingenieros del alma somos una/ Fábrica de sueños, / Energía – una locomotora del entusiasmo, nosotros / Queremos que la novia – poesía,/ sea algo así/ como un manifiesto saludable, repartida como el polen…/ hacia los 8 vientos de la patria”.
Raúl, gracias por enseñarnos a transitar sin miedo en el arduo camino a la inmortalidad.Ahora que ya debes estar en el Olimpo, disfrutando con la aristocracia del talento, sería insulso llorar por tu partida.
Julio Antonio Gutiérrez Samanez
abril 2006.
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