“Vacío, nombre de una carne” profundiza la fase más reciente del lenguaje poético de Eduardo Milán (Rivera, Uruguay, 1952). Se trata de una práctica de la desencarnación de la palabra puesta en evidencia tras su enorme gasto. Lo que esto atrae de crudo de un lenguaje que toma como desafío su no desarticulación completa y que a su vez se retacea, muestra la hilacha, es un modo de celebrar, después de todo, su estar vivo de nuevo, empezando. Escribir con la acumulación de lo sabido sin temor a la distracción, a los cruces, a las opciones, a las vueltas. Si esto supone una exterioridad del acto poético, al mismo tiempo exhibe una subjetividad empecinada. Poesía que al mismo tiempo, en sí misma, denuncia el tiempo de la evidencia y de la suspensión.
Eduardo Milán / Nació en Rivera, Uruguay, el 27 de julio de 1952. Por motivos políticos –su padre fue encarcelado de 1973 a 1986- se exilió en México en 1979. Fue miembro del consejo de redacción de la revista Vuelta, dirigida por Octavio Paz y del Sistema Nacional de Creadores de Arte, del cual forma parte en este momento. De sus publicaciones recientes en poesía se menciona: Acción que en un momento creí gracia (2005), Índice al sistema del arrase (2007), El camino Ullán seguido de Durante (2009) y Solvencia (2010). La Biblioteca Nacional de Uruguay publicó en 2008 Habrá tenido lugar (antología poética 1975-2008). En ensayo destacan: Justificación material (2004), Un ensayo sobre poesía (2006), Sobre la capacidad de dar sombra de ciertos signos como un sauce (2007). La Biblioteca Nacional de Uruguay publicó en 2009 la antología de ensayos Veredas a los modos de un bosque.
Poeta decisivo de la contemporaneidad latinoamericana, Eduardo Milán es, ante todo, el poeta del poema, en un sentido muy próximo al que empleó Heidegger a propósito de Hölderlin: en él la esencia del lenguaje se debate en la poesía, porque es a partir de ella que el lenguaje se refunda y entonces se vuelve esencialmente posible. El giro fundamental que se lee en su obra lleva esa marca. Sus textos poéticos no sólo se preguntan por el lenguaje, por la insuficiencia que traza su contorno, vale decir por la distancia y la diferencia con la cosa que la palabra cubre y descubre a la vez. No es un gesto teórico tranquilizante. En realidad, su potencia entabla un paso más radical: la poesía de Milán, que envuelve como tema a su propio proceso de escribirse, se libera de ese tipo de acción metapoética capaz de hundir el poema en “el pozo de sí mismo”, en un “objeto de belleza” separado del mundo, para entonces abrazar crítica y dramáticamente a esa mundanidad en la precisa instancia de su resistencia, en el movimiento de una memoria que lo persigue para impedir el vacío, al tiempo que lo señala, justamente, con la carnadura mundana del poema. De esa forma, el juego intenso de las palabras y sus derivaciones, sus paronomasias, sus ecos semánticos, sus asociaciones múltiples, en fin, la ubicuidad de todo ello, jamás cuaja en ludismo apariencial; los ajustes y desajustes de su movimiento escriben una razón que desborda a las estabilidades más palmarias de los clisés de la racionalidad. Vacío, nombre de una carne es una pieza excepcional en ese sentido. Y más: un paso adelante en la clave material de su encarnación. En él los versos apuestan a “dejarse ir entre rápidos”; precisan de esa energía que les resulta inevitable, pues de lo contrario no habrá mundo, para Milán, en la plenitud de un mero referir. Al contrario, sólo se trataría, si así fuera, del cadáver de la poesía, del lenguaje y del mundo, de todos a un tiempo. En esos “rápidos” entra ese rejuego entre ensayo y poesía, entre cuasi verso y cuasi prosa, ambos con sus memorias en cruce y pregnancias recíprocas. Pero Vacío, nombre de una carne es por sobre todo un nuevo darse de la resistencia a la cosificación de palabra y realidad extra-palabra (una y otra son contiguas y simultáneas), porque el vacío es el nombre de una carnadura que precisamente pelea la amenaza de ausencia. Como en los cortes cárnicos del Uruguay, el vacío es una carne, sabrosa, dramática en su jugo y en su juego. De ahí el brillo inagotable de su intemperie, su metáfora nuestra, su refundación tan suya, de Eduardo Milán, en la que nos leemos, al calor de las brasas que queman.
Hebert Benítez Pezzolano
(*) Tomado del facebook de Laura Giordani
Eduardo Milán / Nació en Rivera, Uruguay, el 27 de julio de 1952. Por motivos políticos –su padre fue encarcelado de 1973 a 1986- se exilió en México en 1979. Fue miembro del consejo de redacción de la revista Vuelta, dirigida por Octavio Paz y del Sistema Nacional de Creadores de Arte, del cual forma parte en este momento. De sus publicaciones recientes en poesía se menciona: Acción que en un momento creí gracia (2005), Índice al sistema del arrase (2007), El camino Ullán seguido de Durante (2009) y Solvencia (2010). La Biblioteca Nacional de Uruguay publicó en 2008 Habrá tenido lugar (antología poética 1975-2008). En ensayo destacan: Justificación material (2004), Un ensayo sobre poesía (2006), Sobre la capacidad de dar sombra de ciertos signos como un sauce (2007). La Biblioteca Nacional de Uruguay publicó en 2009 la antología de ensayos Veredas a los modos de un bosque.
Poeta decisivo de la contemporaneidad latinoamericana, Eduardo Milán es, ante todo, el poeta del poema, en un sentido muy próximo al que empleó Heidegger a propósito de Hölderlin: en él la esencia del lenguaje se debate en la poesía, porque es a partir de ella que el lenguaje se refunda y entonces se vuelve esencialmente posible. El giro fundamental que se lee en su obra lleva esa marca. Sus textos poéticos no sólo se preguntan por el lenguaje, por la insuficiencia que traza su contorno, vale decir por la distancia y la diferencia con la cosa que la palabra cubre y descubre a la vez. No es un gesto teórico tranquilizante. En realidad, su potencia entabla un paso más radical: la poesía de Milán, que envuelve como tema a su propio proceso de escribirse, se libera de ese tipo de acción metapoética capaz de hundir el poema en “el pozo de sí mismo”, en un “objeto de belleza” separado del mundo, para entonces abrazar crítica y dramáticamente a esa mundanidad en la precisa instancia de su resistencia, en el movimiento de una memoria que lo persigue para impedir el vacío, al tiempo que lo señala, justamente, con la carnadura mundana del poema. De esa forma, el juego intenso de las palabras y sus derivaciones, sus paronomasias, sus ecos semánticos, sus asociaciones múltiples, en fin, la ubicuidad de todo ello, jamás cuaja en ludismo apariencial; los ajustes y desajustes de su movimiento escriben una razón que desborda a las estabilidades más palmarias de los clisés de la racionalidad. Vacío, nombre de una carne es una pieza excepcional en ese sentido. Y más: un paso adelante en la clave material de su encarnación. En él los versos apuestan a “dejarse ir entre rápidos”; precisan de esa energía que les resulta inevitable, pues de lo contrario no habrá mundo, para Milán, en la plenitud de un mero referir. Al contrario, sólo se trataría, si así fuera, del cadáver de la poesía, del lenguaje y del mundo, de todos a un tiempo. En esos “rápidos” entra ese rejuego entre ensayo y poesía, entre cuasi verso y cuasi prosa, ambos con sus memorias en cruce y pregnancias recíprocas. Pero Vacío, nombre de una carne es por sobre todo un nuevo darse de la resistencia a la cosificación de palabra y realidad extra-palabra (una y otra son contiguas y simultáneas), porque el vacío es el nombre de una carnadura que precisamente pelea la amenaza de ausencia. Como en los cortes cárnicos del Uruguay, el vacío es una carne, sabrosa, dramática en su jugo y en su juego. De ahí el brillo inagotable de su intemperie, su metáfora nuestra, su refundación tan suya, de Eduardo Milán, en la que nos leemos, al calor de las brasas que queman.
Hebert Benítez Pezzolano
(*) Tomado del facebook de Laura Giordani
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