jueves, 30 de marzo de 2006

EL DISCURSO ESCURRIDIZO

Víctor Manuel Mendiola. La mitad del cuerpo sonríe. Antología de la poesía peruana contemporánea. México: Fondo de Cultura Económica, 2005.
Junto con la argentina y la chilena (y, desde luego, con la producida el último siglo en nuestro país), la poesía peruana es una de las más persistentes y de voz más acabada en el mundo hispánico. A diferencia de las otras tres, y como un rasgo de personalidad generalizable que debe tolerar, por cierto, las consabidas excepciones, la lírica del Perú ha sabido incorporar al texto poético el lenguaje de la prosa y la aspereza de la palabra labrada en la calle, en la rugosidad de las aceras, como no lo han hecho —por lo menos no de manera tan precisa y evidente— los poetas de otras latitudes, quizá porque ningún país hispanohablante es heredero de un poeta de carraspera tan íntima y de tantos matices en la voz como la de César Vallejo. Además, el verso en la poesía peruana manifiesta una muy clara tendencia a desbordar los límites de la línea cortada para derramarse hasta los márgenes de la página como una prosa a sus anchas a la que le estorban las laderas y celadas de la métrica o del ritmo vertical. No es una poesía que cae sino una que retoza, una que se escurre y trasmina las paredes de lo real y de lo imaginario sin obligarlo a ser "cadencia y cascada", para utilizar una frase de Pete Sinfield, el poeta por excelencia del rock setentero.

Con el desparpajo conceptual que caracteriza sus ensayos sobre poesía, pero con una reconocible devoción por divulgar lo que de ella merece ser conocido, Víctor Manuel Mendiola antologa (muy bien) y presenta (a su manera) La mitad del cuerpo sonríe, una atinada reunión de veinticuatro poetas contemporáneos posteriores a los dos César (Vallejo y Moro) y a sus consabidos cónsules (Westphalen y Martín Adán), y prologa el acierto con un breve ensayo incapaz de escapar a la maldición del Inca, vale decir, la de perder ganando, la de arredrar a Pizarro y, sin embargo, no haber podido evitar la Conquista. En el más modesto caso del antologador, el impasse se manifiesta en un libro de cuatrocientas páginas de poesía espléndida al que, casi siempre, le sobran las breves notas sobre cada autor y definitivamente le está de más un prólogo que cuando evade la oscuridad es porque se animó a soltar a las claras alguna afirmación insolvente.

Es decir, Mendiola posee un buen ojo clínico que lo revela como un lector eficiente de la poesía contemporánea (en este caso, él entiende el término como aplicable a lo producido en la lírica del Perú durante la segunda mitad del siglo xx) y, en consecuencia, casi no puede hablarse del mal de la antología (las exclusiones aviesas, la incómoda inclusión de algunos nombres) en su trabajo, salvo en dos casos flagrantes: la ausencia de Enrique Verástegui —a quien moteja de antivallejiano, como si sus declaraciones provocadoras, su saludable marginación del culto al fundador, fueran "otra imagen deleznable" del delito—, y la inserción de Julio Ortega (en efecto, el crítico literario), de quien pondera la "calidad poética" de sus trabajos académicos, devota deferencia tan esquizofrenizante como la de Christopher Domínguez cuando incluye a maestros (Octavio Paz y Adolfo Castañón) y a amigos (Francisco Segovia y Jaime Moreno Villarreal) en su antología de la narrativa mexicana. Salvo estos caprichos del poder (finalmente, incluir y excluir es tarea de dioses y de dictadores que todo antologador se arroga con alguna satisfacción), La mitad del cuerpo sonríe evidencia una cuidadosa elección de autores y poemas que permite reconocer el estado de las cosas en la poesía actual del Perú.

Otros dos aciertos de Mendiola los constituyen el punto de partida de la selección (la encabeza Sologuren, ese sobrio, emblemático poeta de la Generación del ’50, a quien se suman cinco de los grandes autores de la poesía en nuestra lengua: Eielson, Varela, Belli, Cisneros e Hinostroza) y la buena factura de los textos convocados, que en el caso de los poetas conocidos los representan muy bien y en el de los poemas de las nuevas generaciones (en las que destacan las poetas) deja adivinar su voz con el retrato hablado de apenas un puñado de poemas. El equilibrio, que pasa incluso por el casi idéntico número de textos seleccionados por el autor, es otra nota afortunada en el concierto del libro.
Sin embargo, no todo es felicidad en él. A veces, uno echa de menos a los antologadores de las ediciones pirata que, desde las sombras (como deben estar), reducen su trabajo a recopilar el material y dejar hablar al viento, es decir, al aire fresco que se respira entre las hojas de los verdaderos poemas. Cuando Mendiola (¿qué ola habrá hendido la mendacidad de sus juicios?) presenta a un poeta tan singular como Jorge Eduardo Eielson y sólo se atreve a glosarlo para no decir nada —"Eielson crea lo que podríamos llamar una matriz celeste (que él ha nombrado ‘matriz musical’) que no sería sino un espejo de ese ‘paisaje infinito’, de ese ‘trabajo azul de las estrellas’ al cual pertenecemos como especie"—, se hace de la voz del poeta para ¿explicar?, ¿comentar?, desde el hermetismo la poesía, lo que la poesía misma renuncia a recabar. Asimismo, suele caer en exabruptos muy primitivos al intentar definir los procedimientos líricos de un autor como Isaac Goldemberg, sin duda menos enemigo de la claridad que su crítico: "Poesía de inmersión introspectiva que genera nuevos espacios paralelos en los que discurre hasta alcanzar la inespacialidad que atemporaliza el ser del poeta."
¡Vaya, pues, con las inespacialidades (ineptitudes) de la crítica poética! A muchos estudiosos de la lírica parece olvidárseles que, frente a ella, es inevitable que el lenguaje charolee (cuando es incapaz de hacer otra cosa), que el poema espejee, en su preciosa intraducibilidad, la deleznable inocencia, el escurridizo discurso que intenta atraparla. Se necesita ser otro poeta (un Eliot, un Paz, un Valéry) para ejercer con alguna soltura y hasta con felicidad el oficio de hablar de un poema desde la poesía. Cuando el segundo de ellos, por ejemplo, se refiere a la de Villaurrutia como a una obra que no está "en el antes ni en el después, sino en el entre" (inexplicable anatema que irritaba con razón a Marco Antonio Campos), no está tratando de esclarecer el sentido oculto de un trabajo poético sino de apropiárselo, de decírselo a sí mismo mediante otro poema, maliciosamente ensayístico, que sólo aparenta explicarlo.
Ahora bien, Mendiola no es un poeta de esa talla, pero sí es un cuidadoso lector que sabe decirnos dónde está la poesía del Perú —aunque pase dificultades a la hora de entender la íntima opacidad del lenguaje poético. De ahí sus enjundiosas elucubraciones: "Para los poetas mexicanos, Vallejo, Neruda y Huidobro —no así Paz y Borges— son referencias de la poesía mexicana que ven con una arrogancia acotada y glotona." ¿Estará hablando de sí mismo o de algún amigo suyo? Es difícil saberlo, pues tonteoría (el neologismo es de Julián Ríos) tan recatada y voraz, valga el oxímoron, no encuentra explicación en un libro al que le sobra en poesía lo que le falta en reflexiones de mérito.
Enrique Héctor González
La Jornada Semanal, núm. 575.
Domingo 12 de marzo de 2006.

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