sábado, 29 de diciembre de 2018

El hallazgo de Isaac Goldemberg por Manuel Hidalgo

Extraordinaria aportación, sin duda, la publicación por Las Afueras de La vida a plazos de don Jacobo Lerner (1978), novela del también poeta y dramaturgo peruano Isaac Goldemberg, nacido en 1945 y afincado en Nueva York desde 1964. Hay que decir, no obstante, que esta novela ya fue publicada por Sefarad Editores hace más de diez años. No tenía ni idea de la existencia del autor ni de su obra.

Como el niño Efraín de su relato, Goldemberg es hijo de padre judío y de madre católica y nació también en Chepén, donde se desarrollan los principales acontecimientos de la novela, setecientos kilómetros al norte de Lima.

Con el mito del Judío Errante de fondo (a veces, de forma irónica y zumbona), La vida a plazos de don Jacobo Lerner  trata, entre otros asuntos, del difícil encaje y las fricciones entre la comunidad judía (emigrada de Rusia, en este caso) y la católica, ofreciendo, eso sí, una variada casuística de comportamientos y mentalidades, entre los que caben desde el antisemitismo hasta la paranoia de que los nazis puedan presentarse en Perú.

Con el protagonismo principal de Jacobo Lerner, judío comerciante de perfil variopinto, cambiante y sujeto a muy distintas valoraciones por el resto de personajes, la novela, de tono coral, da especial relevancia a su desventurado y tierno hijo Efraín, tenido fuera del matrimonio con una joven engañada, Virginia, de populosa y desquiciada familia católica, muy trastornada ella de resultas del lance de su imprevista y no deseada maternidad. Lerner llegó a Perú en 1921, procedente de una población rusa, con su amigo de infancia León Mitrani, que ha dado en loco predicador de plaza pública.

En realidad, la casi práctica totalidad de los personajes de la novela no anda en sus cabales o tiene comportamientos sea dolientes, sea excéntricos, fruto de las circunstancias que les sobrevienen –sexualidad, ¡dinero!– y de las relaciones conflictivas que mantienen entre ellos, merced a sus mezquindades y cálculos o a sus peripecias familiares, amorosas o económicas. En esta novela magistral todo transcurre entre, para entendernos, el esperpentismo hilarante y una profunda oscuridad dramática, con acontecimientos y rasgos que, también para entendernos, nos resultan cercanos a las desmesuras barrocas del realismo mágico latinoamericano. Un amplio surtido de sueños, visiones, alucinaciones y delirios, experimentados por no pocos de sus personajes, contribuyen a la atmósfera fantástica de la novela, sólidamente anclada en lo real.

La acción transcurre, más o menos, en los poco más de diez años que van de principios de los 20 a mediados de los 30, objetivados –es un decir– con la inclusión de textos de supuestas crónicas y de artículos y avisos de la presunta publicación periódica “Alma Hebrea”, que da cuenta de los avatares, actividades y preocupaciones de la “colonia” judía, que tiene su propia asociación y su Junta de Damas, ocasionalmente presididas por algunos de los protagonistas del relato.

Hay un narrador externo principal, pero Goldemberg introduce las distintas y diferenciadas voces de varios de sus personajes, que no sólo incorporan sus cruciales y, con frecuencia, opuestos puntos de vista, sino que conforman (ya huelga decirlo) una deslumbrante exhibición de estilos y lenguajes literarios, un sensacional manejo del idioma.

Llegados a este punto, y dando por sentada mi más entusiasta recomendación de esta novela, es preciso advertir dos cosas a quienes inicien su lectura. Una, que es más que probable que, durante bastantes páginas, no tengan claro el quién es quién, la identidad de los personajes ni su exacto parentesco o vínculo. Dos, que tampoco tengan claro el curso de los sucesos, pues Goldemberg da saltos atrás y adelante en su relato de los acontecimientos.

Aseguro al lector de estas líneas que eso nada importa. Por dos razones: primera, porque el lector de la novela se sentirá fascinado y absorto por el cómo cuenta y el qué cuenta (en cada momento) Isaac Goldemberg, por el espectáculo del lenguaje y el espectáculo de los personajes y los hechos. Segunda, porque, cada lector a su debido tiempo, será capaz de identificar a cada personaje y sus relaciones y de establecer el hilo cronológico de lo narrado. Su carácter logrado de polifonía, mosaico o, incluso, puzle por ordenar es otro de los brillantes aciertos de la novela de Goldemberg que, al fin, muestra y demuestra la muy meditada arquitectura de su composición.

Entre el patetismo y la comicidad, entre la fantasmagoría y el escondido (aunque no tanto) naturalismo, Isaac Goldemberg nos ofrece una fuerte dosis de crítica social, política y religiosa y un acerado fragmento de mural histórico. Pocas veces se puede encontrar más en una novela y disfrutarlo con tanto gozo (y pizca de asombro y de inquietud).

El niño Efraín, nieto de don Efraín Wilson e hijo de Jacobo Lerner, tiene dos tíos abuelos, Pedro y Francisca, que viven en la casa de al lado. Así queda descrito el tío Pedro: “Pedro Wilson Rebolledo, que le llevaba un año y meses a don Efraín, era un ser enclenque y enfermizo, de voz y manos temblorosas, el rostro diminuto y arrugado, más propio de alimaña que de ser humano, y el pescuezo ladeado hacia la izquierda del mentón, a causa de un aire recibido por salir a la calle en pleno invierno después de tomarse una sopa de fríjoles bien caliente”.

Ni el tal don Pedro es un personaje relevante ni estas líneas son las más dignas de figurar en una antología (aunque sí delatan la mirada, el estilo y el tono del autor), pero muestran, en gran medida, las características plásticas, la deformación cóncava –¿o será convexa?–, del teatrillo de personajes que, también con intención moral, pone en pie Isaac Goldemberg.

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